Soledad con arte [un texto de Francisco Cervilla]

Francisco Cervilla (Culturamas) :

FRANCE - CIRCA 1955:  France, Paris, Marguerite Duras In Rue Saint Benoit, Saint-Germain-Des-Pres, 1955  (Photo by Robert DOISNEAU/Gamma-Rapho/Getty Images)

1955: France, Paris, Marguerite Duras Bistrot Le Petit Saint-Benôit.

Marguerite Duras dice que la soledad no se encuentra, sino que se hace, que no deja de ser una manera de buscarla.

Un buen número de nombres de escritores y de títulos de libros me vinieron a la memoria. No tiene nada de extraño: el proceso creativo de la escritura, igual que el de la pintura y el resto de las artes, es indisociable de la soledad. Innumerables escritores, pintores, músicos, con su vida, dan testimonio de la búsqueda de una soledad fuera de todo refugio. Ansia por alcanzarla, dirá Rilke. Para otros su elección será forzada: no podrían no elegirla.

“Aquí todos estamos profundamente solos. Es lo que tenemos en común, la soledad”, escribe David Foster Wallace en su libro La broma infinita.

Vila-Matas, en Dublinesca, se refiere a la soledad como condición absoluta e insuperable de la existencia. 

Todo lo que habla tiene que ver con la soledad, afirma Lacan en uno de sus seminarios. Se trata, en este sentido, de un acontecimiento común a los sujetos y que recibe respuestas particulares por parte de cada cual.

La primera experiencia de soledad que experimenta el hombre es la del desamparo radical del recién nacido. Para sobrevivir, la criatura, necesita de la asistencia ajena, estado que le empuja a la llamada al Otro e inaugura la entrada del hombre en el lenguaje.

Al respecto, encontré una oportuna frase de Fernando Arrabal que, en principio así, desnuda y solitaria, resulta difícil sostener, salvo en las psicosis: la soledad consiste en convivir con el desamparo.

Un escritor que vivió en el desamparo, y tal vez no pudo ser de otra manera para él, fue Robert Walser. Sobre este inmenso autor, Sebald en El paseante solitario, escribe conmovedoras palabras: “Las huellas que Robert Walser dejó en su vida fueron tan leves que casi se han disipado… solo estuvo unido al mundo de la forma más fugaz. En ninguna parte pudo establecerse, nunca tuvo la más mínima posesión. No tuvo casa jamás, ni una vivienda duradera, ni un solo mueble y, en su guardarropa, en el mejor de los casos, un traje bueno y otro menos bueno. De lo que necesita un escritor para ejercer su oficio no tenía casi nada que pudiera llamar propio. Libros no poseía, según creo; ni siquiera los que él mismo había escrito… permaneció apartado de los hombres… fue el más solitario de los escritores solitarios… Llegar a un arreglo con una mujer resultaba para él, indudablemente, algo inimaginable”.

En contraste con esa vida tenue y casi imperceptible en la que tanto se ha insistido, Robert Walser dejó profundas huellas, huellas indelebles en la historia de la literatura.

Al desamparo el sujeto le busca una respuesta, una defensa expuesta a la contingencia de los acontecimientos que pudieran derribarla.

El intento de respuesta de Robert Walser fue la escritura, y cuando le resultó insuficiente buscó amparo voluntario entre las paredes de instituciones psiquiátricas suizas, en las que vivió los últimos veintiocho años de su vida.

Indagar desde el psicoanálisis sobre la soledad apoyándose en la literatura no es un ejercicio gratuito, ni un recurso retórico. El artista, el poeta, le lleva el paso adelantado al psicoanalista: la obra de arte ilumina lo opaco, lo no dicho, interpreta su época. Esa referencia la buscaron tanto Freud como Lacan.

Hay artistas que en su soledad se adelantan a su tiempo, se sitúan en las vanguardias y transforman el mundo sin proponérselo.

