Montevideo by Enrique Vila-Matas, translated from the Spanish by Sophie Hughes and Annie McDermott, Yale University Press, 2025
Enrique Vila-Matas, famoso por su erudita metaficción, ha consolidado aún más su prestigio con Montevideo, su última novela, traducida a un exquisito inglés kafkiano-borgiano-nabokoviano-cortazario —o, digamos, un auténtico inglés vilamatasiano— por Sophie Hughes y Annie McDermott. Como gran parte de la obra del aspirante al Nobel, el humor de Montevideo se desarrolla mediante digresiones en primera persona que conducen al lector por un laberinto de alusiones, haciendo referencias a escritores tanto reales como imaginarios. Tan solo en las primeras páginas, hay una larga letanía de apariciones: Lucy Sante, Emil Cioran, Ricardo Piglia, Herman Melville, Miklós Szentkuthy, Antonio Tabucchi, Roberto Bolaño, Laurence Sterne y una tal Madeleine Moore. La lista crece rápidamente, y algunos de los mencionados comienzan a consolidarse no solo como amigos y héroes del narrador anónimo, sino como parte del propio autor. Como de costumbre, Vila-Matas se deleita en difuminar la realidad con la ficción: «…cualquier versión escrita de una historia real es siempre una especie de ficción: en el momento en que el mundo se plasma en palabras, se altera fundamentalmente». El narrador (posiblemente un sustituto del Vila-Matas «real») ama la literatura a pesar de sufrir un grave bloqueo creativo, o más bien el «síndrome de Rimbaud», una condición que el narrador ya analizó en una novela anterior, Virtuosos del Suspenso, que «…se convirtió en una pesadilla… enterrada bajo mi piel como la manzana que le lanzó el padre de Gregorio Samsa», y que guarda un asombroso parecido con el propio Bartleby & Co. de Vila-Matas. Habla de la maestría del autor, pues, que estos juegos de percepción atraigan al lector a los sinuosos senderos del texto en lugar de alienarlo, creando una atmósfera emocionante en la trama minimalista pero potente y en los personajes poco convencionales. Montevideo se divide en seis secciones distintas y cohesionadas, cada una con el nombre de lugares que el autor ficticio visita (de una forma u otra): París, Cascais, Montevideo, Reikiavik, Bogotá y París de nuevo. Las risas comienzan en la primera sección, en la que una versión más joven del narrador se muda a la Ciudad de la Luz con la esperanza de escribir algo al estilo de una generación perdida, pero finalmente no lo logra y termina traficando con drogas, «… superado, además, por una repentina indiferencia hacia la cultura en general; una indiferencia que me costó caro a la larga y que incluso se reflejó en el título torpe que le di a mi relato de aquellos tiempos turbulentos: Un garaje propio». Asiste a «fiestas horribles, aunque con mucho vino tinto», y siempre deja a sus conocidos con una despedida que solo a él le hace gracia: «¿Sabías que he dejado de escribir?». Este sentido excéntrico, ensayístico e irónicamente existencial se extiende a lo largo de las secciones, pero especialmente aquí, las anécdotas con sus amigos Tabucchi y Moore (un artista convertido en escritor que me parece completamente inventado), son tan agudas como una pluma. La sección del título, mi favorita y posiblemente la más entretenida, se centra en el interés casual del narrador por el atmosférico cuento de Julio Cortázar, «La puerta sellada». Como él mismo admite, no es un aficionado a Cortázar, pero su curiosidad se convierte en una «paranoia cortazariana» tras visitar el Hotel Cervantes en Montevideo, Uruguay. Sorprendido al descubrir que el personal del hotel no tiene ni idea de que Cortázar había ambientado su historia en la habitación 205, con su misteriosa puerta que da a otra habitación donde el extraño llanto de un bebé persiste durante toda la noche, el narrador de Vila-Matas se adentra en la historia dentro de la historia, y a pesar de no haberse propuesto escribir sobre su experiencia, termina escribiendo sobre su experiencia de no escribir sobre su experiencia. Al igual que Pálido fuego de Nabokov, Tristram Shandy de Sterne y las sagas islandesas, Montevideo de Enrique Vila-Matas define la literatura como potencialmente infinita, incluso en su locura de ser inmortal, y que tal afinidad por el infinito puede llevar a sus seguidores siempre a otra habitación, a otro libro, a otra vida, ad infinitum; esto es, si no arroja a uno al abismo.
