Porque a veces la lectura consuela. —– Café Perec.

Alguien me pregunta por el fin del “año Kafka”. Es verdad, no había caído, ¿pero puede existir un fin de ese año? Si Messi era Maradona todos los días, Kafka viene siendo Kafka todos los años. La pregunta me ha dejado más perplejo que si me hubieran preguntado por la vida de las hormigas en domingo. No sé qué decir, consciente de que cuanto más se dice es no diciendo nada. Al final, no puedo contenerme y hablo del Ruido con mayúscula, que no sólo era una pesadilla para Kafka, lo fue también para muchos este fin de año. Y si no me extiendo más sobre el Ruido que me amargó la noche es porque no encuentro un adjetivo –atronador, satánico, ensordecedor, maléfico, brutal– que permita calificar con precisión la gresca soportada.

Del daño a los oídos y del esperpento de tanto grito, tanta gamba y cigala y tanto ruido de fin de año me consuelo –porque a veces la lectura consuela– al ver que ha habido obviamente multitud de molestias de fin de año mucho peores. La que cuenta, por ejemplo, André Gide en su diario del 31 de diciembre de 1924 cuando despierta de una anestesia con éter y cloroformo después de una inyección de escopolamina y morfina para poco más tarde sentir “cómo el Diablo ha vuelto a tomar posesión de mi cuerpo y, aunque no creo demasiado en él, lo nombro porque es la forma más cómoda de expresarse de forma decorosa”

Lo mismo podríamos decir del ruido con mayúscula, que es el modo más decoroso de nombrar al sórdido ruido y ruido de las Redes en su versión más repugnante. Y lo mismo podría decirse de ese cansino mantra de “Las Redes dicen…” que tragamos a todas horas, como si éstas sentaran cátedra.

En el fondo, el ruido o trompeta nacional ha sido el invitado más coherente para este fin del año Kafka. Es el mismo ruido que vi aparecer por primera vez en las páginas de su diario de febrero de 1915. Ahí se comenta con precisión su lucha por sentirse arropado por el silencio más absoluto y así poder concentrarse y escribir. Es un ruido que a Kafka le desbarata cualquier perspectiva de escritura ya en el mismo primer día de haber tomado una habitación en una casa de la Bilekgasse: “Primera noche. El vecino se pasa horas y horas charlando con mi patrona. Ambos hablan en voz baja, mi patrona de forma casi inaudible, lo que todavía es peor. Interrumpido quién sabe por cuanto tiempo. ¿Me aguarda esa misma calamidad, ridícula, absolutamente letal, en toda patrona que me alquile una pieza para escribir?”

Para que después digan que en Kafka no hay humor. Que se lamente de lo inaudible que es su patrona al hablar con Ruido minúsculo, es un indicio de su risa a prueba de bomba y también de su afán de saber. Recuerdo que en Descripción de una lucha hay una voz que, entre exclamaciones, pide que le cuenten todo, pero Todo, del principio al fin, dice, porque menos no piensa escuchar.    

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Gabriel Ruiz Ortega(La República, Perú): «Una vida absolutamente maravillosa» (título tomado de Duchamp) es quizás uno de los libros capitales de Vila-Matas

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Segunda edición en DeBolisllo llega a Perú.

Bien sabemos que el español Enrique Vila-Matas es uno de los escritores mayores en castellano en la actualidad. Es del mismo modo una especie de faro para muchos autores que pretenden hacer una obra dentro de las coordenadas de la propia literatura, llámesele metaliteratura. Tampoco nos referimos a que su literatura obedezca a una propuesta fría. Nada más lejos de la realidad. Enrique Vila-Matas es un autor que derrocha humor y mucha ironía.

Cuando me adentro en las páginas de cualquiera de sus libros, tengo la sensación de estar leyendo ensayos y artículos disfrazados de novelas y cuentos. Sabemos, de sobra, que su poética radica en una suerte de disidencia de lo literariamente establecido, encontrando más de un puente comunicante entre géneros literarios (por ejemplo, ¿qué es exactamente su libro París no se acaba nunca?). A lo largo de su obra, el autor nos dice que no intentemos dividirlo en categorías, es decir: él es el mismo ya sea en ficción como en el ensayo. Y más de uno se lo agradece, porque consigue proyectar en el lector la confianza de que vale la pena ser uno mismo, a riesgo de fracasar en la empresa. O sea, y así se pinte de exageración, su magisterio tendrá el mismo sendero de Jorge Luis Borges. A Vila-Matas, sencillamente, no lo podrás imitar. Sin embargo, de él sí podrás aprender a pergeñar una tradición literaria personal.

Esta es la impresión que me dejó la relectura de Una vida absolutamente maravillosa (Debolsillo), publicación en la que se reúne una excelente selección de sus ensayos. Nos enfrentamos a la radiografía de una poética férrea que apostó desde el inicio a forjarse una perspectiva distinta de la de sus compañeros de generación. No por nada, André Jaume, que estuvo al cuidado de la edición, señala que estos ensayos vendrían a ser el testimonio de sus comienzos hasta su consagración. Leer estos ensayos es como ingresar a la máquina del tiempo o hurgar en sus motivaciones creativas, que no solo se ciñen a la literatura, sino también al cine, la pintura y el teatro. Y, de paso, encontramos entre líneas algo que se ha dicho muy poco de él: una postura política de izquierda, detalle que tiraría por los suelos cuando se le asocia solamente como un autor metaliterario, ajeno y distante de lo que llamamos vida o experiencia.

Si un escritor es hijo de sus lecturas, Vila-Matas es un ejemplo mayor. Por ejemplo, en la sección “Para acabar con los números redondos”, Vila-Matas nos ofrece un catálogo de autores no solo inscritos en la tradición francesa, a la que siempre se le ha querido vincular. Nombres como Celan, Gómez de la Serna, Benjamin, Bioy Casares, Monterroso, Pitol, Highsmith, Sterne y muchísimos más son parte de su canon, y no únicamente por sus virtudes literarias, porque en más de una semblanza deja plasmada también una deuda vital con ellos, la cual ha puesto en práctica en su propia vida.

De hecho, ya no tendremos que hacer arqueología virtual para dar con sus ensayos, esta publicación nos ahorra el trabajo. Ahora nuestra tarea consiste en sentarnos y leer despreocupadamente, tal y como tenemos que acercarnos a los grandes libros. Sin apuro, no solo hay que saborear la prosa, sino ver lo que alimenta su pensamiento.

Una vida absolutamente maravillosa (título tomado de una declaración del pintor francés Marcel Duchamp) es uno de sus libros capitales. Esta es una autobiografía basada en la experiencia de la lectura. La que vale, la que queda.

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Café Perec 24 DIC 24

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Una stanza a Montevideo / Nota de Andrea Bajani. Oggi (21 DIC 2024) a La STAMPA.


Il fatto che possa esistere, secondo Julio Cortázar, un punto esatto in cui la realtà misteriosamente si sfalda e «il fantastico irrompe nella narrazione», e che quel punto coincida con una porta cieca dentro una stanza d’hotel nel cuore di Montevideo, in Uruguay, sarebbe sufficiente per trasformare quella stanza nel luogo di un pellegrinaggio per chiunque abbia a cuore la realtà e la letteratura. Se poi quella porta della camera 205 dell’Hotel Cervantes di Montevideo non si trova, o resiste a farsi trovare, allora lì non può che iniziare una storia di Enrique Vila-Matas. E infatti si intitola Montevideo, il romanzo con cui l’autore di Il mal di Montano e Dottor Pasavento, è stato nominato tra i libri dell’anno per El Pais, La Vanguardia e El Cultural nel 2022 e che ora Elena Liverani traduce con elegante sintonia per Feltrinelli.

La stanza che Cortázar mise al centro del suo La porta condannata è uno dei magneti intorno a cui vorticano le spirali di questo libro con cui Vila-Matas torna dopo anni con una forza – e una vitalità – contagiose per chiunque metta gli occhi tra le pagine. C’è uno scrittore che non scrive, che sta a Parigi, e in qualche modo non ne può più della celebre frase – «I would prefer not to» – pronunciata dallo scrivano Bartleby di Herman Melville e che avrebbe stregato scrittori a frotte nel consegnarsi al nulla, al non scrivere. Che ovviamente era il nucleo tematico del libro che fece conoscere a tutti Vila-Matas stesso, con Bartleby e compagnia nel 2000. Vila-Matas continua a tirare i fili di un’opera iniziata negli anni 70 e che ancora non finisce. Si complica, si potrebbe anche dire, se non fosse che la ragnatela è sempre più nitida, il tratto è netto e non per questo meno misterioso. È un nastro di Moebius.

Cito il nastro di Moebius per una ragione. Il narratore conferenziere di Montevideo, che per via della sua attrazione per Cortázar, accetta un invito a parlare nella capitale dell’Uruguay, è soltanto una delle variabili dei protagonisti dell’opera di questo autore spagnolo che è tra i nostri maggiori autori viventi. Vila-Matas in fondo manda in avanscoperta sulla pagina ogni volta dei funamboli che si incamminano su un nastro in cui non si può non precipitare. Ma non precipitano mai. È questo, mi pare, il nodo del lavoro di Enrique Vila-Matas. Come mai ci si può incamminare come un fatto automatico, e dunque per puro realismo, e poi di colpo ci si può trovare capovolti, rovesciati? Cosa succede? Qual è il punto in cui la realtà per come la conosciamo non esiste più? Se è la porta di una stanza d’hotel, dice il Cuadrelli alter ego dell’autore, tocca andare a cercarla. E se non la si troverà, beh, semplicemente il nastro si è rovesciato di nuovo.

In questo «tentativo di biografia dello stile», come lo definisce chi racconta la storia, c’è uno struggente e divertito amore per i conti che non tornano. E solo la letteratura, dice Vila-Matas insieme a Cervantes, Laurence Sterne, Borges, etc, ha il coraggio di dire che anche quella è la realtà. Negli ultimi anni della sua vita, Antonio Tabucchi diceva ripetutamente che, per quanto poche, la vita concede sempre altre opzioni. Perché esiste il racconto di quella vita, in fondo. Per questo Enrique Vila-Matas mette proprio l’autore di Sostiene Pereira in apertura del suo romanzo. Tabucchi è in qualche modo il guardiano di quella porta che non si trova, con quel suo «indagare la realtà per poi arrivare a una realtà parallela, più profonda», che a volte accompagna quella visibile. Non sarebbe un buon titolo per un libro, La creazione spensierata?, si chiede il narratore. «Oggi Tabucchi è morto – si risponde – e non posso fargli né questa domanda né molte altre».

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‘La Buenaventura (Insistence as a Fine Art) entre los libros del año para THE PARIS REVIEW.

Ha pasado un año más: los robots humanoides están llegando, mi taxi no tiene conductor (ni siquiera una metáfora), y ChatGPT me dice: «Hay esperanza incluso en los tiempos más desesperados». En nuestra realidad irreal, me inspira un género de absurdismo compasivo: Roberto Bolaño, Jorge Luis Borges, Italo Calvino, Leonora Carrington, Toni Morrison, Thomas Pynchon. Y Enrique Vila-Matas, cuya brillante insistencia en los ensayos narrativos (La Buenaventura) apareció este verano en Hanuman Editions. Comenzando con la pintura de Julio Romero de Torres, el libro de Vila-Matas se embarca en una defensa de la «insistencia» en el Arte y en cómo los autores se hacen eco de sí mismos y de los demás en sus obras y cómo estas repeticiones en espiral crean un mundo imaginario más veraz que las obras basadas en hechos reales. El editor de ediciones Hanuman, también es un practicante experto en «insistencias»: ha reinventado el legado de los libros de Hanuman, una serie de culto de libros de capítulos producidos entre 1986 y 1993.

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XITA RUBERT en conversacion con Enrique Vila-Matas (La Vanguardia)

Si hay una manera de apuntalar cualquier lengua es a través de la novela. Xita Rubert empezó a escribir cuando era pequeña: “Eran historias larguísimas, que llevaba a mis amigas para representarlas en el patio. Eso generaba conflicto y me quedé sin amigas durante un tiempo”, explicó la joven novelista el miércoles en la Central de la calle Mallorca.

Vila-Matas y Xita Rubert

Ahora, su nuevo libro, Los hechos de Key Biscayne (Anagrama), se ha llevado el premio Herralde y la joven escritora ha hecho nuevos amigos, como Enrique Vila-Matas , que se encargó de presentar el libro y no ahorró en piropos para la prosa de Xita: “Hay muchos objetos en esta novela, como la cámara de fotos. Ampliar las fotos implica ver cosas nuevas y eso es lo que hace Rubert como narradora”, señaló.

Los hechos de Key Biscayne cuenta la historia de una niña que se traslada con su padre a Florida. Rubert vivió allí un tiempo, pero el grueso de la novela lo ha escrito en el norte de los Estados Unidos: “No he vuelto a Florida y no quiero volver”, aseguró para dejar intrigados de antemano a los futuros lectores de su obra.