Llama la atención que un ermitaño como Cezanne, autoexiliado durante cuarenta años en Aix-en-Provence, su ciudad natal, lejos de la vanguardia artística parisina, fuese el pintor que, desde su soledad y aislamiento, cambiase el devenir del arte del siglo XX. Sus investigaciones sobre la visión y la mirada dieron directamente paso al cubismo y abrió el camino hacia el arte abstracto.   

Rainer Maria Rilke, en Cartas a un joven poeta, habla de la soledad total del artista para poder crear, sin que importe nada más, así como de la infinita soledad de las obras de arte.

¿No tiene que ver esta infinitud, señalada por Rilke, con el carácter inacabado de toda obra de arte y que ejerce de imán de su público?

Tan importante es la obra como quien la contempla, desde cuya soledad podrá borrar las distancias con ella y entrar en una relación de influencia mutua, o mejor, de transformación recíproca.

“En realidad, quien incorpora el movimiento al cuadro es la mirada del espectador”, afirma Duchamp. Otro tanto podría decirse de la lectura de un texto. Es el lector el que le da vida en cada momento, el que participa de su elaboración permanente. Sucede así con las obras clásicas, las va haciendo clásicas la posteridad, no sus autores.

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En cierto modo, hay que operar como el artista, ausentarse de uno mismo, despegarse del mundo conocido y separarse de las mentiras del yo. Que no es poco.

Pero para eso hay que tirar todos los venenos, que diría Beckett, la vanidad, el deseo de dominio, las certezas, el ruido de las pantallas digitales… suspenderlos todos y quedar en silencio, aunque sea momentáneamente, para mirar un cuadro, escuchar una música, leer un texto.   

Quien lea a Vila-Matas, y no solamente a él, claro está, sabe algo de esto. A fuerza de leerlo acabas contagiado de una forma de ausencia, de un modo de soledad que se apropia de ti, te dispersa y te aleja de los significados en los que nadas a medida que te acerca a las zonas invisibles de su escritura para, finalmente, dejarte ir por esa región vacía donde el artista aloja su obra.

“Todas las obras de arte, sin excluir las visuales, nacen y terminan en una zona invisible”, escribe Vila-Matas en Marienbad eléctrico.

Quizás sea esa zona invisible la que convocan los artistas que con imperioso impulso meten la cabeza en una desnuda soledad, intentando conseguir, no sin pasión, separarse del mundo, hacerse un gran espacio bajo las estrellas, dice Rilke, como condición que permita el corte del acto creativo en ruptura con los hechos que le preceden. 

Algunos incluso logran perderse, hasta la eternidad, en ese territorio inédito que nunca pisó nadie y del que, una vez alcanzado, se niegan a salir, tal como les sucediese a Glenn Gould, a Thomas Bernhard o a Thelonious Monk, por citar tres solitarias soledades puestas en relación por Don DeLillo en Contrapunto, su breve y más que recomendable ensayo sobre la soledad. 

Esta reunión de soledades me recuerda el magnífico, y un tanto enigmático, título de la instalación plástico sonora que, en su día, investigando sobre la idea de obra abierta, puntos de encuentro e intersecciones, crearon José L. Alexanco y Luis de Pablo, Soledad interrumpida, y que alude al cruce de dos soledades en juego, la del pintor y la del compositor, pero también a la capacidad que tiene la propia obra de suspender, en el momento de su irrupción, la soledad de su creador, impactarlo, asombrarlo, para dejarlo instantes después nuevamente solo.

Así pues, en tu soledad, hecha por ti, como subraya M. Duras, tal vez puedas lograr deshacerte de las certezas y llegar a entender que la obra de arte no eres tú, que no eres el centro simplemente porque éste no existe, y entonces, sin ese peso que te ancla a lo peor (en muchas ocasiones a lo más inhumano, a lo más infame y también a lo más grotesco), podrás saltar al vacío y encontrar en su centro otra fiesta donde te espera la solitude, la soledad anhelada para encontrarte con la obra de arte que te habla, y poder arrebatársela a su autor, robársela al resto del mundo si hace falta, para adueñártela a tu particular manera y hacerte participante de una creación que cada vez cuenta una historia distinta.

 

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