Enrique Vila-Matas, famous for his erudite metafiction, has further solidified his giant status with Montevideo, his latest novel to be rendered into an exquisite Kafkaesque-Borgesian-Nabokovian-Cortázarian—or, let’s just say, bonafide Vila-Matasian English by Sophie Hughes and Annie McDermott. Like much of the Nobel contender’s work, Montevideo’s humor develops via first-person digressions that lead the reader through a labyrinth of allusions, referencing writers both real and imagined. In only the first several pages, there is a long litany of appearances: Lucy Sante, Emil Cioran, Ricardo Piglia, Herman Melville, Miklós Szentkuthy, Antonio Tabucchi, Roberto Bolaño, Laurence Sterne, and a certain Madeleine Moore. The list expands quickly, and some of the mentioned begin to establish themselves as not only the friends and heroes of the unnamed narrator, but part of the author himself. Per usual, Vila-Matas revels in blurring reality with fiction: “. . . any written version of a true story is always a kind of fiction—the moment the world is arranged into words, it is fundamentally altered.”
The narrator (possibly a stand-in for the “real” Vila-Matas) loves
literature despite suffering a bad case of writer’s block—or rather
“Rimbaud syndrome,” a condition examined in a previous novel by the
narrator, Virtuosos of Suspense, that “. . . became a nightmare
. . . buried under my skin like the apple Gregor Samsa’s father threw
at him,” and which bears a striking resemblance to Vila-Matas’s own Bartleby & Co.
It speaks to the author’s mastery, then, that these perception-games
welcome the reader into the text’s meandering trails instead of
alienating them, threading a thrill into the minimal yet potent plot and
the offbeat characters.
Montevideo is divided into six distinct and cohesive
sections, each named after places that the fictional author visits (in
one way or another): Paris, Cascais, Montevideo, Reykjavík, Bogotá, and
Paris again. The chuckles begin during the first section, in which a
younger version of the narrator moves to the City of Light with hopes of
writing something “lost-generation style,” but ultimately fails to do
so and ends up dealing drugs, “. . . overcome, what’s more, by a sudden
indifference to culture more generally; an indifference that cost me
dearly in the long run and was even reflected in the oafish title I gave
to my account of those turbulent times: A Garage of One’s Own.”
He goes to “lousy parties, albeit with plenty of red wine,” and always
leaves his acquaintances with a goodbye that only he finds funny: “Did
you know I’ve stopped writing?” This eccentric, essayistic, wryly
existential sense extends throughout the sections, but especially here,
the anecdotes featuring his friends Tabucchi and Moore (an artist turned
writer who seems to me completely fabricated), are as sharp as a quill.
The title section, my favorite and arguably the most entertaining,
centers around the narrator’s casual interest in Julio Cortázar’s
atmospheric short story “The Sealed Door”; as he admits, he is no
Cortázar afficionado, but his curiosity grows into a “Cortazarian
paranoia” after he visits the Cervantes Hotel in Montevideo, Uruguay.
Surprised to learn that the hotel staff have no idea Cortázar had set
his story in Room 205, with its mysterious door leading to another room
where a baby’s strange crying persists throughout the night,
Vila-Matas’s narrator enters the story within the story, and despite not
setting out to write about his experience, he ends up writing about his
experience of not writing about his experience.
Like Nabokov’s Pale Fire, Sterne’s Tristram Shandy, and the Icelandic sagas, Enrique Vila-Matas’s Montevideo
defines literature as potentially infinite, even in its foolishness to
be immortal, and that such an affinity for infinity can lead its
followers always into another room, another book, another life, ad
infinitum—that is, if it does not cast one into the abyss.
[Del libro E-mails con Roberto Bolaño. —-AUTOR: JJ Maldonado
Publicado por Seix Barral, Perú]
Cada vez que veo esta fotografía, me
pregunto lo siguiente: “¿A quién mira Enrique Vila-Matas?”. La respuesta, al
menos para mí, es un misterio. Cualquiera diría que el barcelonés mira al lente
de la cámara, al instrumento de aquel anónimo fotógrafo que sacó la imagen en
la Calle Rosellón 343 de Barcelona, un viernes 11 de junio de 1954; o diría que
mira, ese mismo día, el sombrero del fotógrafo o, quizá, un dibujo distractor
exclusivo para niños que sufren de hiperactividad. Lo pienso, pero por ahí no va
el asunto. Nadie con tres dedos de frente podría aceptar tantas simplezas. Y
eso porque el niño Vila-Matas está mirando algo más, una cosa, sustancia o
concepto que se escapa de nosotros y que en los últimos años he intentado
descubrir como un desesperado Ahab. He analizado la foto, la he agrandado hasta
la desfiguración, he lanzado mis arpones conceptuales, he utilizado una lupa
para ver la dirección exacta de los ojos del niño –su reflejo, su propia
captura–, pero todo ha sido en vano.