Leonor Mayor Ortega

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El don del entretenimiento.

por XITA RUBERT

De reojo, los intelectuales europeos, rebosantes de alta cultura, miran a la cultura de masas estadounidense desde un trono de polvo mientras, al otro lado, los fuegos artificiales celebran, siempre, algo indigno e inferior. Pero la distinción entre alta y baja cultura esconde una gran ignorancia y, a menudo, el complejo de saberse debajo y no encima.

Cuando murió Paul Auster —el escritor estadounidense a quien, pese a todos los obituarios, cierto esnobismo no consideraba un autor de alta literatura— el novelista Álvaro Enrigue compartió este recuerdo, que es una lección: “Durante un besamanos literario cuajado de estrellas en la terraza de un hotel, llega Auster, otea con candor los plumajes de la pavo realeza y opta por sentarse en el suelo a conversar, absolutamente serio y formal, con mi hija de ocho años”.

Esta figura del adulto que habla en serio con el niño me recordó una carta que escribió Clarice Lispector —la escritora brasileña— a una niña: “A la bella princesa Andréa de Azulay: tienes que saber que ya eres una escritora. Pero no pongas ninguna atención en ello, haz como si no lo fueras[…]. Rodéate de protección divina y humana, ten siempre un padre y una madre, escribe lo que quieras sin preocuparte de nadie más. ¿Entiendes? Un beso en tus manos de princesa”.

La capacidad de comunicarse directamente con seres distintos a uno, o cuya atención es débil y difícil de captar: eso hace el verdadero artista, en cualquier disciplina. Es la destreza para entretener, más que para amaestrar. Quienes intentan educarnos son útiles a veces, pero quienes nos entretienen son bienvenidos siempre, a cualquier edad. Las personas que desdeñan esta habilidad suelen ser las que tampoco saben hablar con los niños o cuidar de los ancianos.

Paul Auster es el maestro de quienes entendemos que un libro —o cualquier obra— tiene también que seducir y distraer, y que las mayores enseñanzas —como los mejores recuerdos— surgen de la diversión, no siempre de la extrema dificultad. La capacidad de entretener no es una virtud inferior, sino un don divino: sorprender, sacudir de los ridículos tronos de polvo en los que, a cada momento, los adultos nos instalamos.

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TRAS ROMPER EL CARNET DEL BARÇA.

por ENRIQUE VILA-MATAS / SÁBADO 30 NOV 2024

Nací, y ya era del Barça. Primero, estaba el club. Después, nos bautizaban. Pero esto último no servía de nada, porque pronto uno advertía que ser del Barça significaba vivir en pecado original. Lo confirmé el día en que, siendo muy niño, mi padre, en lugar de llevarme a conocer el hielo, me llevó al estadio Bernabéu, a un Real Madrid–Barcelona, y me avisó de que, en el caso de que se produjera, ni se me ocurriera celebrar un gol del Barça. Para que le comprendiera mejor, me señaló con la mirada el palco desde el que el Generalísimo presidía el partido. Comprendí enseguida, nunca he comprendido algo con tanta rapidez.

Un año después, se inauguraba el Camp Nou. Hubo sardanas desangeladas. Globos de colores que subían al cielo. Y una Santa Misa en el centro del terreno del juego.

 Tardaría años en saber que para que pudieran comenzarse las obras, se había procedido, años antes, el desalojo forzoso de chabolas de emigrantes y de terrenos que ocupaban sus arrendatarios legales. Aquel día, mi padre, desde los asientos del Gol Norte, me señaló con la mirada al palco, donde estaban algunos parientes: Francisco Miro-Sans, entre ellos, el impulsor principal de la construcción del estadio y presidente del club. Y Francisco Mitjans, el arquitecto del estadio. No mucho más recuerda mi memoria de niño, solo que, días después, en la primera jornada de Liga, se presentó en el Camp Nou el Generalísimo para presidir el partido, y me pareció entender ––también esto lo comprendí bien rápido– que los palcos que iba viendo podían ser en realidad siempre el mismo tenebroso palco.

 La leyenda de Kubala, el futbolista que llegó del Telón de Acero, dice que los vecinos de la calle Ludovigeum, de Budapest, le conocían como “el chico de la pelota”, porque ésta parecía no querer separarse nunca de sus pies. ¿Fue un precedente húngaro de Messi? Tendría su lógica que lo fuera teniendo en cuenta que de Kubala se dice que, aparte de darle en los años cincuenta dimensiones circenses al fútbol, convirtió en pequeño el campo de Les Corts y hubo que construir el Camp Nou. ¿Y de Messi no se dice que convirtió en tan pequeño ese estadio que sobre sus ruinas se está construyendo ahora el Nou Camp Nou?

A Kubala le contrató otro mito del club, Samitier, que fue gran jugador y luego gran secretario técnico y buen amigo de mi padre, lo que no significa que a mi padre le gustara el fútbol, todo lo contrario: lo detestaba. Encontraba ridículo que 22 personas corrieran detrás de un balón de cuero para meter un gol, pero fue presidente por mucho tiempo de la Gran Peña barcelonista de la plaza de Cataluña. Salvando las insalvables distancias, le pasó lo que le ocurriera al poeta Baudelaire, que detestaba el invento de la fotografía, pero fue el escritor más fotografiado de su tiempo.

Samitier, Kubala, Rexach, Cruyff, Koeman, Iniesta, Messi, y ahora parece que Lamine Yamal. Ya solo con esta letanía gloriosa bastaría para saber qué clase de genialidad ha atravesado los 125 años de historia de este club. Una cifra que, por mi aversión a los “números redondos”, tendría que repelerme, y, de hecho, ese 125 me repele, lo que no impide que trate aquí de resumir esos años. Si algo me anima especialmente a esa síntesis imposible es la camiseta del Barça con el número 99 con la que en tierra sagrada –en el Palau Blaugrana– me obsequiara recientemente Edu Castro, el que fuera hasta hace poco brillante entrenador del Barça de hockey, hombre alérgico también a cualquier número redondo que se le ponga por delante.

De Johan Cruyff quizás baste con decir que fue más que un genio: estaba tan seguro de sí mismo que tomaba normalmente decisiones insensatas que le llevaban al éxito. Cambió el club elevando su moral. Le recuerdo llegando de Ámsterdam –quizás el día más decisivo de la historia del club– y preguntarse por qué tenía que vivir el socio del Barça tan cargado de complejos con respecto al Real Madrid. Era exactamente la misma pregunta que, años antes, ya había hecho Helenio Herrera al inicio de Yo, el libro de memorias que le escribiera Martin Girard, es decir, Gonzalo Suarez (Planeta, 1962)

Lo más probable es que las tres desacomplejadas temporadas triunfales con Messi y Guardiola como entrenador –discípulo directo de Cruyff– sean insuperables y, en cualquier caso, sean la cumbre de esos 125 años que los que somos enemigos de los números redondos, pero partidarios del 99 y de la felicidad, también queremos celebrar. Aunque hayamos roto el carnet tras la insufrible y desnortada temporada pasada. Ya no soy socio, pero, si marca el Barça en Liverpool, noto que sigo siéndolo.

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Lo inmóvil en la rueda del mundo. [Café Perec]

Sònia Hernández y sus cuentos de la Inmovilidad que son prodigiosos y radicales (sin concesiones) procesos mentales

Dicen que incluso un péndulo parado lleva la razón dos veces al día. Pero a mí me gustaría saber de dónde viene mi atracción por los relojes parados, por los péndulos detenidos. Es más, me pregunto de dónde vendrá mi atracción por esos momentos de inmovilidad que presagian que va a “suceder algo”. Puede que solo lo haya imaginado: en Los pájaros, de Alfred Hitchcock, un estremecedor instante de silencio precede a la explosión de la gasolinera.

  Quietud, estatismo, calma, reposo, inmovilidad, inacción, pueden a veces alarmarnos, porque sabemos que de un momento al otro va a “suceder algo”. ¿Y es bueno que pase algo? Una pregunta lleva a otra. ¿Y es bueno si lo que pasa es, por ejemplo, que nacemos? De esto sabía mucho Laurence Sterne. En La vida y las opiniones del caballero

Tristram Shandy hay un buen número de momentos inmóviles o, mejor dicho, de acciones infinitesimales, que demoran tanto la acción que Tristram no nace hasta el tomo tercero de la novela. Para entonces, ya hemos presenciado cómo, a lo largo de muchas páginas, el doctor Slope, con sus acciones también infinitesimales, se ha ido esforzando por deshacer los apretados y excesivos nudos de la bolsa en la que transporta los instrumentos quirúrgicos destinados a traer al mundo a Tristram.

¿Fue el hiperactivo doctor Slope un especialista en retrasar nacimientos en el condado de Yorkshire? O tal vez fue especialista en crear cápsulas mínimas de parálisis ante la vida, las mismas en las que parecen vivir las figuras femeninas de Ejercicios de inmovilidad, de Sònia Hernández (Acantilado, 2024). Entre los prodigiosos y radicales procesos mentales narrados en este libro, hay uno, el del cuento La fiesta, donde una mujer sabe que, en su terraza, durante el tiempo que ella y una arrogante gaviota permanezcan inmóviles, nada pasará. Puede que ya haya empezado, cerca de su casa, la fiesta anunciada, pero mientras la gaviota que ha visitado la terraza y ella permanezcan en posición tan inmóvil, no habrá fiesta aunque la haya, porque “si ella consigue pensar en otra cosa, la fiesta no existe”

Ahora, sentado en Barcelona en la terraza del que fuera bar Doria y hoy es bar Jamaica, en lo alto de la Rambla de Cataluña, no veo nada fortuito que esté pensando en ese cuento La fiesta, justo en la misma terraza en la que, hará muchos años, vi con sorpresa que dos poetas de mi generación, los dos enfundados en largos y envidiables abrigos de rojo escarlata, con aires de pensadores salvajes, o de detectives pensativos, se disponían a romper su impresionante inmovilidad para bajar conversando hasta el puerto, imaginé que hablando de la vida y la conciencia, del espacio y del tiempo. 

Que gran momento de inmovilidad aquel tan inmediato a la ruptura de la calma y comienzo del descenso, cuando todo aún era posible, hasta la Revolución, que, como el péndulo, lleva la razón dos veces al día.

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VILA-MATAS, PROHIBIDO.

por MARIUS SERRA

LA VANGUARDIA 18.11.24

El gran Enrique Vila-Matas (bifronte de Satam Alive ) podría tener problemas legales si viajara a Rusia. Uno de los auto­res barceloneses traducidos a más lenguas tiene un libro que infringe una ley que la Duma aprobó el pasado martes. Afortunadamente, el título en cuestión no está (aún) traducido al ruso. Son cuatro las obras de Vila-Matas publicadas en ruso: Bartleby y compañía (2000) y Extraña forma de vida (1997) en la editorial Inostranka, y Dublinesca (2010) y Mac y su contratiempo (2017) en Eskmo, esta última novela traducida por Aleksandr Sergeevich Bogdanovski el año pasado, ya con la guerra de Ucrania en marcha. En cambio, su celebrado libro de cuentos Hijos sin hijos (1993) solo está traducido al francés ( Enfants sans enfants , en Christian Bourgois) y al portugués ( Filhos sem fi­lhos , en Assírio & Alvim).

Algunos de mis mejores amigos militan, desde hace años y ahora ya de una manera casi irremediable, en la confraternidad de los seres humanos que deciden conscientemente no reproducirse, vivan o no en pareja, y que lo reivindican como una forma de vida nada extraña. Justamente es este aspecto gozoso de los personajes vila-matianos que pululan por su libro menos reproductivo lo que ahora podría traerle problemas con la justicia rusa, ya que la Duma ha aprobado una ley que prohíbe la apología de la vida sin hijos

Es una reacción a la flagrante caída de la natalidad (un 3,4%) en el país de Putin, donde hoy viven 4 millones menos de rusos que en 1991, con una tasa de fecundidad de las mujeres en edad reproductiva que no alcanza el 1,4. Esta profunda crisis demográfica se suma a la situación de guerra y al marco ideológico poscomunista para prohibir, no solo cualquier expresión del movimiento LGTBIQ+, sino también la promoción de la vida de soltero o de las parejas hetero sin hijos.

Todas las personas que defiendan a los hijos sin hijos, como los personajes de Vila-Matas, serán multadas con sanciones de 400.000 rublos (4.000 euros), el doble si son funcionarios del Estado y hasta cinco millones (47.000 ­euros) si son instituciones o empresas. Se acabó ir a adoptar niños rusos. ¡Que no volvamos a enviar niños a Rusia como en 1937!

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viaje a los límites de la ciencia

Café Perec 12 NOV 2024 Vila-Matas

Como ignoro si al autor de Cuatro cuentos cuánticos, al escritor chileno pero argentino, y argentino pero chileno, Javier Argüello, puedo calificarlo de “escritor cuántico”, le envío un Whatsapp al puerto de Valparaíso y se lo pregunto. Responde: “Se llama superposición de estados, y nunca mejor dicho”

Ah, claro. Lo sabía y no lo sabía: la superposición cuántica es un principio fundamental de cierta mecánica cuántica. Me digo esto y poco después abordo el cuaderno Los límites de la Ciencia (Debate) que acaba de publicar el escritor cuántico Argüello y donde, más allá del ensayo en cuestión, lo más fascinante del mismo se encuentra en el viaje interior, pero exterior, que se nos narra: el desplazamiento al Centro Europeo para la Investigación Nuclear, al mayor laboratorio de física de partículas de todo el mundo.

