El esencial joven díscolo. / Café Perec

vudu urbanoEs tal la desfiguración de lo que en su día fuera la literatura que a veces hasta parece que todo el mundo esté en promoción continua y sean pocos los concentrados en sus casas reflexionando, escribiendo pausadamente su nueva obra. Pensar en los concentrados estos días en su escritura puede conducirnos a la célebre ensoñación de Kafka: su deseo de recluirse con una lámpara y lo necesario para escribir en el recinto más profundo de un amplio sótano cerrado.

Esas “perspectivas de sótano” de antaño, de cuando no había una multitud de gente promocionándose sin tregua, las asocio –vaya uno a saber por qué– con Kazuo Ishiguro, al que una vez le preguntaron si la parte pública de la vida de un escritor –giras, entrevistas– terminaba afectando a la obra y respondió que sí, que afectaba porque ocupaba una tercera parte de tu vida laboral y porque tenías que responder a preguntas de personas inteligentes que querían saber por qué siempre había un gato de tres patas en tus libros.

Gran parte de lo que asociamos es inconsciente, y no tenemos por qué analizarlo. Sin embargo, dice Ishiguro, “es difícil que esas cosas no te cambien cuando haces una gira promocional”, porque no sales indemne y en el siguiente libro, cuando vuelves al escritorio, te sientes jodido de repente si ves reaparecer al gato de tres patas, y te acuerdas de los que, con su talento, te hicieron sentir más vulnerable, todos esos formidables rastreadores de tus puntos débiles.

Cuando se insertan en el público de un acto literario, los rastreadores toman el nombre de “fruncidores de ceño”. Son los que en cualquier presentación de cualquier microlibro en promoción, pueden pasar de una actitud visiblemente escéptica a una altanería que emite, sin palabras, una enojosa suficiencia.

Esos fruncidores de ceño lideran secretamente, según Alejandro Zambra, una especie de tribu urbana dedicada a minar la seguridad de los oradores. Los hemos visto: se muestran serios a rabiar, y eso les distingue del público corriente, que ya de por sí tiende a ser adusto, pero no exhibe rabia.

Nada seriamos sin ellos, sin el espíritu sublevado de los malditos fruncidores de ceño que crean en nosotros el esencial espíritu autocrítico.  Son más imprescindibles de lo que creemos. Pienso, por ejemplo, en el “fruncidor” que aparece en Syllabus, extraordinario cuento de Juan Benet en el que un insigne catedrático se despide de sus incondicionales con cuatro conferencias y desde el primer momento se siente desafiado por un indolente joven de la última fila, que, decepcionado, siempre se va antes de que el insigne termine sus charlas.

Es un relato enigmático, abierto a interpretaciones. Ahora mismo, las circunstancias me llevan a leerlo así: el catedrático envidia el lugar al que se dirige en su fuga el joven díscolo fruncidor de ceño, el joven partidario de volver a su flaubertiana mesa de trabajo en la que ha comprobado que, de no encontrarse en ella, se siente vacío, se siente –como dice John Banville que a él le sucede– lo más parecido a una piel despellejada sin huesos

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