El escritor francés Pierre Michon,
pensando en una fotografía que William Faulkner se sacó en 1931, en
Mississippi, señala que el autor de Luz de agosto está mirando –en esa
foto– algo que nosotros no podemos ver: un elefante. ¿Y qué es ese elefante? Es
Faulkner; es, en otras palabras, la Literatura. Porque, nos dice Michon, hay un
elefante llamado Shakespeare, un elefante llamado Melville, un elefante llamado
Joyce, y por eso el joven William Faulkner supo que no tenía otro remedio que
convertirse personalmente en elefante para así tumbar a esos otros monstruos de
colmillos gigantes. Ante el clic de la cámara, Faulkner miró a su yo elefante y
desde entonces no hubo vuelta atrás.
Siguiendo
esta caprichosa idea michoneana, me pregunto: ¿Enrique Vila-Matas está mirando
a su propio elefante? ¿Acaso está viéndose así mismo? La respuesta, por ahora,
es no.
Escogí esta fotografía, y no otra, porque
creo que representa el principio, el íncipit vital de Enrique
Vila-Matas. Podría haber optado por las estupendas fotos que Daniel Mordzinski
le hizo al autor de Suicidios ejemplares –aquellas donde sale con lentes
de sol y con una gabardina que esconde en su interior dos hileras de retratos–,
o por las fotos en las que sale fumando y con pinta de vampiro durante su etapa
de director de cine, pero no, finalmente me decidí, hace ya varios años, por la
que le sacaron en 1954 en la Calle Rosellón. La foto por sí sola es
inquietante. Un pequeño Vila-Matas, muy formal con su camisa dalton blanca, la
corbatita a medio cerrar, el chaleco sin cuello y el pantalón de lino –que lo
imagino corto–, en pose de accidentado monarca, no expresa emoción alguna.
Inquieta que a esa tierna edad el niño tenga la misma seriedad que un
pantocrátor o un archimandrita en plena liturgia. ¿Qué es, pues, lo que lo ha
dejado tan adusto? ¿Qué fuerza material o metafísica ha captado toda su atención?
No lo sabemos. ¿Lo sabe, tal vez, el dueño de esa mano que coge su cuello e
intenta jalarlo, desviarlo de aquello que lo hipnotiza? Me inclino por la
respuesta negativa.
A veces pienso que esa fotografía, a
diferencia de las muchas otras en donde aparece Enrique Vila-Matas –incluso en
una que sale de niño, quizá a la misma edad, leyendo concentradamente una
revista– posee una retórica propia, y que eso me hace ver en ella el relato
documental de un asesino en serie, la revelación de un anticristo reencarnado o
la estampa de un antiguo príncipe caído en desgracia. Una vez le enseñé la
fotografía a una reportera de televisión con la que salía y le pedí su opinión.
Me dijo que el niño le parecía el hijo menor de un capo de la mafia y que, de
seguro, ya se había cargado a todos sus hermanos para hacerse con el clan.
También le mostré la foto a un taxista conversador de Madrid y, sin siquiera
meditarlo, me dijo que el niño era un nazi, uno de esos infantes adoctrinados
por las Waffen-SS que habían sido enviados fuera de Alemania para continuar con
la expansión de los ideales hitlerianos. Un fotógrafo, un poco más realista, me
dijo que el niño de la foto era el retrato de un famoso prelado de Europa que
había dado su vida por la Sola Scriptura. Y mi madre, sin ambages, me dijo que
el pequeño Vila-Matas era el pasado de un actor porno que impactó a toda su
generación.
Con respuestas como estas concluí que ver
esa fotografía era como verse a sí mismo y hacer de nuestra imaginería una
realidad. Quizá por eso A. G. Porta tituló uno de sus libros, con mucha
inteligencia, Me llamo Enrique Vila-Matas, como todo el mundo. Pero ni
siquiera así, llamándome Enrique Vila-Matas, he podido descubrir qué mira ese niño que tiene el nombre de todo el mundo.
No es a su elefante al que mira, desde luego, porque a diferencia de Faulkner,
que ya estaba adulto y que ya era escritor cuando le sacaron su fotografía,
Vila-Matas apenas rozaba los seis años y no tenía forma de saber que había unos
elefantes llamados Laurence Sterne, Herman Melville, James Joyce, Robert Walser
y Franz Kafka, a los que a fuerza tendría que montar –o mantear a lo Cervantes–
para convertirse en Shandy.
Pero si no es un elefante lo que ve el
niño Enrique Vila-Matas, ¿entonces qué diablos mira?