El laboratorio impresiona. Es un anillo de veintisiete kilómetros de longitud que se extiende bajo tierra a ambos lados de la frontera entre Francia y Suiza. En ese lugar vivió Argüello una experiencia literaria pero científica, y científica pero literaria. Narrador con duende (seguramente más escritor que cuántico) y a la vez expertísimo navegante, insistente explorador de los abismos del Polo Norte, o de lo que queda de éstos, le preguntaron una vez por el límite entre la realidad y la ficción y, como sabio navegante que siempre ha sido, no dudó en la respuesta: “Muy sencillo: si tiene sentido es ficción, porque la realidad no lo tiene”

            En Los límites de la Ciencia, el sentido del cuaderno llega a su punto más alto cuando el viajero, tras sus encuentros con los científicos del lugar, comprende que los tan celebrados hallazgos del Centro –el “bosón de Higgs” ha sido el más paradigmático– conducen a la alegría por lo hallado, pero revelan una alegría parcial y la necesidad de seguir, ya que el mundo, visto como un gran artefacto material, acaba chocando contra un límite, lo que probablemente obliga a otras formas de mirarlo.

            Lo que conmueve del trabajo en el gran acelerador de partículas, dice Argüello, no es el mecanismo. El mecanismo es una verdadera maravilla. Pero lo que verdaderamente conmueve es ver a un grupo de personas venidas de todas partes del mundo, de diferentes países y diferentes culturas, investigando codo a codo con un entusiasmo y con una voluntad colaborativa pocas veces vistas, en una tarea absolutamente incierta y que no saben hacia dónde les conducirá. Y concluye: es esa búsqueda la que emociona, no lo que puedan encontrar.

            De acuerdo. Me fascinan los físicos optimistas, pero también la otra cara de éstos, la que percibo en los escritores que me interesan, que son los que buscan ir más allá de lo que se ha escrito sabiendo que nunca llegarán a nada, del mismo modo que el misterio y la penumbra que a todos nos envuelve nunca se esclarecerá. A éstos los espío en su evolución inmóvil: parecen estar acostumbrándose a repetir lo que un día en la bahía de Nápoles oí que gritaba un loco: ¡Nos basta con el crepúsculo!

Geneva, Switzerland – December 02, 2019: CERN – European Organization for Nuclear Research – Globe of Science and Innovation – Geneva, Switzerland

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Zona de resonancia. Cristian Crusat. Editorial KRK. Lecturas de Vila-Matas, Cohen y Bolaño.

Lecturas de Vila-Matas, Cohen y Bolaño

Editorial KRK

Zona de resonancia configura un tríptico crítico en torno a tres provincias únicas en la literatura en español entre los siglos XX y XXI: las obras de Enrique Vila-Matas, Marcelo Cohen y Roberto Bolaño. Concebida como un viaje mental, como un diálogo en busca de intimidad con la literatura, la actividad crítica que galvaniza estos textos no se define tanto por una forma de ser del autor cuanto por la forma en que este se integra en un flujo de relaciones y sentidos. En efecto, he aquí tres lecturas palimpsestuosas, según dijo Gérard Genette que había dicho Philippe Lejeune. La literatura como infinita zona de resonancias.
Análogamente a la cara de una moneda raspada por el lápiz sobre una hoja de papel, estos ejercicios críticos perfilan unas obras capaces de suscitar insospechados vaivenes estéticos. A partir del concepto de transtextualidad, estas lecturas no excluyen que la crítica también pueda ser, como afirmó Oscar Wilde, la única forma civilizada de la autobiografía. Los textos siempre hablan de otros textos. La literatura es un descontrolado artilugio para traslapar significados. A veces, el lector se convierte en un momento de la obra, mientras se lanza a la busca de sentido.

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Georges Didi-Huberman (entrevistado hoy 2 Nov por Fernando Castro Flórez): «Necesitamos la alegría y hasta las bulerías, huir de las «pasiones tristes»

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SOSPECHOSOS NO HABITUALES [Café Perec]

En fin, que volví a verme en París con Gennaro Serio (Nápoles, 1980), que en su novela Notturno di Gibilterra me convirtió en un asesino. En los encuentros con Gennaro nunca vislumbro el momento para preguntarle –lo doy por sabido– por qué me eligió como asesino y por qué me situó en Barcelona, en el Gran Hotel Rodoreda de la calle Pau Claris, enfrascado en una discusión con un entrevistador al que acabo aplastando la cabeza.

Sé que no llegará el momento de preguntarle, porque con Gennaro, además, converso con interminable diversión sin fisuras, y ya no digamos con asombro y admiración por su escritura. Conversamos con alegría, como si quisiéramos mostrarle a tanto personaje bronco de hoy ese camino más “civilizado” y actualmente casi utópico que es el diálogo, la charla inquieta que buscaría lo que se llamó “el bienestar común”.

Pero sobran señales de que lo civilizado, en el sentido estricto de la palabra, está descalabrado, como un sueño occidental roto. Sobran señales, aunque todas parezcan mínimas, como la que percibí la semana pasada en la iglesia de Saint-Germain al espiar los movimientos de un zumbado grupo de turistas asiáticos que se detenía en todas partes de la abadía para escuchar del guía minuciosas explicaciones sobre cualquier nimio detalle del lugar, pero que, al desfilar por delante de la tumba de René Descartes, pasaron de largo.

 Horas después, en el café Jussieu y tras despedirme de Gennaro, que fue el primero a quien conté el “momento Descartes”, iniciaba un largo paseo junto al Sena, compraba un periódico, me sentaba en el CafédelaMairie, leía noticias verídicas y encontraba el artículo, Suspects inhabituels, en el que Tiphaine Samoyault hablaba de la novela en la que Pauline Toulet había convertido al antropólogo Claude Lévi-Strauss en un recalcitrante asesino.   

No voy a negar que me complació tan inesperada compañía en la lista de los sospechosos no habituales. Fui a la librería Tschann y compré la novela, Anatole Bernolu a disparu. Al héroe, Anatole, le obsesionaba tanto desaparecer que terminaba desapareciendo. O le obligaban a desaparecer, por haber abierto una investigación sobre la incómoda historia de la escalada profesional de Levi-Strauss, al que Anatole veía implicado en las extrañas muertes de sus rivales más directos: el súbito desplome mortal de Franz Boas en aquel banquete de Columbia en 1942 (cayó encima mismo de donde estaba sentado Levi-Strauss), el final del gran Alfred Kroeber en 1960, y el largo silencio en vida al que se vio abocado en 1969 Émile Benveniste.

La novela de Toulet, con su registro tan perecquiano (Anatole no pisa una sola calle de Paris que lleve en el nombre la letra e), parece una alegoría de cómo tantas reputaciones en ciertos mundillos se construyen por la vía del asesinato de algunos antepasados ​​y la eliminación de ciertos contemporáneos. ¿O acaso, salvo excepciones, hay alguien en todo ese ámbito que no defienda su territorio, busque su reconocimiento, defina a sus aliados, proyecte liquidar a sus adversarios?

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SIRI HUSTVEDT: Cuando nos conocimos, Paul estaba trabajando en la segunda parte de ‘La invención de la soledad’.

Quiero daros las gracias.

Y deciros que Paul habría estado muy contento al veros a todos aquí . Paul solía decir que en las páginas de un libro se tocan dos estados conscientes. Incidía en la intimidad creada entre el lector y el escritor y el hecho de que cada lector es un coinventor del texto. Los libros son, vistos así, una tecnología de fantasmas: los muertos hablándoles a los vivos. Es raro cuando te paras a pensarlo, que todas esas Puede que el escritor o la escritora hayan muerto pero sus palabras les reviven en el lector. Tras la muerte de Paul, un buen número de personas me dijeron –con la mejor de las intenciones– que el seguía vivo en su obra. Y es verdad y me consuela, pero no cambia el duelo ni un ápice para aquellos que amamos a Paul, porque sus libros no son un sustituto de la persona viva.

 Hace muchos años, le dije a Paul que no quería ser una viuda literaria. Para mí, ese término evocaba la figura levemente ridícula de una mujer entregada en vaga servidumbre al legado del gran hombre. Por entonces la muerte de Paul era una abstracción, un viaje imaginario a un posible futuro. A principios de abril, cuando Paul y yo ya sabíamos que se estaba muriendo, también sabíamos que yo sería la albacea de su legado literario también sabíamos que defendería su obra. Como viuda de Paul, su albacea y compañera escritora; antes y por mucho tiempo su editora doméstica, como él era el mío; y su ‘Lebensmensch’, una palabra alemana que significa ‘persona de vida’, una palabra que no es común ni siquiera en alemán, como he descubierto. y que llegó a mí vía una carta de condolencia que me mandó una doctora, Julia, a la que conocí en Tubingen. Es una palabra hermosa y dado que ‘persona de vida’ no tiene un significado per se en inglés, la he adoptado. Yo era su ‘Lebensmensch’ y Paul era el mío.

 Casi todos sus libros en prosa se escribieron durante los 43 años que vivimos juntos. Cuando nos conocimos, Paul estaba trabajando en la segunda parte de ‘La invención de la soledad’. Y después de que nos fuésemos a vivir juntos en Brooklyn, se embarcó en su ‘Trilogía de Nueva York’. 18 editores rechazaron ‘Ciudad de cristal’ [el primer volumen de la trilogía], publicado al final por un pequeño sello en California en 1985. Como todos los presentes saben, la trilogía hizo famoso a Paul, no famoso nivel Taylor Swift, pero bastante famoso para un escritor. Tanto que, en vida, le pusieron su nombre a una calle en algún lugar en las afueras de París, y a un sandwich en un restaurante en Los Ángeles. Lo bastante famoso para embelesar a sus adorables pero pavorosamente insistentes fans en Buenos Aires o París. Para tener una Piedra de Paul Auster en le camino de los famosos del Botánico de Brooklyn. Y lo bastante famoso para quejárseme, y esto únicamente el pasado año: “Al menos tus fans han leído de verdad tus libros”.

La idolatría es una cosa, la escritura es otra. Aunque en el mundo angloparlante, Paul Auster se convirtió en sinónimo de posmodernismo –un cajón de sastre que nunca me gustó–, sus obras se tradujeron a más de 40 idiomas y son celebradas en todo el mundo porque sus historias se sienten muy dentro y penetran el misterio de lo que llamamos vivir. Aunque el lector resida en los Estados Unidos, en Alemania, en México, en España, en Turquía, en Egipto o en Japón, la necesidad de encajonar a la gente en categorías y tratarles como cosas estáticas parece que nunca desaparece del todo. El género, la raza, la clase social son cajones familiares y a menudo crueles en nuestra sociedad. Pero el encasillamiento también sucede en las artes. Y por las mismas razones, la ambigüedad, los matices y la complejidad se perciben como amenazas para el orden y las convenciones.

El trabajo de Paul inspiraba adoración, pero también furia, sobre todo en nuestro país. Todavía me asombra hasta qué punto puede enfadarse alguien por una novela. Un crítico estadounidense escribió una vez: “Paul Auster no cree en los valores literarios tradicionales”. Si nos fijamos en la historia moderna de la Literaturas, desde los mitos y cuentos de hadas hasta el Dadá y el Fan Fiction, una se pregunta qué narices pueden ser esos “valores tradicionales”. Le dije a Paul que los ataques pueden verse como halagos, que es mejor eso que ignorarlos y que a menudo son una señal de la pequeñez, envidia, falta de curiosidad y lo intimidado que se siente el crítico. Le dije: “No te gustaría que todo el mundo amase tus libros, ¿verdad, Paul?”. Y él me dijo: “Sí, me gustaría”.

La obra de Paul, dependiendo de cómo la enumeres, abarca más de 30 libros que no pueden ser etiquetados como posmodernismo o con ninguna otra etiqueta. Un escritor con quién tuve un diálogo intenso y constante durante 43 años, un toma y daca que nos influyó y nos cambió a ambos, y cuyos libros leía tan atentamente como hacía él con los míos. Era profundamente ético, astuto en lo político, de una enorme amabilidad y una genuina buena persona y, como pasa con la mayor parte de los grandes escritores, gran parte de sus trabajo se generaba en lugares subconscientes. Cuando estaba escribiendo su última novela, ‘Baumgartner’, me leía el libro en voz alta capítulo a capítulo y antes y después de cada una de esas lecturas, repetía una y otra vez: “no tengo ni idea de qué estoy haciendo. Ninguna”. A veces los libros saben más que el propio escritor. Le dije que no importaba, que debería seguir. Es una hermosa novela y aunque se lee fácilmente, de forma inevitable, su estructura es, de hecho, enormemente complicada. Ya estaba enfermo cuando la terminó.

