En la hora de la tristeza, me acuerdo de la “locura de pena” desde la que nos habla Paul Auster en Baumgartner, pero también de un momento sin pena en El palacio de la luna en el que, tras una tormenta, Marco Stanley Fogg se convierte en otra persona, como si hubiera ido más allá de sus límites y fuera posible pasear y cruzar por en medio de un temporal y acceder luego a la luz de un lugar desconocido.
Los paseos por vías desconocidas puntúan la obra de Auster. Un día, en su brownstone de Brooklyn, en Park Slope, allá por octubre de hace muchos años, en un día del pasado en el que el mundo todavía parecía estar entero, Auster comentó de pronto que le fascinaba la nieve, y también el silencio que solía acompañarla. La nieve, nos dijo, le permitía ver la vida de una manera distinta, porque cambiaba el entorno y eso facilitaba que uno pudiera redescubrirlo.
De tener que redescubrir uno de sus libros, elegiría La invención de la soledad. Es un conjunto autobiográfico dividido en dos partes (Retrato de un hombre invisible y El libro de la memoria), sin aparente conexión entre ambas, aunque, al leerlas, vemos que la conexión puede que sea casual, pero es total.
Habla en la primera parte de la muerte de su padre, un texto fascinante que se inicia con palabras memorables: “Un día hay vida. Por ejemplo, un hombre de excelente salud, ni siquiera viejo (…) pasa sus días ocupándose sólo de sus asuntos y soñando con la vida que le queda por delante. Y entonces, de repente, aparece la muerte”
Es una muerte tan súbita la del padre que no hay lugar para la reflexión, la mente no tiene tiempo de hallar una palabra de consuelo (y todos sabemos que, aunque existiera, tampoco la encontraríamos). Es en esa misma primera parte donde Auster narró la historia real de cómo su abuela asesinó a su abuelo: historia, por supuesto, tremenda.
La segunda parte, El libro de la memoria, habla de cuando en París, en 1965, el jovencísimo autor descubre por primera vez las infinitas posibilidades que podía proporcionar un espacio limitado. Nunca volvió a ver una habitación tan pequeña como la de París, pero descubrió los límites desmedidos e insondables de aquel espacio en el que cabía un universo entero, una cosmología en miniatura que contenía en sí misma lo más extenso, distante y desconocido.
El libro de la memoria podría perfectamente haberse llamado La habitación de los escritores, pues de eso trata al acercarse a los cuartos mínimos de Dickinson, Hölderlin y otros genios.
La invención de la soledad fue el disparo de salida real de su obra, el catalizador que desencadenó el Auster novelista. Lo escribió con el ánimo de tratar de entender quién había sido su padre. “¿Y qué es la ficción sino el intento de entender las vidas ajenas?”, se preguntaba desde un lugar desconocido, donde iba a descubrir que, al no llevarle sus pasos a ninguna parte, le conducían hacia el interior de sí mismo.