Ni el fotógrafo ni el modelo ni el
acompañante de la imagen saben que de su peculiar conjunción nacerá la
incógnita que me persigue desde hace mucho tiempo. ¿Cuándo fue la primera vez
que me pregunté qué observaba Enrique Vila-Matas en la fotografía de su niñez?
Creo que fue durante mi visita a Charleville, mientras me dedicaba a buscar la calle
Rimbaud del propio Arthur Rimbaud. Al no encontrar nunca esa dichosa calle
y al sospechar, entre maldiciones y carajos, que la calle Rimbaud era un
estado mental y no un trozo de asfalto, me sentí estafado y estúpido, y
aproveché el momento para echarle toda la culpa de mis gastos a Enrique
Vila-Matas. Ya de vuelta a mi hotel, releí su artículo “La calle Rimbaud” y,
antes de mandarle un e-mail amenazante por todos los daños y perjuicios,
vi, en un apartado de la web, la pequeña foto y mi furia se convirtió en
maravilla. No era la primera vez que veía la imagen, sin duda, pero en ese
instante me pareció muy novedosa, completamente inédita, pues observé en ella
algo que antes se me había pasado de largo en otras ocasiones: la mirada de
Enrique Vila-Matas.
Desde ese instante no he parado y la
fotografía me acompaña a todas partes, incluso a mi propia calle Rimbaud,
la cual terminé por descubrir y por colocar, en cada una de sus puertas, la
foto del pequeño Vila-Matas bajo un rótulo que dice: “Se busca”.
Todos los personajes de Enrique Vila-Matas
están enfermos de literatura y no quieren curarse, aunque a veces digan lo
contrario. Tras reflexionar mucho sobre este asunto, he llegado a la sabia
conclusión de que no solo son los personajes de Vila-Matas los que están
enfermos de literatura, sino también lo están sus lectores, y sus editores, y
sus agentes, y sus amigos, y su familia, y sus reseñistas, y sus haters,
y sus fans, y todos los que orbitan alrededor de él y que saben, de alguna
forma u otra, que la literatura los va a llevar a la tumba. ¿Existe alguna cura
para esa enfermedad? Responde el hipotético Montano: sí, la felicidad del no
escribir, la tranquilidad del no mirar.
Enrique Vila-Matas niño mira lo que tú y
yo no podemos ver. En esa mirada hay un momento biográfico o histórico, cuya
duración no se logra medir en los segundos de un clic de cámara, sino solo en
relación al espacio de toda una vida, incluso al de un futuro que todavía no
existe. Lo que mira le dice, a través de su propio lenguaje, algo que
posiblemente escapa de su propio entendimiento, pues Vila-Matas está demasiado
joven como para comprenderlo o asimilarlo. Así como el rey Josías de Juda –a
los ocho años– mira absorto al profeta Jeremías mientras este le suelta una
profecía ininteligible, el pequeño Vila-Matas mira confundido aquello que
posiblemente nunca se nos revelará. Y eso lo sé porque la mirada no es
silencio, sino todo lo contrario: es elocuencia pura. Pero hay que saberla
interpretar, aunque cueste demasiado. Creo que fue John Berger quien dijo que
la mirada es la escritura de los ojos, y que, a veces, el lenguaje de esa
escritura tiene más importancia que el lenguaje de la palabra. Así lo prueba la
fotografía del niño Enrique Vila-Matas.
Pensando en la mirada, he ido a parar en
el caso de Jean Paul-Sartre, más conocido en Lima como el “Ojo Loco”. En toda
la obra de este escritor debe haber más de cinco mil referencias a la mirada.
Annie Cohen-Solal, su estupenda biógrafa, apunta que ese exceso con la mirada
tal vez tenga una connotación muy psicológica por la intensa fobia que Sartre
tenía con su propia imagen. El autor de La nausea perdió el ojo derecho
a los cuatro años, sufría de estrabismo divergente y estaba afligido por su
miopía y fealdad. En otras palabras, no quería ni mirarse. A los 77 años tuvo
una trombosis venosa en su ojo izquierdo y la fobia empeoró. “El infierno son
los otros que nos miran”, decía cuando, realmente, él era su propio infierno
tan temido al mirarse en el espejo o en una fotografía. Sin embargo, hay una
frase suya que me interpela. Es la siguiente: “La mirada ajena, la mirada del
otro se me escapa, ya no soy dueño de la situación”. Eso es lo que me pasa al
ver la foto de Enrique Vila-Matas. Su mirada se me escapa. Ya no puedo ser más
dueño de esta horrible situación.
Una vez, hace mucho, le mandé un e-mail
a Enrique Vila-Matas para preguntarle qué estaba mirando en esa foto. Al cabo
de unos días me respondió diciendo que no iba a pagarme su deuda y que lo sentía,
pero iba con prisas, porque salía de inmediato hacia las ruinas de Pula, donde –ya
sabría disculparle– lo había dispuesto todo para suicidarse esa noche.