Y el final del libro es ambiguo: ¿está nuestro héroe vivo o muerto? Además de las insinuaciones sobre su propia mortalidad, Paul escribió mi duelo por adelantado. Creo que sabía sin saberlo, que yo me convertiría en Baumgartner. Paul estaba satisfecho con su obra vital tras ‘4 3 2 1’ y ‘La llama inmortal de Stephen Crane’, esos grandes y extraordinarios logros de sus últimos años. Seguidos con su ensayo sobre la violencia armada, una colaboración con nuestro yerno, Spencer Ostrander [también presente en el homenaje], y ‘Baumgartner’. A Paul nunca le costó escribir otro libro durante la mayor parte de nuestro tiempo juntos. Mientras escribía un libro, siempre tenía otro más, a veces otros dos más. Siempre estaba imaginando activamente el futuro. Y eso se acabó. Al final, terminó por venirle una idea y me dijo que se había dado cuenta de que ya había escrito ese libro.

Paul no quería morir, pero creo que esa sensación de plenitud le ayudó a morir. Bueno, rechazó los cuidados paliativos para su cáncer. Escogió la biblioteca de nuestra casa como la habitación en la que quería morir. Sophie, Spencer, nuestro nieto de por entonces cuatro meses, Miles, mis tres hermanas, nuestra asistenta durante muchos años, Andria, la enfermera del hospital y yo estuvimos junto a él. Durante las semanas y los días previos a su muerte, recibió a los amigos que vinieron a despedirse. Lo eligió, les contó historias. Se aseguró de que cada persona entendiese lo mucho que su amistad había significado para él. Su calma, su claridad, su valor ante la muerte me pasmó entonces y lo sigue haciendo. Y no, esto no es sentimentalismo. No soy una persona sentimental.

Creo que el sentimentalismo, tal y como se usa hoy día esa palabra, le resta valor a la vida y a la muerte. Camufla en debilidades falsas las verdades que más miedo nos dan. Mucho antes de saber que iba a morir, a Paul le gustaba citar una frase de los cuadernos de notas de Joseph Joubert (había traducido a Joubert al inglés por muy poco dinero). Cita: uno debería morir querido por la gente (si se puede). Fin de la cita. Paul pudo morir querido por la gente, y lo hizo. Fue su último regalo a los que le sobrevivimos. En sus últimos meses de vida, empezó a escribir lo que esperaba que pudiese ser un pequeño librito para la personita que está ahí en la esquina: cartas a Miles. Estoy metiendo las 35 páginas que pudo terminar en unas memorias que estoy escribiendo, Ghost Stories. Es algo que le habría alegrado.

Soy incapaz de contar cuantos periodistas me han preguntado a lo largo de los años, “¿cómo es estar casada con Paul Auster?”. No era una pregunta seria. Su funciona habitual solía ser aegurar que la mujer escritora supiese cuál era su lugar. Y los que la hacían también esperaban detectar señales de envidia, de competición, o de un inminente divorcio por mi parte. Paul y yo les defraudamos, pero tengo que responder a esa pregunta. Es algo que me vino en la última hora de vida de Paul. Él ya no podía hablar, pero aún podía oírme. Y lo que me parecía más importante justo antes de que él muriese fue la diversión. “Oh, dios mío”, le dije, “lo hemos pasado bien, ¿verdad?”. Nos divertíamos tanto juntos.

¿Que cómo era estar casada con Paul Auster?

Era divertido.

Gracias.

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MONTEVIDEO, en Il Manifesto (Francesca Borrelli)

Francesca Borrelli

Un atto di resistenza alla invasione del panorama narrativo odierno da parte della realtà (quotidiana, politica, sociale) quando non del proprio romanzo familiare: è una interpretazione possibile della scrittura romanzesca di Enrique-Vila Matas. Oppure: un cedimento del proprio Io di fonte alla libidica tentazione di reminiscenze letterarie, che premono per intromettersi fra la penna e la carta. O anche: un atto di pudore che vela la trasparenza del proprio mondo psichico alterandone il riflesso, non appena tocca la pagina. O ancora: la vendetta della propria vena saggistica, schiacciata, ma non del tutto, dalla vittoria del serpente narratore, nel giardino dell’Eden – il romanzo – dove tutto è possibile. O forse: il gioco narrativo di una creatività infantile, che in precario equilibrio salta da una casella all’altra della propria biblioteca ideale, raccogliendo e poi depositando e dunque reincrociando tra loro le pietre miliari della propria ragnatela esistenziale. L’ultimo libro di Vila-Matas, nell’ipotesi della sua voce narrante, è una «biografia» del proprio «stile», una sommatoria di appunti per una «prosa intempestiva», un romanzo fatto di associazioni di idee alla fin fine consequenziali, fra la caduta di un fulmine e un altro sulla testa del protagonista, durante un temporale a Parigi: al lettore decidere se questi strali dal cielo siano casuali o causali, ovvero mandati per bruciare sul nascere pensieri inconcludenti.

In Montevideo (traduzione di Elena Liverani, Feltrinelli, in uscita martedì, pp. 224, € 20,00) ogni riferimento a persone e fatti realmente accaduti è del tutto intenzionale, e funziona da anti-bussola per disorientarsi in letture note e in altre mai fatte, guidati per contrasto da una prosa limpidamente seducente, nonché manifestamente sprezzante di ogni formalità post-sperimentalista.

Tutto, o quasi, verte sulla rivisitazione di amatissimi cliché, a partire dall’incipit che restituisce carne e sangue alla silhouette del giovane transfugo a Parigi, desideroso di trasformarsi in uno scrittore della generazione perduta, ideatore di poesie che ruotano intorno al tema della solitudine e delle turbolenze dell’anima. Poesie purtroppo mai scritte per mancanza di energie da sottrarre al più proficuo spaccio di droghe. La voce narrante si presenta dunque come uno scrittore che ha smesso di scrivere, non avendo peraltro mai cominciato, e questa sua poetica dell’abbandono dell’opera, prima che l’opera ci sia mai stata, lo rende un esperto di sbandamenti nel circolo delle cinque tendenze narrative (che forse sono persino sei) diversissime tra loro, tutte confluenti nel personale approdo a un risultato uguale a zero.

Lasciato alle spalle il racconto di questo frammento parigino, intervallato da passaggi repentini di palo in frasca, e autoinflitta la diagnosi di «collasso Valéry», ovvero la famosa sindrome di soccombenza della propria attitudine narrativa di fronte alle pressioni dell’intelligenza analitica, il narratore si avvia senz’altro sulla strada della «disperazione controllata». E qui converrà staccarsi dalla sua ombra e saltare a quella dell’autore, per indugiare negli equilibri punteggiati di quell’illecito godimento che si prospetta al lettore sotto forma di…trama!

Invitato per una conferenza a Montevideo, il narratore accetta con entusiasmo quella destinazione a lungo sognata, perché proprio nella città uruguayana Cortázar aveva ambientato un racconto intitolato La porta condannata, che Béatriz Sarlo ha indicato come «il luogo esatto in cui il fantastico irrompe nella narrazione» dello scrittore argentino. Come non andare a verificare di persona? Tanto più che non si sa se il caso o un processo stocastico o il disegno di Dio fece sì che anche Bioy Casares avesse scritto, più o meno negli stessi giorni, un racconto molto simile, Il mago immortale. È giù ad analizzare le coincidenze…. Fatto sta che, sebbene non proprio in quattro e quattr’otto, alla fin fine il narratore arriva alla stanza 205 dell’Hotel Cervantes, che nel frattempo ha cambiato nome in Esplendor, e alla ricerca della porta cieca la trova effettivamente nascosta dietro un armadio, per giunta socchiusa. È buio e ha sonno, dunque rimanda l’esplorazione della stanza che si apre dietro quella soglia alla mattina dopo; ma quando con rinnovato vigore torna alla sua intenzione originaria, si accorge non solo che la camera contigua è scomparsa ma che la porta dietro all’armadio è stata chiusa dall’altro lato. La condanna inferta da Cortázar alla porta si ritrova duplicata, nonché ornata da due dettagli – un ragno e una valigia rossa – che, come in tutti i romanzi che si rispettano, torneranno a infittire l’enigma.

Alla prima occasione, il povero narratore racconta all’amica Madelaine Moore – una performer che a suo tempo gli aveva già segnalato la retta via, invitandolo a prendere le distanze da quanto ci succede piuttosto che morire per idee, stili e teorie – l’affaire della stanza scomparsa e della relativa porta. E viene così a scoprire che ancora una volta Madeleine ha in serbo per lui una lezione di vita, per il momento nascosta dietro una solitaria stanza unica (contrassegnata con il numero 19, in riferimento a un film di Terence Fisher, So Long at the Fair, che guarda caso rimanda a quanto Sebald aveva indicato come la scintilla visibile dietro il tessuto logoro, eccetera eccetera eccetera), una stanza allestita al centro della retrospettiva dedicata a se stessa, che l’artista sta per l’appunto montando al Beaubourg.

Dopo le consuete associazioni, reminiscenze, digressioni incrociate, e non prima di avere scomodato alcuni astri del creato letterario, il narratore in questione penetra nella stanza confezionata per lui, la scopre del tutto buia, e ipotizza che questa sia la punizione escogitata dall’artista a causa del suo esplicitato disprezzo per i «mondi interiori». Naturalmente si sbaglia. Dunque, attraversata la foresta di altre numerose citazioni, evocazioni, rimandi letterari, il lettore perverrà al vero colpo di genio del romanzo, che Vila-Matas mette in bocca all’artista per spiegare allo stolto narratore come la camera buia allestita per lui sia la versione maschile della stanza tutta per sé di Virginia Woolf, pensata da Madeleine come l’inferno degli uomini condannati a ascoltare la registrazione delle «loro pagine immortali», e dunque le relative sciocchezze accumulate, allo scopo di favorire la svolta verso una nuova fase, che nel narratore potrebbe coincidere con lo sblocco della sua scrittura.

Fedele alla massima per cui «il visibile non è che è un residuo dell’invisibile«, da una fessura nella famosa porta Vila-Matas aveva intanto insinuato nel romanzo il suo evidente alter-ego, ovvero lo scrittore Cuadrelli, da tempo impegnato in un libro il cui intento è stroncare una volta per tutte il famoso «I would prefer not to» pronunciato dallo scrivano Bartleby: frase infinitamente ripresa, non ultimo dal narratore stesso nella stesura di un libro – Virtuosi della sospensione – in cui, oltre vent’anni prima aveva analizzato i casi di scrittori affetti dalla nota «sindrome di Rimbaud», ovvero quella attrazione per il nulla, che rischia di coinvolgere lui stesso nel non scrivere più niente.

A Cuadrelli, l’autore di Montevideo – che nel frattempo si sarà chiarito essere «uno stato d’animo» più che una città – mette in bocca qualcosa che suona come uno sfogo contro le molte interviste subìte, ovvero una filippica sul fatto che non c’è altro da dire su un libro se non quanto detto nel libro stesso. Affermazione del tutto compatibile con il primo posto assegnato nella graduatoria della stupidità allo scrittore secondo il quale la parte più interessante della sua storia non si può spiegare perché raccontandola la si rovinerebbe.

Nel caso non fosse chiaro, Cuadrelli è la coscienza critica del romanzo così come Morelli (il narratore confonde i nomi) lo è di Rayuela, il capolavoro di Cortázar… Ma ora basta, perché un bel gioco dura poco.

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El héroe de nuestro tiempo.

El caso es que me atraen las chimeneas. Esta mañana he visto en foto la que Robert Louis Stevenson hizo construir para darle color escocés a su casa de la isla de Samoa. No me lo esperaba. Cada día me divierto más descubriendo cosas que no esperaba. ¡Cómo son los escritores! En la Polinesia, en pleno Pacifico Sur, Stevenson necesitaba que una chimenea le recordara el hostil clima de Edimburgo.

Una vez fui a Bournemouth, al sur de Inglaterra. Y vi las dos chimeneas de la casa de Skerryvore en la que Stevenson, en estado febril, escribiera El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde. Enterarme de que, sesenta años después de publicarse el libro, la aviación nazi arrasó por completo Skerryvore, lo interpreté como una forma muy bestia por parte de míster Hyde de regresar a la casa de las dos chimeneas. Muy bestia y nada sutil, aunque estimula saber que Hyde Hitler borró la casa, pero no el libro escrito en ella. Me recuerda esto a una amiga a la que no importaba que lo que escribía pudiera ser demolido, pues lo que permanecería –decía– sería la sensación de que un día, en algún lugar, se construyó algo.

De niño, cuando comencé a saber qué significaba construir algo por el solo placer de construirlo, dibujaba casas, todas con chimeneas humeantes, que era mi modo de expresar que el ambiente familiar era el adecuado y que estaba a gusto en casa. La puerta principal y las ventanas indicaban el interés por relacionarme con los demás. Y, aunque no podía saberlo, el camino que desde la puerta iba a las afueras del dibujo, llevaba a la escritura. Y ésta a la libertad.

