Olga Merino: EL OFICIO (Notas sueltas, 1)

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7777 Human One, de Beeple. Museo del Castillo de Rívoli.

Hay días viscosos como el engrudo, en que servidumbres e imprevistos se confabulan para dinamitar el ritmo. Días sin cadencia. Días chiclosos en que se adhieren a la piel un sinfín de menudencias menos la principal: la silla. Deberías clavetearte el culo en el asiento de la escritura y encañonarte la sien con una pistola (imaginaria). Y aun así, amarrado al duro banco, las horas transcurren yermas.

Días tontos en que conviene tener a mano las cartas de Gustave Flaubert a su amiga y amante Louise Colet, pues aporta cierto linimento saber que también lloraba el padre de Madame Bovary. Una coma aquí. Otra corrección sobre la recorrección. «Estoy triste, fúnebre, agobiado, asqueado». «Ahora todas las palabras me parecen alejadas del pensamiento, y todas las frases disonantes».

 Días perrunos de los que también se sale a flote. Aquí algunos asideros:

1) Fragmentar el caos. Cuenta Anne Lamott una historia en que su hermano mayor, que entonces contaba 10 años, intentaba redactar un trabajo escolar sobre pájaros que había tenido tres meses para hacer y que debía entregar al día siguiente. Abrumado, con un montón de libros pajariles abiertos sobre la mesa, entre cuadernos y lápices de colores, paralizado por la enormidad de la tarea, casi al borde del llanto. Hasta que su padre se sentó a su lado, le pasó el brazo sobre los hombros y le dijo: «Pájaro a pájaro, colega. Ve pájaro a pájaro».

2) Entomología. En el segundo tomo de sus diarios, Rafael Chirbes compara el oficio con el de esos cazadores de mariposas de tebeo que corretean de un sitio para otro, dando saltitos ridículos, con el fin de atrapar algo en la red para meterlo en el libro. También Annie Dillard se fija en el vuelo de los insectos. «Para encontrar el árbol de la miel, primero caza una abeja» con las patas bien impregnadas de polen. Suéltala luego en un lugar elevado y observa hacia dónde emprende el vuelo sin perderla de vista. Si sucede, si se extravía, atrapa otra. Al final, la última abeja te llevará al panal. Confiar en lo pequeño.

3) Sin mapa. E. L. Doctorow dijo que escribir una novela se parece a conducir de noche: «Solo ves lo que alumbran los faros, pero puedes hacer el viaje entero de esa forma». El descubrimiento de la ruta a medida que se avanza, doblando las curvas de la carretera. El añorado Paul Auster no arrancaba de una estructura, sino que se sentaba al volante y dejaba que el libro lo encontrara a él durante el periplo. «Es más, si entendiera exactamente lo que escribo, no escribiría». Confesó que cuando terminó el manuscrito de El Palacio de la Luna estuvo deshecho durante tres meses, devastado por haber perdido la convivencia con sus personajes.

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4) Ensayo y error. Enrique Vila-Matas vuelca una idea magnífica en Impón tu suerte (Círculo de Tiza). Esto es, compilar las pequeñas derrotas íntimas de los escritores cuando aspiran a una cima pero se quedan en el camino. Un catálogo de tropiezos. Si todo el mundo jugase limpio, si los «cuervos de turno» no hiciesen un uso mezquino de esas confesiones, el material constituiría una joya valiosísima para los propios creadores. «Un valiente libro coral con una amplia cartografía del fracaso».

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Miró 25) Golpes en el yunque. Antonio Muñoz Molina publicó en 2007 Días de diario (Seix Barral), un libro breve pero grande en su sinceridad y despojamiento, un dietario de escritura sobre la gestación de su novela El viento de la Luna. A pesar del cansancio, del tiempo que roban los trabajos alimenticios, a pesar del abatimiento, hay que saltar la zanja. No hay más medicina que la paciencia y el trabajo. «Lo asombroso es que uno avance, a pesar del miedo, de la incertidumbre y del desánimo, que los libros se vayan escribiendo, una palabra tras otra, una página tras otra».

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