Me quedé estupefacto. Por prudencia, no le
dije nada a nadie, y escribí en respetuoso silencio un obituario para
adelantarme a cualquier periodista cultural. Unos días después, mientras
esperaba la noticia de su muerte, me sorprendió uno de sus habituales artículos
en El país. Entonces supe que me habían tomado el pelo. En su texto,
Enrique Vila-Matas decía que, durante su breve estancia en la bahía de Nora, se
había dedicado a responder humorísticamente algunos e-mails sin leerlos.
Quería imitar y homenajear así a Eric Satie, pianista francés que nunca abría
las cartas que recibía de sus fans o amigos, pero que igual las contestaba
todas.
En el listado de respuestas que Enrique
Vila-Matas adjuntó a su artículo, vi el e-mail que me había enviado.
Estaba idéntico; sin una coma más, sin una coma menos. No supe qué decir. Sobre
todo cuando al cierre de su texto se despidió con la promesa de que no volvería
a revisar un solo e-mail durante lo que le quedara de vida. All the
rest is silence.
Después de leer a Enrique Vila-Matas, es
imposible volver a leer otros libros de la misma forma, incluidos los libros
del propio Vila-Matas. Y esto se debe a que una de las lecciones más
significativas del magisterio del escritor barcelonés es, para suerte nuestra,
la de mirar la literatura desde otro ángulo, desde otra puerta, fuera de
convencionalismos y de lugares comunes, y fuera, también, de las teorías,
síndromes y enfermedades literarias que el mismo autor suele inventarse en cada
libro. En otras palabras, lo que nos enseña Vila-Matas es a mirar distinto. Eso
puede ser algo muy valioso, pero también una desgracia. Miren mi caso. Deliro
por mirar diferente la foto de alguien que mira, como nadie, la mirada del
mundo, la mirada de todas esas fuerzas extrañas que hacen la literatura.
“¿Qué hay tras la ventana?”, decía Roberto
Bolaño en Los detectives salvajes. “¿Qué hay tras la puerta?”, dice
Enrique Vila-Matas en Montevideo. Yo, desde mi humilde y polvorienta calle
Rimbaud, digo ahora: “¿Qué hay tras la mirada del niño de la foto?
Descubrir ese misterio o, mejor aún, inventarlo, creo que es lo que me está
convirtiendo en escritor en contra de mi voluntad. Qué desgracia, la verdad.
Siento que pronto me saldrá la penosa joroba del narrador de Bartleby y
compañía.
Podríamos llamar “Estética del claroscuro”
a ese tipo de imágenes que, como en el caso de la fotografía de Enrique
Vila-Matas, guardan una fuerte incógnita que no se puede resolver o
desentrañar. Pienso, por ejemplo, en todas las pinturas o fotos en las que
aparece Rimbaud. ¿Qué es lo que mira el genio de Charleville en esas estampas?
En Rimbaud el hijo, Pierre Michon especula que en ese famoso retrato que
le hizo Étenne Carjat, Rimbaud no miró una maceta en la que su planta se
encaramaba hacia octubre y quemaba su carbono, sino que divisó al vigor del
futuro, a la capitulación literaria, a la Pasión poética, a la Temporada y
a Harar, a la sierra sobre su pierna en Marsella, y seguramente, dice Michon,
miró a la poesía con total petulancia como en otro tiempo, en ese mismo lugar,
quizá incluso en la misma silla, se sentó Baudelaire para mirar todo lo que el
pobre niño no miró.
Podría pensar que eso también sucede con
las fotografías en las que aparece Jim Morrison o el gordo Balzac o Virginia
Woolf. ¿Qué mira, pues, la autora de Orlando en las fotos que le sacó su
esposo Leonard Sidney Woolf? Puede ser que e qué mira ese niño que tiene el
nombre de todo el mundo sté mirando la violencia del río Ouse, pero no el mismo
río que la mató, sino el río Ouse que era su mente, ese caos que ni siquiera la
propia literatura pudo ordenar. ¿O es que estará mirando su deseada habitación
propia? ¿O su apasionamiento bisexual?
Toda esta “Estética del claroscuro” se
repite en las fotos de Pierre Michon, de Samuel Beckett, de William Faulkner,
de James Joyce, de Flannery O´Connor, de César Vallejo, de Martín Adán, de
Margarite Duras, de Julio Ramón Ribeyro, de Shirley Jackson, de Franz Kafka, de
Robert Musil y, por supuesto, de Enrique Vila-Matas. Estas fotografías,
doblemente porosas, permiten evocar no solo los “dos cuerpos del rey”, sino
también otras imaginerías de potente magnitud. Así, la propia imagen se
convierte en un relato permanentemente abierto, en una inmensa amalgama de
datos inventados, de materiales no reconocibles y de procesos de origen diverso
y de sentido siempre relativo e incierto. Es decir, en la “Estética del
claroscuro”.