Con los días, a veces todavía, la imagen de la libertad la identifico con la chimenea pintada de blanco del barco al que en 1939 subió Nabokov con su familia en dirección a Nueva York. En el relato que éste escribió sobre su huida de la atormentada Europa, contaba que en Saint-Nazaire, a medida que se acercaban al puerto, iban distinguiendo, “entre los confusos ángulos de techos y paredes, una blanca y espléndida chimenea de barco que asomaba por detrás del alambre de ropa tendida, a la manera de ese elemento único que, una vez localizado dentro de la compleja ilustración, ya no podrás dejar de verlo”

Cuando, años después, The New Yorker le iba a publicar el relato de su huida de Europa (relato que después cerraría sus memorias), la revista, que era famosa por su manía de modificar las narraciones de sus colaboradores, quiso cambiarle el color de la chimenea. Nabokov se negó alegando que no pensaba renunciar a ser absolutamente fiel a la visión que tenía de su pasado personal. Esa negativa del escritor siempre libre que fue Nabokov es la misma del heroico granjero que en el relato Yo y mi chimenea, de Hermann Melville, se opone a que remodelen su casa y derriben la inmensa chimenea, alegando que destruirían –es la misma encrucijada en la que se encuentra actualmente la literatura– lo más esencial de su finca. Le preguntaban que entendía por lo más esencial. “Sin ese gran fuego la casa perdería su espíritu”, decía el granjero, el héroe de nuestro tiempo.

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Vila-Matas, par Ariane Singer LE MONDE. 14 agosto 2024

Enrique Vila-Matas : « Avec l’amour, l’écriture est ce qui donne sens à ma vie »

« Un écrivain parle travail » (5/5). Les livres pleins d’humour de l’Espagnol se nourrissent de références à ses auteurs fétiches, dans une forme de dialogue avec la littérature, qu’il considère comme une œuvre collective. En passionné, il se confie avec joie.

Par Ariane Singer

L’écrivain espagnol Enrique Vila-Matas, à Barcelone, en 2022.
L’écrivain espagnol Enrique Vila-Matas, à Barcelone, en 2022. EUROPA PRESS NEWS / EUROPA PRESS VIA GETTY IMAGES

Retrouvez tous les épisodes de la série « Des écrivains parlent travail » ici.

Ouvrir un livre d’Enrique Vila-Matas, c’est s’embarquer dans un voyage vertigineux au cœur des mystères de la création littéraire et en sortir sans autre certitude qu’une sensation de joie pure. Essayiste, romancier et nouvelliste, mêlant à loisir les genres sans distinction, l’écrivain, né à Barcelone en 1948, construit une œuvre débordante d’humour, nourrie d’échos avec celles de Laurence Sterne, Robert Musil, Franz Kafka ou Jorge Luis Borges.

Depuis ses débuts, ses livres dialoguent, surtout, avec leurs lecteurs, les plongeant dans une forme de jeu où s’imbriquent le vrai et le faux, à l’instar d’Abrégé dhistoire de la littérature portative (1985 ; éd. Christian Bourgois, 1990), son premier vrai succès. Ses écrits disent aussi la phobie du silence et du néant (Bartleby et compagnie, Le Mal de Montano, Docteur Pasavento, éd. Christian Bourgois, 2002, 2003 et 2006), et interrogent la frontière fragile entre vie et littérature, comme dans Montevideo, son dernier livre en date (Actes Sud, 2023).

On le rencontre, par visioconférence, installé dans le bureau de son agent à Barcelone, où il vit toujours. Il parle vite, très vite, se lance dans de savoureuses digressions. Entre ses quatre textes en cours et un déjeuner professionnel, il prend toutefois le temps de lever le voile sur sa « salle des machines ».

Vous avez écrit votre premier livre, « Mujer en el espejo contemplando el paisaje » (« Femme au miroir contemplant le paysage », non traduit), en 1971. En quoi annonce-t-il votre œuvre future ?

Je ne me reconnais pas vraiment dans ce texte, contrairement à mon deuxième livre, La Lecture assassine [1977 ; Passage du Nord-Ouest, 2002]. Je l’ai écrit pour ne pas trop perdre mon temps pendant mon service militaire à Melilla [enclave espagnole au nord-est du Maroc], sans penser qu’il allait être édité. J’avais auparavant publié dans la presse espagnole des entretiens totalement inventés avec des célébrités – Marlon Brando, Rudolf Noureev, Patricia Highsmith… C’est par le monde du journalisme que je suis entré dans la fiction.

Vous vouliez au départ être réalisateur de cinéma. Qu’est-ce qui vous a conduit à opter pour l’écriture ?

J’écris depuis toujours. J’ai rédigé mon premier livre à 5 ans : des histoires et des dessins. Ma famille l’a conservé. J’en ai écrit un autre à 14 ans, un roman policier. Si j’ai été ébloui par le cinéma, c’est que j’appartiens à une génération d’Espagnols qui a grandi avec cet art. Le genre qui me plaisait était le « nouveau cinéma » de Philippe Garrel, pas la Nouvelle Vague. Mais les films que je voulais faire étaient impensables dans l’Espagne de l’époque.

Après avoir tourné deux courts-métrages à Cadaqués, je les ai présentés à Barcelone. Mon producteur était mon père. A la fin de la projection, il m’a demandé si le sujet était bien la fin de la famille bourgeoise. C’était le cas, bien sûr. Il a rétorqué que, dans ces conditions, il ne pourrait plus produire mon travail. Ma carrière s’est achevée là.

Vous avez dit de « La Lecture assassine », écrit pendant votre séjour à Paris, entre 1974 et 1976, que c’était un texte « capable de tuer qui le lirait »…

L’idée du livre, c’était en fait d’imiter Miles Davis, qui avait fait scandale au Liceu de Barcelone, sous le franquisme, parce qu’il avait joué de la trompette, lors d’une session de jazz, en tournant le dos au public. C’est ainsi que je concevais mon écriture : toujours écrire le dos tourné à ce que demande le public. C’était par pur désir de provocation.

Ensuite, cela a changé. On se rend compte qu’il faut d’abord écrire ce qui nous plaît et, si l’on a des lecteurs, cela vaut le coup de tenir compte de leurs goûts. Quant à l’idée de « tuer le lecteur », je me suis rendu compte qu’elle avait déjà été traitée par Agatha Christie et par Ignacio de Luzan, un poète espagnol du XVIIIe siècle. Comme quoi, on pense être très original et on ne l’est pas.

Dans « Paris ne finit jamais » (éd. Christian Bourgois, 2004), vous avez raconté ce séjour en France, où vous étiez logé dans une chambre de bonne appartenant à Marguerite Duras. Que vous a-t-elle enseigné ?

A l’époque, je ne faisais pas très attention à ce qu’elle écrivait, même si j’aimais beaucoup son film India Song [1975], que je trouvais très littéraire. C’est plus tard, quand j’ai lu ses ­livres, que je me suis rendu compte à quel point elle était une romancière importante.

Elle m’a appris qu’un écrivain n’est pas obligé de porter une cravate, comme les hommes politiques, qu’il n’a pas besoin d’être un modèle. Un jour, pour un article qu’elle devait écrire, elle m’a demandé de l’emmener au bois de Boulogne afin de vérifier s’il y avait bien des prostituées en habit de communiantes : c’est là qu’a eu lieu notre vraie rencontre. A la fin, elle m’a demandé pourquoi ma voiture n’avait qu’un phare, comme si c’était la raison pour laquelle nous n’avions rien trouvé… Mais je n’ai jamais pensé faire d’elle un personnage de roman. Au lieu de cela, je l’ai incorporée à la partie autobiographique de Paris ne finit jamais. C’est, de fait, le seul livre où je raconte des histoires vraies sans les modifier.

Dans ce livre, vous moquez « les ­écrivains réalistes qui dupliquent la ­réalité en l’appauvrissant ». Rejetez-vous toujours cette façon d’écrire ?

Oui. Cela remonte au premier voyage que j’ai effectué à Madrid avec l’école. Au musée du Prado, j’ai découvert avec surprise qu’il existait des copistes qui reproduisaient les peintures qu’ils avaient sous les yeux. J’ai trouvé cela très étrange. Un an plus tard, au musée Picasso de Barcelone, j’ai vu Les Ménines [1957 ; d’après Velasquez, 1656]. Je me suis alors rendu compte que l’art, ce n’était pas copier, mais recréer : travailler sur l’existant et le modifier. Je suis resté fidèle à cette règle.

Vous multipliez, dans votre œuvre, les références à des auteurs canoniques. Faut-il y voir une marque d’humilité, la volonté de vous inscrire dans leur sillage, ou une façon de vous dissimuler ?

C’est tout cela à la fois. J’ai commencé avec Abrégé d’histoire de la littérature portative, où j’inventais des citations d’auteurs qui n’étaient pas à eux, mais que j’avais prises ailleurs – ce qui a d’ailleurs rendu le travail de traduction en français très difficile.

Avec le temps, ce jeu avec les références littéraires a changé. Il est devenu nécessaire au cours des dernières années, car on oublie même les auteurs les plus remarquables de notre temps, puisqu’ils ne sont pas réédités. Je m’emploie donc à ressusciter la mémoire des grands auteurs que j’ai eu le plaisir de lire et auxquels beaucoup de gens n’ont plus accès. C’est devenu un travail pédagogique.

Mais on peut aussi comprendre cette démarche dans le sens que lui donnait Borges : la littérature est un travail collectif, anonyme. Au bout du compte, il ne restera que ce qui a été écrit au nom de tous. J’ai conscience de faire partie d’un patrimoine et de le transmettre à mon tour à d’autres. Ce rôle de passeur, je me résigne à le jouer.

Comment maintenez-vous ce dialogue avec les auteurs qui vous accompagnent ?

Je relis régulièrement des passages de leurs livres. Je suis conscient de construire une bibliothèque constituée d’extraits. Pour moi, les fragments ne sont pas juste des parties d’un tout, mais des parties très importantes du tout. C’est pour cela qu’ils doivent être assez puissants pour que l’on puisse ouvrir un ­livre à n’importe quelle page sans avoir ­besoin de savoir ce qui s’est passé avant et ce qui se produira ensuite.

En revanche, ces dernières années, j’ai lu toute l’œuvre de Kafka en profondeur. On dit qu’il ne savait pas qu’il serait Kafka. Mais je me suis rendu compte du contraire : il le savait parfaitement. C’est la même chose avec Don Quichotte, qui dit : « Je sais qui je suis. »

Vous parlez de « dialogue ». Précisément, dans un documentaire que j’ai regardé hier sur Roger Federer, on disait que son style « dialoguait avec l’histoire du tennis ». Les citations, ma quête de grands auteurs à moitié oubliés me semblent liées à cette phrase. Mon style, c’est peut-être cela : un dialogue avec la littérature, à une époque où les nouveaux auteurs sont nombreux à sembler ne pas la connaître.

Vous citez souvent l’écrivain suisse de ­langue allemande Robert Walser (1878-1956), notamment dans « Docteur ­Pasavento ». Il fuyait la gloire littéraire et a fini par disparaître totalement de la scène publique. Pourquoi vous sentez-vous si proche de lui ?

Cela m’a beaucoup étonné moi-même, car nous ne sommes pas proches, d’un point de vue géographique. Le cas de Walser me rappelle ce qu’écrivait Elias Canetti [1905-1994] : « Tout écrivain qui s’est fait un nom et a réussi à l’imposer sait très bien que pour cette raison même il cesse d’être écrivain, car il doit gérer sa carrière comme un simple bourgeois. » Il y a les vrais écrivains d’un côté et les imposteurs de l’autre.

Et vous, que pensez-vous être ?

[Rires.] Un vrai écrivain. Mais les imposteurs naissent continuellement…

Vous êtes très prolifique. Est-ce parce que vous avez la phobie de la page ­blanche, comme le personnage du « Mal de Montano » ?

Oui. L’écriture est ce qui me sauve la vie. Sans elle, je m’ennuierais énormément. Elle est essentielle, car elle s’apparente au travail de construction d’une maison : un défi qu’on se lance à soi-même et qui impose d’aller plus loin que ce que l’on a bâti. Avec l’amour, elle est ce qui donne sens à ma vie. J’écris sans arrêt. C’est ma passion. Je me reconnais dans ce que disait Ricardo ­Piglia [écrivain argentin, 1941-2017] : qu’importe ce que l’on écrit, l’important est la personne qui écrit, celui qui a une passion, une obsession. C’est mon cas.

Quelles sont vos habitudes d’écriture ?

Après le petit déjeuner, je choisis à l’aveuglette le premier livre que je trouve dans la bibliothèque de la pièce obscure où j’ai ­rassemblé mes ouvrages préférés. Je l’approche de la lumière, près de la fenêtre qui donne sur la rue, et, en le lisant, je me mets à y chercher ce moment qui finit toujours par arriver, où ma pulsion d’écriture se réveille.

Cette pulsion me mène naturellement à mon bureau. Je travaille avec un ordinateur – depuis 2001 –, une imprimante, des feuilles, des stylos. En dehors de chez moi, dans les avions, par exemple, je relis le PDF du roman que j’ai en cours (je me le suis envoyé à moi-même par courriel) et je note dans un carnet les modifications que j’apporterai quand je serai de nouveau devant l’ordinateur.

