Paul Auster y su nieta. NY,
¿Hay algo más verosímil que la trágica “locura de pena” de la que nos habla Paul Auster en Baumgartner? En su novela, a pesar de vivir, como él mismo dice, “en el país de “Cancerland”, tiene el detalle de seguir apostando por el estridente estupor que produce la realidad y mantener una incondicional fe en la ficción, así como una no menos incondicional fe en el amor. Y tanto es así que, al convertir Auster en tan verosímil la “locura de pena” del viudo Baumgartner, va creando el sendero narrativo idóneo para llegar a un momento supremo, digno de cualquier antología de historias de amor: suena en la noche el teléfono y el destartalado viudo escucha, desde el más allá, la voz de su mujer muerta nueve años antes.
Aunque necesariamente ambigua, la fracción de verosimilitud de este episodio crea las condiciones suficientes para que el lector quede atrapado por la destreza del autor en el arte de la ficción. Un arte que, a partir de ese momento mágico y magistral, le lleva a frecuentar las emociones que marcarán el paso al resto de la novela, creada con ese tipo de naturalidad en la escritura moderna que suele atribuirse a Stendhal, monarca precisamente de todos los libros de amor.
En Baumgartner se nos dice que si tenemos la suerte de estar estrechamente conectados con otra persona, tan y tan cerca que el otro sea tan importante como tú mismo, la vida no sólo se volverá posible, sino también vivida. Que es como decir que, con tumba fría o sin ella, el amor es más eterno que el silencio de la muerte. Y que, al final de nuestros días, sólo cuenta si has querido a alguien y te han querido a ti.
“¿Ha pasado el amor a ser algo minusvalorado en el mundo contemporáneo, quizás porque provocan más interés otros valores?” Esta es una de las preguntas que formula David Trueba a Woody Allen en su recién estrenado y brillante film–entrevista Un día en Nueva York. La respuesta de Woody Allen (que me devuelve a la novela de Auster): “Creo que si ves películas ambientadas en la actualidad, o de época, incluso si lees libros de ahora, el amor está siempre ahí”.
El amor y el crimen, puntualiza Woody. Y el crimen remite a muerte, a “locura de pena”, a los clásicos amor y muerte, a los que falta siempre añadir el tercer tema, el paso del tiempo, cliché que no puede faltar en el triángulo de los temas que siempre están ahí. Para Woody Allen amor y muerte “se han mantenido estables, desde la tragedia griega hasta ahora, “pasando por Shakespeare, Chejov, y llegando hasta Scorsese”. Se lo dice a David Trueba con la misma prodigiosa serenidad que mantiene a lo largo de todo el film–entrevista, donde le resta cualquier tipo de pompa a su trayectoria, cayendo incluso en la humildad, aun sabiendo, como cabe suponer que sabe, que el problema de la humildad es que no puedes presumir de ella. Pero es que eso es lo que parece interesarle a Woody: no presumir de nada, como si quisiera decirnos que todo lo que filmó fue fácil, salió rodado. Y que sólo el amor, como nos dice Auster en Baumgartner, cuenta a la hora de la verdad.