Paul Valéry nos dice: “Reflexionar sobre
la mirada del otro no es más que reflexionar sobre la mirada de uno mismo”.
¿Pero es realmente Valéry quien nos regala
esta frase? ¿O no es más que una frase mía que hago pasar por una de Paul
Valéry? ¿Y si es una frase de Valéry que paso por mía? ¿O si es una frase de mi
madre que adjudico a Valéry y, luego, me la atribuyo a mí? ¿Y si todo ocurre
todo al revés, siendo una frase mía que asigno a Valéry y que, finalmente, este
concede a mi madre? ¿Y si la frase, para ser más exactos, no existe? Esta
chanza literaria es Enrique Vila-Matas en estado puro.
Viajé a Barcelona para averiguar, de
primera fuente, qué era lo que miraba Enrique Vila-Matas en la fotografía que
tanto me perturba. Aunque hice todas las averiguaciones posibles, no llegué a
dar con la respuesta. Ni siquiera el día que conocí al propio Vila-Matas y le
pregunté a boca jarro qué diablos estaba mirando en esa foto.
Aquel desdichado abordaje se hizo
manifiesto en los interiores del bar Belvedere. Luego de una presentación de
Federico Falco en La Central de la calle Mallorca, encontré al escritor
barcelonés en la terraza del bar tomándose una copa con Paula de Parma y con
Rodrigo Fresán. Los tres parecían muy felices y muy jóvenes y muy vampíricos,
en especial el inventor de los Shandy, quien llevaba las solapas de su abrigo
levantadas y la piel extremadamente pálida. Tuve ganas de abrazarlo allí mismo,
pero me contuve porque tenía una misión. De modo que pedí un vermut en una mesa
lejana y esperé que el escritor fuera al baño para interceptarlo en el camino.
Demoró sus buenos cuarenta minutos hasta
que al final se levantó y, con su enorme abrigo que le tapaba todo el cuerpo,
empezó a subir las gradas del zaguán del Belverede como si estuviera flotando.
Salí a su encuentro y a la altura de la barra le bloqueé el paso. Enrique
Vila-Matas quedó asombrado frente a mi temeridad. Era más alto de lo que me
imaginaba y parecía más vampiro que el propio conde Drácula en la Noche de
Walpurgis. Retrocedí un poco indeciso, pero Vila-Matas continuó mirándome con
esa misma intensidad con la que miraba en su fotografía de niño en la Calle
Rosellón.
–Con permiso –dijo.
Lo dejé pasar, aunque al instante me
arrepentí.
–Espere –ordené.
Enrique Vila-Matas volteó y creí ver unos
colmillos en su boca. Me sentí como en una de esas extrañas novelas de Irlanda
en las que todo puede pasar. No me hubiera sorprendido que el catalán saliera
volando del bar si le mostraba un crucifijo. Pero en lugar de una cruz tenía su
fotografía –la cual siempre cargo conmigo, por si acaso–, y eso fue lo que le
mostré.
–¿Qué es esto? –dijo el escritor, pasmado.
–Es mi maldición –contesté.
El autor de Doctor Pasavento me
arrebató la foto con una de sus garras y se quedó mirándola.
–Este de aquí soy yo –dijo.
–En efecto.
–¿Y de dónde lo sacaste?
–De mis lecturas –respondí.
El vampiro parecía confundido, casi como
si le hubieran clavado una estaca bañada en agua bendita en la pierna y no en
el corazón. Yo también estaba confundido, y ansioso y medio borracho, aunque no
había tomado más que un vasito de vermut.
–Escuche –dije–, solo quiero hacerle una
pregunta para dejarlo en paz. ¿Qué mira usted en esta fotografía?
Vila-Matas observó mejor la imagen y al
instante entendió el sentido de mi pregunta.
–Miro lo que tengo que mirar –respondió.
Me quedé en shock. Sin darme cuenta, el
vampiro de los Shandy había empezado a chuparme la sangre. Vila-Matas agregó:
–Y aquello que miro, me mira a mí también.
–¿Y qué es eso? –dije–. ¿La literatura?
El novelista se rio.
–No –dijo.
–¿Acaso somos nosotros sus lectores?
–Tampoco.
–¿Se mira a sí mismo?
–Menos.
–Ya sé. Está mirando al estilo y el estilo
le devuelve la mirada.