Ces derniers temps, et cela m’a beaucoup surpris, moi qui étais adepte du papier, je me mets à me corriger de plus en plus souvent sur mon téléphone portable. Je regarde où sont les allitérations, les répétitions, les ­erreurs, j’élimine des phrases et des transitions. Il y a parfois des passages que j’aime beaucoup, mais que je dois supprimer parce qu’ils rompent le rythme de la lecture. C’est parfois douloureux, mais il faut bien le faire. Jamais je ne m’étais autant corrigé. Je crois que c’est Macedonio Fernandez [écrivain et philosophe argentin, 1874-1952], le maître de Borges, qui disait : « Ecrire, c’est corriger, corriger, corriger. »

Vous êtes un écrivain joueur : citations inventées, mises en abyme, thème du double… D’où vient ce goût et jusqu’où peut-il vous mener ?

Le risque, c’est que l’on ne comprenne pas mon écriture. Mais Michel Leiris [1901-1990] disait qu’il faut écrire comme on torée : avec le risque de se faire encorner. Sans ce risque, l’écriture n’a pas d’intérêt. Quand j’écrivais de fausses interviews de vrais personnages, je jouais de cette façon, en attendant de voir ce qui pouvait arriver. J’ai toujours voulu m’amuser. Cela vient sans doute de l’enfance.

Dans une chronique publiée dans le quotidien « El Pais », vous opposez Flaubert, qui ne se mettait pas au travail tant qu’il n’avait pas en tête la structure complète de son roman, et Kafka, qui se laissait guider par l’inspiration. De quel côté vous situez-vous ?

Je crois beaucoup en l’inspiration. Mais, comme le disait Picasso, et c’est un cliché, elle arrive en travaillant. C’est souvent au bout d’une heure, une heure trente, après un long moment d’écriture, que surgit une pensée que je n’avais jamais eue, ou un mot que je n’avais jamais employé. J’ai alors l’impression que cela provient d’un souffle extérieur, mais il n’y a personne qui souffle : tout vient de l’intérieur, du travail mental.

Dans Montevideo, par exemple, le narrateur est devant une porte à Bogota. C’est en découvrant les fonctionnalités de la caméra de mon téléphone portable que j’ai eu l’idée de trouver, derrière cette porte, une autre porte, invisible, qui n’apparaîtrait dans la réalité que la semaine suivante. Ce dispositif permet au narrateur d’être dans plusieurs lieux à la fois : à Bogota mais aussi en Suisse alémanique et à Paris. Ce téléphone, qui permettra de montrer ce qu’il y aura le lendemain, existera un jour, j’en suis sûr. Nos yeux sont faibles. Le vide est plein de choses ; le problème, c’est qu’on ne les voit pas.

Outre « Cette brume insensée » (Actes Sud, 2020), où vous évoquez les troubles indépendantistes en Catalogne, et « Montevideo », où vous mentionnez l’attentat du Bataclan, à Paris, vous abordez très peu l’actualité. Pourquoi vous maintenez-vous à l’écart de cette réalité ?

Comme citoyen, je suis l’actualité politique de très près. Mais celle-ci est un frein à la narration. Face à la vague de livres qui confondent la politique et ce qui relève de la conjoncture, mon travail rappelle ce que Nietzsche criait avant de tomber dans la ­folie à Turin : pour être vraiment contem­porain, il faut être intempestif, légèrement en décalage. C’est ainsi que j’envisage la distance critique qui me permet de définir une divergence politique face au présent.

« Montevideo » est le premier de vos livres à avoir une dimension fantastique. Allez-vous continuer à explorer ce territoire ?

Effectivement, dans le roman sur lequel je suis en train de travailler, et que j’espère achever avant la fin de l’année, cette exploration continue et, pour le moment, je constate qu’elle a des conséquences que je n’aurais ­jamais soupçonnées. Ce roman traverse les genres et je ne sais pas ce qui va arriver dans les pages qui viennent. Peut-être raconte-t-il l’histoire d’un étranger qui, dans la bibliothèque d’une chambre obscure, constitue un canon littéraire dissident des canons officiels.

Comment savez-vous qu’un livre est terminé ?

Il y a un moment, dans l’écriture, où je vois cette fin, même lointaine, et où je perçois, grâce à elle, le sens du livre dans sa totalité. Mais, même ainsi, je peux mettre des mois à la rédiger. Une fois que j’y parviens, je rends le livre à mon éditeur.

Il m’est arrivé une fois, une seule, quelque chose d’étrange ; c’était avec Montevideo. Après avoir rendu le livre, j’ai remarqué que je continuais à l’écrire. J’ai fini par rassembler dans une annexe de mon blog tous ces textes « posthumes » qui me semblaient indissociables du livre. J’ai vraiment eu l’impression que Montevideo était lié à tout ce qui existait dans le monde. J’ai donc continué à l’écrire.

Vous avez un site Internet, un blog, un compte X et une page Facebook. Pourquoi avez-vous besoin de tous ces supports ?

J’ai uniquement besoin du site Web ; il est énorme parce qu’il s’agit du fonds archi­complet de mon œuvre. Il comporte aussi de nombreux articles sur chacun de mes livres, et compte une section « La vie des autres », où j’ai rassemblé les contributions libres de nombreux écrivains contemporains. Il y en a pour cent mille heures de lecture. Quant à X et à mon blog, je n’y consacre que cinq minutes par jour : autant que ce que je passais avant à allumer et à fumer une cigarette.

Quel regard portez-vous sur le chemin parcouru jusqu’ici ?

Dans cette aventure qu’est l’écriture, il y a des moments d’épiphanie extraordinairement marquants. J’ai ainsi été très ému, à la fin de Montevideo, lorsque j’ai écrit que la littérature est une élévation de l’esprit. Rien que pour ces moments où elle apparaît comme quelque chose de sacré, où l’écrivain et l’écriture se confondent au-delà de ce que l’on peut imaginer, cette carrière vaut la peine d’être vécue.

Publicado en Sin categoría | Comentarios desactivados en Vila-Matas, par Ariane Singer LE MONDE. 14 agosto 2024

LOS HIJOS SIN HIJOS DE KAFKA. [Vila-Matas en Letras Libres, junio 2024]

  • 1

Dejo atrás un fragmento de la novela que voy construyendo y confirmo que en ella están configurándose como centrales unas palabras de Reiner Stach, biógrafo de Kafka: Nada que no sea completamente verdad, puede ser verdad, y todo lo que llamamos verdad a medias es necesariamente ficción”.

Son palabras que Stach comenta a propósito del aforismo del 14 de enero de 1918 en el que Kafka escribió: “Solo hay dos cosas: la verdad y la mentira.  La verdad es indivisible, y por lo tanto no puede conocerse a sí misma; quien quiere conocerla, tiene que ser mentira”

Lo que dice Stach es una verdad a medias, lo que al narrador de mi novela –un solitario que escribe y construye en la oscuridad de su casa un canon literario disidente de los oficiales– le tranquiliza tanto que, sabiendo que no tendría por qué ser una verdad entera, acaba preguntándose si el conjunto de unos “recuerdos implantados” (que sospecha que desde que naciera lleva inscritos en su mente) podría ser algo idéntico al conjunto de su literatura marcadamente autobiográfica.

De ser cierto que tiene almacenados en su mente un grupo de posibles recuerdos implantados, no se encontraría en ese conjunto fisura alguna.  Y lo mismo podría decirse del otro conjunto: el de la compacta literatura autobiográfica en la que trabaja el narrador desde hace décadas. Autobiográfica, sí, pues está configurada enteramente alrededor de la personalidad de su padre, al que ha convertido –como personaje, causa de preocupación, y representación del poder– en el núcleo simbólico y alma de su maquinaria literaria.

Dicho de otra forma, lo más probable es que el conjunto de recuerdos implantados ocupe una gran parte del conjunto de su obra literaria, si no la ocupa toda

No se me escapa –faltaría más– que, al girar la obra entera en torno al padre, no pueda ser más kafkiano el discurso artístico del narrador. Como tampoco se me escapa que poco importa que sea o no consciente de todo esto el narrador. Pensándolo bien, en realidad es mejor para él que no lo sepa, del mismo modo que también es mejor que ignore que jamás llegará a conocer al autor y por tanto nunca sabrá que yo, de adolescente, sin saberlo, comencé a pertenecer a la estirpe kafkiana cuando, al leer la Carta al padre, tuve la impresión de que, de tener el talento de Kafka, aquella carta podría haber sido perfectamente escrita por mí. Porque acaso en ella, ¿no se decía exactamente lo que yo le habría escrito sin duda a mi padre de darse la circunstancia –que aún no se daba– de que ya supiera qué diablos era una frase literaria y, además, cómo enlazarla con otra frase que tuviera también su debido touch literario. 

La verdad (siempre indivisible) es que aquel adolescente que fui no se preguntaba mucho quién era aquel Kafka que firmaba la carta, porque más bien le interesaba lo que allí había dejado escrito aquel Kafka, aquel joven de una ciudad lejana llamada Praga que había tenido un padre asombrosamente idéntico al suyo.

Sin duda, al adolescente que entonces yo era aún le faltaba conocer –tardaría treinta años en descubrirla– esta perfecta declaración de Wallace Stevens acerca de lo que dicen otros y que nos sorprende descubrir que es exactamente lo mismo que habríamos dicho nosotros sobre la cuestión: “Uno es incapaz de citar algo que no sean sus propias palabras, quienquiera que las haya escrito”.

Aquel artista incipiente no podía ni intuir que, aparte de la Carta al Padre, estaba esperándole, en el camino de la vida, la obra entera de Kafka –entera es un decir, porque no se acaba nunca–, un escritor que le acompañaría, con mayor o menor intensidad, según las épocas, el resto de sus días.

Una vez, me preguntaron qué le diría al adolescente que fui, a ese kafkiano incipiente, si me lo hubiera encontrado en aquellos días y hubiera visto que estaba mirándome con extrañeza, quizás con estupor, al detectar en mi forma de ser un cierto aire de familia.

Simplemente le preguntaría, dije, si sabía que yo era él, pero treinta años después.

Hoy pienso que, de haberse producido el milagro de que hubiera sabido quién podía ser yo, dejando aparte la sorpresa de que conociera mi porvenir (Kafka, por cierto, a veces parece salido del futuro, como cuando nos dice “Nuestra salvación es la muerte, pero no ésta”), me habría hecho un favor, aunque no sé si muy de agradecer, ya que quizás lo peor que pueda ocurrirle a alguien es conocerse a sí mismo, llegar a ver la clase de piltrafa que uno es.

2

[…]

3

Mi padre reaccionó de forma simétrica a cómo sabemos que reaccionó el de Kafka cuando su hijo le entregó la carta: “Déjala en mi mesita de noche, y ya la leeré”.

En aquella mesita de mi padre se quedó por unos días la carta que nunca leyó mi padre o, al menos, no dio jamás signo alguno de haberla leído. A veces me acuerdo de ella, pienso en ella, pienso en la mesita paterna donde quedó abandonada mi carta. Y doy mil vueltas a ella, como si aún existiera la mesita, lo que es bien improbable, porque la perdí de vista cuando murió mi padre y vendimos la casa con todos los muebles, lo que no impide que recuerde algo que es obvio, pero que me divierte resaltar: que algo que no está físicamente en el mundo (me consta que la mesita fue descuartizada) pueda estar ahí en mi cabeza todavía, al igual que también la frase “Déjala en mi mesita de noche, y ya la leeré”.

¿Qué puede haber que no esté en mi cabeza? No sé si, como sospecho, la pregunta es de Wittgenstein. El caso es que la pregunta está en mi cabeza, como lo está también la retirada completa de aquella ira que me produjo la reacción paterna ante la carta que le di escrita por otro.

Ya hace tiempo que me pregunto por qué mi padre habría tenido que leer aquella carta que un hijo, que no era yo, le había enviado a un padre, que no era él. Creo que, con su instintivo gesto de relativa indiferencia, mi padre –maravillosa paradoja– me abrió el camino para que me esforzara a la hora de convertirme en escritor, lo que iba a reportarme a la larga la ventaja de, tras un largo camino, saber que solo hay una verdad dividida y que, por tanto, nada que no fuera completamente verdad, podía ser verdad.

¿Qué puede haber que no esté en mi cabeza? Lo que seguro que está en ella es que voy construyendo, en paralelo a esa kafkiana autobiografía que va escribiendo mi narrador, una verdad dividida que va contando la breve historia de mis primeros escarceos con la obra de Kafka; contactos, sin los cuales, mi narrador no habría podido crear la obra kafkiana que le atribuyo.

4

En los días en los que me tuteló a distancia la sombra de la Carta al padre, ni tan siquiera entraba en mi cabeza preguntarme quien había sido aquel escritor llamado Kafka y en consecuencia aún menos intuir que, detrás de aquel apellido, podía estar vibrando la totalidad (tan inalcanzable, por otra parte) de una obra de gran profundidad.