Enrique Vila-Matas se quedó pensando un
rato, luego dijo:
–Bueno, eso puede ser. Pero no.
–¿Entonces qué diablos está mirando usted?
–La verdad, no lo sé. Y está bien que sea
así, pues esa es una mirada que no conviene destrozar comentándola. Creo que
todo el mundo puede entenderla, ver –desde su centro – hacia donde apunta esa
mirada.
–Entonces debo ser el único pobre diablo
en no entenderla para nada –dije.
–¿Pero por qué quieres entender esa
mirada?
–Porque si no entiendo una mirada, no
podré entender el mundo, y si no entiendo el mundo, no podré entenderme a mí
mismo.
–¿Esa no es una frase mía?
–No –dije–. Es mía.
–¿Cómo te llamas?
–J. J. Maldonado –dije.
–Bueno, Maldonado, voy con prisas. Ha sido
un gusto.
–Oiga, ¿usted siempre va con esas prisas?
–pregunté pensando en el e-mail que me había mandado desde el poblado
fenicio de Pula.
–Sí. Y la culpa de eso lo tiene Duchamp
–contestó Vila-Matas misteriosamente.
–Solo deme algo, por favor; cualquier
respuesta para estar al fin en paz –rogué– ¿Qué es lo que mira en esa
fotografía?
–Eso debe descubrirlo usted mismo,
Maldonado.
–Se lo suplico…
– I would prefer not to.
–Por favor.
–Vale –dijo–. Lo que veo allí es un punto
de vista. Ahora, con su permiso, paso a los servicios.
–¿Lo puedo acompañar?
–Por supuesto que no –dijo Enrique
Vila-Matas.
Quedé mucho más desorientado que al
principio. Todo mi viaje transatlántico había sido en vano. Salí tambaleante
del Belverede y escuché a mis espaldas las risas de Fresán y de Paula de Parma,
como si se estuvieran burlando de mi desgracia. Entonces eché a correr hacia mi
piso con la siguiente frase de Vila-Matas rondando en mi cabeza: “Lo mejor de
la vida es viajar y perder las teorías, perderlas todas”.
¿Imitar a Enrique Vila-Matas, sustituirlo,
es cometer un suicidio literario, un suicidio ejemplar? Creo que no. Su cuento Sucesores
de Vok ironiza sobre eso y explica cómo podrían repartirse la herencia
literaria Shandy unos cuantos escritores con sus respectivos “estados de
serenidad”. Bajo ese contexto, pienso en algunos narradores que han logrado
aprehender mejor que nadie las lecciones del Bartleby barcelonés: el británico
Lars Iyer en Magma, por ejemplo; o el catalán Albert Forns con su novela
sobre Albert Serra; o los norteamericanos Ben Lerner en Saliendo de qué mira
ese niño que tiene el nombre de todo el mundo la estación de Atocha y Tom
Drury con The Driftless Area; o las españolas Elisa Rodríguez Court con
su espléndida Decir noche y Alicia Kopf con Hermano de hielo. Y
yo, el peruano J. J. Maldonado, ¿soy vilamatiano?, ¿soy acaso un sucesor de
Vok? Creo que no, pues para mi desgracia, mi única influencia soy yo mismo.
Ayer vi a un shandy por Paseo Colón; lo
seguí un rato, hasta la avenida Wilson, pero al final lo dejé ir.
El 31 de marzo de 2018 me invitaron, junto
a un puñado de amigos escritores, periodistas y críticos literarios, a la Casa
de la Literatura Peruana para dar una conferencia sobre Enrique Vila-Matas por
sus 70 años de vida. Acepté el encargo un tanto desasosegado, pues sentí que ya
se había dicho demasiado sobre el autor de Aire de Dylan y que yo, J. J.
Maldonado, no tenía nada nuevo qué decir. Mis amigos, por el contrario,
parecían unos locos entusiastas y no los vi para nada preocupados pese a que el
organizador del evento nos advirtió de que expondríamos durante veinte minutos
exactos; ni uno más ni uno menos.
En los días previos al congreso intenté
redactar un texto, pero me di cuenta enseguida de que nunca lo terminaría. No
solo era la falta de ideas lo que me volvía inútil, sino también mi pereza, mi
falta de estilo, mi terror al abucheo, mi pequeñez frente a un público leído y
a unos exponentes especialistas en Vila-Matas en quienes no funcionarían mis
patéticos blufs. Pensé en rechazar el encargo, pero lo hice muy tarde y ya era
imposible dar vuelta atrás. Me pareció que podía inventarme una entrevista con
Enrique Vila-Matas y leerla en público, pero mis intentos fueron un desastre.