Por el diario que llevaba a los 17 años y que abandoné a los 20, el concepto de “Totalidad” llamó mi atención el día en que un amigo me pasó dos libros, que aún conservo: El desierto de los tártaros (narración absolutamente kafkiana de Dino Buzatti) y Textos póstumos, de Kafka.

En esos Póstumos, estaba el magma textual que conformó el ciclo Descripción de una lucha. Y en uno de los textos que lo componían, uno que, años después sabría que era de 1907, encontré estas líneas: “¡Cuente de una vez esas historias! Ya no quiero oír fragmentos. Cuéntemelo todo, del principio al fin. Menos no pienso escuchar, se lo digo desde ahora. Es el conjunto lo que me fascina”

Lo que choca no es lo monstruoso, sino su evidencia. Y la Totalidad es monstruosa, de dinosaurio puro. Y la prueba es que, un día, desperté de un sueño y descubrí que seguía teniendo a mi lado, a modo de enigmática continuidad sigilosa, una gigantesca sombra herbívora de cuello tan largo que parecía acercarme a una hasta entonces para mí lejana idea de “Totalidad total” (ese adjetivo “total” es bien naif, pero hay que entender que fue con ese término que califiqué, en mi diario, a la Totalidad. Como puede observarse, nunca dejó de haber mucho humor en el pre-kafkianismo.

5

“La narración salió de mí como un verdadero parto, cubierta de suciedad y de mucosidades” (Kafka, 11 de febrero de 1913).

Sustituyamos “narración” por “investigación” y, sin carga alguna, nos haremos cargo de que la investigación sobre la vida y obra de Kafka, la viví como si se tratara de un verdadero parto, con la suciedad y las mucosidades propias del caos y enredo que ha significado siempre ir lentamente acercándose a una escritura que, a partir de un momento, intuimos que va a cambiarnos la vida, aunque no tardamos en ver que ese cambio nos llevará a un viaje muy largo, inmenso, “por fortuna, verdaderamente inmenso”, como leemos al final de su extraordinario cuento de Kafka La partida, aquel en el que describe  cómo un caballerocoloca él mismo una silla a su caballo y lo monta para disponerse a salir al exterior y, en el momento en el que va a partir, su sirviente le pregunta adónde va. No lo sé, dice, simplemente lejos de aquí, siempre lejos de aquí, sólo así podré llegar a mi meta. ¿Así que sabe usted cuál es su meta?, pregunta el sirviente. Sí, responde, acabo de decirlo, Lejos-de-aquí”, esa es mi meta.

Hoy sabemos –invito al lector a averiguarlo por su cuenta– que Weg-von-hier (Lejos-de-aquí) es un lugar que respira la máxima extrañeza que puede darse en cualquier lejanía, por cerca que se encuentre esta.

6

El caos y el enredo en el acercamiento al único habitante de Weg-von-hier fue para mí bien especial, pues cuanto más me acercaba, más me sucedía lo que le ocurre al caminante de El castillo, al que “la calle principal de la aldea, no conducía hacia el cerro del castillo; tan sólo se acercaba a él; y luego, como si lo hiciese adrede doblaba, y si bien no se alejaba del castillo, tampoco llegaba a aproximársele”

Es la clase de movimiento –se transparenta, sin ir más lejos, en La partida precisamente– que ayuda a sintetizar lo que es imposible resumir: la obra de alguien que parece complacerse en perseguir la meta teniendo noticia al mismo tiempo de su total inaccesibilidad.  

7

 Hasta que un día, en esa complicada aproximación, todo cambió cuando di con un libro sobre Kafka de carácter divulgativo. Lo había escrito un poeta que era literalmente un maestro de literatura, un maestro de verdad, Luis Izquierdo (Barcelona, 1936-2016), que publicó Conocer Kafka y su obra en una colección divulgativa de cultura de las que surgieron con la democracia. Aquel librito, que hoy forma parte de mi breve colección de libros destrozados (de tanto haberlos leído y estudiado), cambió especialmente el ritmo de mi acercamiento a la obra de Kafka.

Fue en ese libro donde encontré, entre otros muchos, un atajo que contenía una perla que, ante los estériles debates de hoy en día sobre la autoficción, la no ficción y la necesaria (sic) sinceridad en un relato autentico (sic), me veo impulsado a transcribir, por si las palabras de Izquierdo mejoran el panorama: “Atento al corazón de los hombres, y al suyo propio en primer lugar como campo de experimentación, el don extraordinario de Kafka es la capacidad de sintonizar con el proceso colectivo a través de una subjetividad llevada al extremo”

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Ayer verbena.

Franz Kafka. [9 diciembre 1917]

También esencial es Jordi Llovet en la microhistoria de mi pre-kafkianismo. Pero me rueda la cabeza después de la noche de verbena de ayer y he ido a la cocina en busca de un vaso de agua, confiando en que, a lo largo del breve trayecto casero, surja alguna imagen desde la que arrancar el relato infinito de la influencia de Llovet en todo lo que he ido leyendo de Kafka.

Arrancar, tal es ahora mismo mi meta. Pero me doy cuenta de que Llovet y su sabiduría sobre la obra no se acaban nunca, por lo que no voy a poder abarcar el relato de su influencia en mis primeros pasos literarios. Había pensado adentrarme en un terreno ignoto que iba a llamar La Parte de Llovet, como la podría haber llamado Roberto Bolaño. A los dos, a Llovet y Bolaño, los recuerdo en la terraza de un bar de Blanes hablando entre ellos. La conversación giraba en torno al origen del nombre Lautaro, que viene del araucano, de un ave andina que se caracteriza por su gran velocidad y que es de origen mapuche y se ha utilizado tradicionalmente en los pueblos nativos de Chile y Argentina.

Sigo sin saber por dónde empezar la Parte de Llovet cuando, como tengo por costumbre por las mañanas cuando quiero sentir una repentina pulsión de escritura, abro al azar un libro –Por qué hacen eso?, de Francisco González– en el que encuentro unas palabras de Thomas de Quincey en las que afirma que “todos los grandes misterios, suelen entrañar doble, triple, y hasta cuádruple interpretación; cada una encierra crípticamente otra”.

En el caso de Los pájaros, de Hitchcock, que es el misterio del que se ocupa González, no sería de extrañar, escribe éste, que el enigma que Hitchcock ofreció a los espectadores admitiera también varias interpretaciones, encajadas unas en otras, como muñecas rusas, tal vez guardando asimismo el origen secreto de su sentido…

Ahí está, me digo, el interés que me movió siempre (al principio de una forma muy instintiva) hacia la obra de Kafka: el origen secreto del kafkianismo. Me veo siempre en una sala de espera aguardando a ver, leer, algo más de él.

9

Pienso en la noche en la que me atreví a involucrar a Kafka en un libro mío que titulé previamente Hijos sin hijos. Y también en el origen de ese libro, encontrado casualmente ayer. El origen, los preparativos de Hijos sin hijos –entre ellos un conmovedor recorte de periódico en el que se veía, de niñas, a las tres hermanas de Kafka– estaban guardados en un libro comprado el 10 de junio de 1992: Padres e hijos, de Franz Kafka, edición de Jordi Llovet en Anagrama.  

De pronto, vi con claridad el origen –que había olvidado– de Hijos sin hijos, el conjunto de relatos que escribí a finales del 92 y publiqué en el 93. En ese libro pretendí contar “una muy singular y heterodoxa breve Historia de España de los últimos 41 años”, es decir, historias que habían ocurrido de 1951 al 1992 (desde la huelga de tranvías antifranquistas del 51 en Barcelona al año de las Olimpiadas, el 82 en esa misma ciudad).

 Hijos sin hijos tenía de personajes centrales a personas que no deseaban descendencia alguna, seres a los que su propia naturaleza alejaba de la sociedad y que, en contra de lo que pueda pensarse, no necesitaban ninguna ayuda, pues si querían seguir siendo de verdad sólo podían alimentarse de sí mismos: personas que se habían inventado una especie de indiferencia distante que les permitía no estar ligadas a la realidad, sino por un hilo invisible como el de la araña, pues todas parecían sintonizar con Kafka en su búsqueda de un refugio que en la mayoría de los casos localizaban en la escritura, habitualmente en un lugar con perspectiva de sótano.

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“La actividad literaria de Kafka entendida como liberación y redención personal ante los acosos de la vida familiar y el aburrimiento de su actividad como abogado. La Carta al Padre una vez más resulta muy explícita al respecto: ‘En cierto modo, me sentía a salvo escribiendo, podía respirar; la repulsión que, como es natural, sentías también hacia mis escritos, me resultaba excepcionalmente bienvenida’. Mi vanidad, mi orgullo, se resentían…”

Sin este fragmento de Llovet subrayado en rojo en mi ejemplar de su edición de Padres e hijos, no existiría Hijos sin hijos. Hoy puedo decir que fue fundamental en mi vida, lo que es decir poco, porque en realidad me salvó la vida.  A las pruebas me remito: uno de los cuentos de mi libro, El paseo repentino, es una desviación de la Carta al padre de Kafka, pero desde un punto de vista no kafkiano. Quería ahí tan sólo explicar que en toda mi vida jamás he dejado de ser un estudiante eterno, perpetuo, siempre en vela. Un estudiante que no descansa, que desconoce la fatiga que da el estudio en un país como España que aparece en Hijos sin hijos, en aquel hoy ya lejano libro, como una tierra baldía y desheredada, sin demasiado (ningún) futuro, casi yerma (de hecho estéril por completo), muerta para la gracia de la vida, hasta el punto de que se veía aparecer en el libro la sombra de eso que Jorge Guillén, en carta a Pedro Salinas, llamó “la realidad modesta de España”

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Lo que después pasó, lo que ocurrió, tras la superación del estado hipnótico de mis primeros contactos con Kafka, ya es otra historia, otra etapa, la de la posterior y lenta profundización en su obra.  Y en esa nueva etapa del camino kafkiano, como diría el propio Kafka, no hay nada que acortar, es ya un camino interminable, y en él cada uno aplica su propia vara de medir infantil: “Cierto, todavía tienes que recorrer esta vara del camino, se te tendrá en cuenta y no serás olvidado”. Este aforismo de Zürau procede de un consejo simplón que le dio a Felice Bauer, a la que recomendó evitar la costumbre de masticar terrones de azúcar, porque “el camino hacia las alturas es infinito”.

En carta a Milena, tras los aforismos de Zürau, el motivo había ganado claramente en profundidad: “Es ciertamente un atisbo, pero sólo un atisbo a lo largo del camino, y el camino es interminable”

Camino, atisbos. Kafka nos recuerda que el instante decisivo del desarrollo humano es interminable, perpetuo. Y por eso, nos dice, tienen razón los movimientos revolucionarios del espíritu que declaran nulo lo todo lo anterior, “puesto que todavía no ha pasado nada”

Pero ¿qué podría o debería pasar para que pasara algo? Hay momentos de la vida de Kafka –esa vida en la que, salvo que él indirectamente la relatara, parecía que no pasaba nada– en los que, después de leerlos tantas y tantas veces, uno cree que los ha vivido. Es el caso de los últimos cinco segundos de la vida de Kafka en este mundo. Sanatorio de Kierling. Habiéndose apartado el médico de la cama para limpiar una jeringa, Kafka le pidió que no se fuera. El médico le dijo: “No, no me voy” Entonces, él replicó: “Yo me voy”

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Porque ella no lo pidió (el relato de Vila-Matas en obra radiofónica, con la colaboración de Sophie Calle)

E

Dans Léviathan, l’écrivain Paul Auster a emprunté des épisodes de ma vie. Je lui ai proposé d’inverser le processus, de créer un personnage de fiction que je tenterais d’incarner en obéissant au livre à la lettre. Paul a préféré m’envoyer des Instructions personnelles pour Sophie Calle afin d’améliorer la vie à New York. J’ai suivi ces directives. Mais je voulais devenir une héroïne de roman. Après avoir essuyé le refus de cinq autres écrivains, j’ai lu Bartleby et compagnie, d’Enrique Vila-Matas. Il est question, dans cet ouvrage, d’un livre de Marcel Schwob, Vies imaginaires, et du personnage de Pétrone qui conçoit le projet de faire passer du parchemin à la réalité les aventures qu’il a inventées. Je n’y croyais plus, mais j’ai tout de même contacté l’auteur. «Vous écrivez une histoire, et je la vis», ai-je résumé. Miracle, quinze jours plus tard, j’ai reçu Le Voyage de Rita Malú. Seulement ma mère agonisait, il ne lui restait que trois mois à vivre, et je venais d’être choisie pour occuper, l’année suivante, le pavillon français de la Biennale de Venise. Rita Malú ne pouvait pas enterrer ma mère, ni représenter la France ; ça n’était pas écrit. J’avais cherché un complice pendant des années, je l’avais enfin trouvé, et je devais reculer. Vila-Matas n’a pas souhaité repousser aussi loin le voyage de Rita. Dans son livre Explorateurs de l’abîme, publié en 2007, un chapitre intitulé « Parce qu’elle ne l’a pas demandé » est consacré à ma forfaiture.» Sophie Calle

Réalisation Christophe Hocké
Avec Sophie Calle, Audrey Bonnet, Jérôme Kircher
Nouvelle extraite du recueil Explorateurs de l’abîme, traduite de l’espagnol par André Gabastou et publiée chez Christian Bourgois
Adaptation Marion Stoufflet
Assistante à la réalisation : Justine Dibling
Equipe de réalisation : Pierric Charles, Etienne Colin, Julie Garraud
En présence d’Enrique Vila-Matas, invité par France Culture avec le Festival d’AvignonPublicité

Audrey Bonnet, Jerome Kircher, Sophie Calle en la lectura de ‘Porque ella no lo pidió’ (Radio France Culture ante el público de Avignon)

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Para que no se pare el invento.

En la ceremonia de apertura olímpica deslizaron los bárbaros sus cámaras atléticas y analfabetas por los anaqueles de la Biblioteca Nacional de Francia. Fue un visto y no visto. En cualquier caso, pudimos percibir un amontonamiento de libros, “los demasiados libros”, de los que hablaba Gabriel Zaid en 1972. Intenté con el mando frenar la ceremonia, parar el tiempo y, con la imagen inmóvil, al menos tratar de reconocer algún autor o libro de aquellos que nos mostraban. Por suerte, me acordé a tiempo del gran Manuel Vicent: “Qué más da si todos vamos hacia el anonimato”

A propósito de los “demasiados libros”, oigo decir con frecuencia que parece publicarse en España el doble o triple que antes de la pandemia. No es que lo parezca, sino que hay una especie de tsunami permanente, un no parar de sacar novedades que desborda a los lectores de toda la vida. “Una producción libresca, que algunos juzgan excesiva y otros no tanto”, escribió Sergio C. Fanjul el año pasado en este periódico cuando indagó sobre el hecho de que anualmente aparezcan en España unas 90.000 obras nuevas que afectan, de diferentes maneras, a editores, libreros y lectores.

En su informe, Fanjul incluía tanto la afortunada comparación que Daniel Fernández, presidente de Gremio de Editores, establecía entre el sistema editorial español y una bicicleta (“Se publican novedades constantemente para que no se pare el invento y nos caigamos de la bici”) como la sugerencia de Fernández de que “los muchos libros” también podían verse como una riqueza cultural, puesto que hay muchas tipologías y tipos de lectores, y muchos intereses distintos.

Hablando de intereses distintos, quien ha clasificado mejor los de los escritores ha sido precisamente el mexicano Gabriel Zaid cuando en 2009 actualizó su famoso Los demasiados libros (1972), clásico de nuestras letras y pionero en el tema. Para Zaid –y hablo ahora de memoria– predominan los autores que no publican para los que leen, sino para el currículo académico, y en el otro extremo estarían los que escriben para el mercado y, por ejemplo, novelan con ojo y medio puesto en ganar dinero. Aparte quedarían los libros que nos acompañan, los dignos de ser releídos (los clásicos) y los contemporáneos inspirados con talento en esa tradición.

Nombrar a los conectados con la historia de la literatura, me ha hecho pensar en cuando Xavier Nueno, en su prodigioso El arte del saber ligero (2023), nos recuerda que Montaigne decía pasar el mínimo tiempo posible en su biblioteca y, sin embargo, escribió una de las síntesis más formidables de la literatura clásica. De esa gran reducción de biblioteca que fueron sus Ensayos, dice Xavier Nueno, se puede llegar a la conclusión de que un libro es siempre un intento de reducir una biblioteca, de hacer innecesarios todos los libros que uno ha leído para llevarlo a cabo. No puedo estar más de acuerdo con esto, porque nos permite llegar a la paradoja de que la única razón legitima por la que escribimos es porque hay demasiados libros.  

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DIAS ENTEROS EN AVIÑÓN

Blandine Masson, Angélica Liddell, Sophie Calle.
Museo Calvet, Avignon.
(photo Vila-Matas)

Había estado antes ya dos veces en Aviñón. Una en el verano del 64, la primera salida de mi vida al extranjero. Todo un mes de julio con otros escolares, en una residencia de los jesuitas y que fui incapaz de encontrar cuando volví a Aviñón hace ocho años y la búsqueda de un simple claustro y de una capilla acabó convirtiéndose en un hecho frustrante.

¿Hubo verano del 64? El pasado martes, en el marco del festival de teatro de la ciudad, durante mi conversación en público con la gran Laure Adler en el centro del jardín del claustro de Saint Louis, me fui dando cuenta, con el natural y grandísimo asombro, de que me encontraba nada menos que en aquel –central en mi vida– recinto jesuítico que tanto había buscado.

Tantas vueltas para acabar llegando al centro mismo del jardín del pasado. Se cierra un círculo, dijo Sophie Calle cuando le comenté lo que había reencontrado en el tiempo y en el espacio. Estábamos los dos en ese momento en otro círculo, el que se había formado en torno a Angélica Liddell, que venía de declarar en comisaria por una denuncia de “injurias públicas” tras su intensa, dura, imponente representación, ante el Palacio de los Papas, de la obra Dämon. El funeral de Bergman (en Barcelona, en el Lliure, del 19 al 21 de este mes).

Y me pareció ver que la actual Sophie Calle, admiradora de la “nueva escritura dramática” de Liddell –tan visible en Vudú (La Uña Rota, 2024)–, encaja cada día más en la concepción bergmaniana del Arte, la que le exige a este ser libre, desvergonzado e irresponsable. Encaja, sí, aunque ya solo sea porque asombra verla a Sophie días enteros reírse continuamente de todo lo que sucede, de todo lo que pasa, escucha, o llega a ver, del mismo modo que asombra que proyecte reunir en una exposición los 42 proyectos artísticos que comenzó, pero nunca acabó.

Me acuerdo de que para María Negroni el asombro “nos comunica con los descubrimientos felices, los únicos que cuentan”. Y también de que siempre dije que muchos de mis viajes comienzan cuando regreso, cuando empiezo a leer sobre el lugar donde he estado y descubro que no he visto nada. En el caso de estos días enteros de Aviñón, no he visto mucho, pero ha habido “descubrimientos felices”, todos esos asombros ante la fuerza de Liddell, o ante el veloz nuevo mundo de Sophie Calle, artistas a las que fui a ver a Aviñón y las vi, pero que me han dejado pasmado de lo mucho que ahora de ellas me queda por ver.

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Una inyección de humildad.


Texto publicado durante la pandemia y traducido en
Los Ángeles Review of Books

https://lareviewofbooks.org/short-takes/an-injection-of-humility/

El lector de ficciones policiales, el detectivesco, tan frecuente en nuestros días, está habituado a leer con incredulidad, con una suspicacia a veces tan especial que incluso desconfía de Cervantes –¿será el asesino?– cuando dice no querer acordarse del lugar de la Mancha donde sitúa la acción. Y es que el lector detectivesco es capaz de todo, hasta de abordar las primeras líneas de Los detectives salvajes (“He sido cordialmente invitado a formar parte del realismo visceral. Por supuesto, he aceptado. No hubo ceremonia de iniciación”) y sospechar que Roberto Bolaño está en realidad ahí diciéndonos que en las calles del Imperio Romano –donde, según Philip K. Dick, seguimos viviendo– basta con pronunciar la clave secreta (“realismo visceral”) para que enseguida conecten entre ellos los poetas de las catacumbas, los que conspiran contra el Imperio.

Ahora bien, en las últimas semanas el lector detectivesco está cediendo el paso al lector pandémico. Aunque el detectivesco sigue ahí –desconfía cada vez más de la narrativa oficial sobre el virus: tan aséptica y burocrática, tan llena de curvas, picos y porcentajes–, está viendo cómo le come terreno el pandémico; un tipo de lector con el que me identifico, porque últimamente no paro de leerlo todo abrumado por el stress mediático de la crisis sanitaria. Ayer mismo, por ejemplo, estaba leyendo a David Foster Wallace (“Para los jóvenes de hoy los Toyota y los atascos de tráfico forman parte de la realidad y literalmente no podemos imaginar la vida sin ellos”) y me sobresaltó por un momento que DFW afirmara que no podíamos imaginar la vida sin atascos de tráfico cuando hacía semanas que se estaba demostrando lo contrario.

Y hoy, sin ir más lejos, he entrado en el ensayo que Jordi Soler dedica a los “microviajes” dentro de su literariamente invencible Mapa secreto del bosque (Debate) y como lector pandémico me he encontrado de inmediato a gusto. Porque hablaba ahí Soler de la pulsión atávica que sobrevive como un náufrago en nuestro disco duro, esa pulsión que llevaba a nuestros antepasados, hace noventa mil años, a explorar los alrededores de sus cuevas y asegurarse de que su familia tendría una noche tranquila. Y lo que proponía era que, como antídoto frente al gran desplazamiento que en teoría podría volvernos más ilustrados, nos dedicáramos a hacernos con un mapa, cuyo centro fuera nuestra casa, y empezáramos a caminar por las calles que la rodeaban, a cosechar experiencias de nuestro propio entorno, a ver lugares que nunca vimos con el necesario detenimiento. Proponía Soler en definitiva que fundáramos la cartografía de ese mínimo universo, cuyo centro es nuestro hogar. Una tarea, he pensado, para la que de momento, hallándonos en pleno confinamiento, quizás con la salida semanal para la compra sea suficiente para nosotros. ¿Por qué no? Una inyección de humildad. Un breve y razonablemente humilde  viaje. Y al fin y al cabo un paseo que podría devolvernos a un ritmo de vida mejor del que llevábamos cuando íbamos en avión todo el rato a la Cochinchina.

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ANGELICA LIDELL en Avignon.

CON ELLA LLEGÓ EL ESCÁNDALO.

El arte debe ser libre, desvergonzado e irresponsable. No necesitamos a personas que quieran construir un mundo mejor a través del arte. No lo soporto. No soporto ese narcisismo de los creadores que creen que contribuyen a mejorar la sociedad con sus obras

Angélica Lidell

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LOS ARQUITECTOS TAMBIÉN LLORAN / Café Perec

Me hago con un ejemplar de Saltos mortales, de la belga Charlotte Van den Broeck, porque me atrae el mundo que intuyo que aparece ahí. Quizás por eso, lo veo como una lectura para hoy, no para un día cualquiera, sino para hoy mismo. No tardo en abrir el libro al llegar a casa y en el epígrafe de Ingeborg Bachmann leo que “hoy” es una palabra que sólo deberían utilizar los suicidas, pues para todos los demás no tiene el menor sentido, designa simplemente “un día cualquiera”.

Parece una réplica a lo que he pensado cuando iba casa. Pero no me detengo en esa posible casualidad y me adentro en el libro, confirmando que en él se narran los colapsos artísticos y al mismo tiempo vitales de trece arquitectos de diferentes épocas, colapsos sobre los que planea tanto la sombra del suicidio como esa cuestión que nunca acabamos de resolver del todo: ¿Es necesario que vida y obra hayan de ir tan unidas?  Aun no sé qué contestar y ni siquiera si hay un problema ahí a resolver cuando viene a mi memoria algo que oí ayer en un documental deportivo: “El tenis de Roger Federer dialogaba con la historia del tenis”.

De inmediato, divido en dos las actitudes de los narradores de las nuevas generaciones: los que dialogan con la historia de la literatura, y los que no. En el primer grupo, vida y obra van a veces peligrosamente unidas, y en el otro más bien la obra sería como “un día cualquiera”.

En el libro de Van den Broecklos arquitectos afectados por el fracaso de su obra –siempre que hay un creador genial es incomprendido, deberíamos hacérnoslo mirar– relacionan esa derrota con la de su vida, y ya sabemos cómo pueden acabar estas cosas.

 El fantasma del suicidio recorre las trece historias de los trece arquitectos del libro. En la historia, por ejemplo, de Start Gideon Kempf (1917-1995), arquitecto y creador de esculturas en un jardín de Colorado Springs, alguien pregunta para qué demonios quiere un escultor una pistola. Y alguien ahí responde que nadie recuerda a un artista que muere en la cama.

¿Tendrá solución algún día que vida y obra vayan tan peligrosamente unidas? Si fuera por Duchamp, no la tendría: “No hay solución porque no hay problema”. Y si fuera por Pau Luque, quizás tampoco, pues basta ver cómo en su último libro, Ñu, va contra las soluciones mientras transita entre géneros, un tránsito parecido al que se da en Saltos mortales. Trece narraciones con el mito del suicidio literario de fondo. Para mí que ese mito en la era contemporánea procede en parte de Aurelia, esa impresionante narración en la que Nerval, en 1855, habló de ese doble fracaso que, poco después de terminar su libro, le llevaría a colgarse de noche de la verja de un sombrío palacio que estaba junto al Sena. En Aurelia vida y obra se fundieron sin discusión. Hoy, donde estaba el oscuro palacio, está el Théâtre de la Ville, el mismo en el que, una nochebuena, con la familia, vi a Woody Allen tocar el clarinete con su banda de jazz neoyorquina.

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