En vez de parodiar la voz del catalán, parecía estar haciendo un homenaje al
oscuro Tongoy de El mal de Montano.
Cuando finalmente llegó el día del evento,
no tenía una sola línea preparada. Nunca había sentido tanto miedo en toda mi
vida. Estaba horrorizado. Para excusarme, imaginé diversas formas de
accidentes. Podía dejarme atropellar por los taxis informales de Lima, o sufrir
una cuchillada por causa de un asalto. También podía surgir un imprevisto
doméstico como el corte de un dedo o un brutal golpe en la frente al igual que
Dahlmann en El sur de Borges.
Ya estaba decidiéndome por el corte de un
dedo, cuando me acordé de la fotografía de Enrique Vila-Mas y, por defecto, de
mi obsesión por su enigmática mirada. Aunque no era un gran tema, por lo menos
tenía un planteamiento novedoso. Imprimí la fotografía y decidí improvisar
algunas respuestas a partir de la pregunta “¿A quién mira Enrique Vila-Matas?”.
Luminoso, despreocupado, me presente a la Casa de la Literatura Peruana
pensando que tenía el asunto bajo control.
Como todo el mundo sabe, al frente de la
Casa está el famoso bar Cordano, búnker de Martín Adán y punto ideal para
tomarse unas copas. En las terracitas de aquel sitio encontré a varios de mis
colegas intercambiando pareceres sobre Vila-Matas y sobre la literatura en
general. Me senté con ellos y no tuve mejor idea que zamparme unos chilcanos
con el estómago vacío. Mi propia incompetencia en esos menesteres hizo que, en
menos de media hora, terminara tan borracho como Alfredo Bryce Echenique.
Para cuando el evento comenzó, no sabía ni
quién era y había olvidado todos mis puntos de referencias con respecto a la
fotografía de Enrique Vila-Matas. Recuerdo que me precedieron cuatro
expositores que cumplieron su deber a cabalidad, sacando aplausos y
aprobaciones del público presente. Yo estaba sentado en su misma mesa y hacía
como si atendiera a todo lo que decían, asintiendo muy risueño, carcajeando de
sus private jokes, encantado con su inteligencia, satisfecho de estar en
una mesa llena de shandys y cronopios.
Al llegar mi turno, acepté de buen grado
el pase de palabra y mostré a todos –como una pancarta de protesta– la
fotografía del niño Enrique Vila-Matas. Luego, me quedé en blanco. Estuve así,
por casi quince minutos, ante la incomodidad absoluta de la gente. Algunos
pensaron que era una suerte de performance; otros, que yo era un
perfecto imbécil y un horrible borracho. Me faltó muy poco para quedarme
dormido, pero de pronto, en medio de mi borrachera, empezaron a surgir las
palabras y las ideas, y no sé en qué cesura poética, no sé en qué estado de
reanudación, no sé en qué especie de torpe imitación al buen Montano, le di la
vuelta al “preferiría no hacerlo” y me despaché con cada una de las frases que
concatenan este texto, esta conferencia que ahora lees, que ahora leemos, y que
empieza así: “Cada vez que veo esta fotografía, me pregunto lo siguiente: ´¿A
quién mira Enrique Vila-Matas?´. La respuesta, al menos para mí, es un
misterio”.
EL YO, de Phillip Lopate. Editorial Gris Tormenta.
Maestro absoluto de los estudios sobre el género
ensayístico, Phillip Lopate (Brooklyn, 1943) selecciona fragmentos (cinco) que
mejor representan para él “la conciencia de las cosas” y la presencia del Yo en
algunos de los mejores ensayos de la historia. El prestigio de Lopate es
indiscutible desde que publicara (increíblemente no traducido entre nosotros) El
arte del ensayo personal.
En El Yo los fragmentos son de Montaigne
(¡cómo no!), de Charles Lamb, Dostoievski, Nancy Mairs y de Natalia Ginzburg,
como siempre extraordinaria: “Solo a ratos, del fondo de nuestro cansancio,
surge en nosotros la conciencia de las cosas, tan punzante que hace que se nos
salten las lágrimas; tal vez miramos la tierra por última vez”
Es curioso el caso de Lopate. En nuestro país le han
traducido dos excelentes novelas en Libros del Asteroide: El mercader de
alfombras y Segundo matrimonio. Pero El arte del ensayo personal brilla
por su ausencia. Cosas que pasan, como la sorprendente aparición del Yo, por
ejemplo, en muchos de nosotros. Escribe Lopate en el prólogo a su selección de
textos en Gris Tormenta: “Sé que cuando era niño no tenía este yo tan escarpado
que ahora tengo; entonces, ¿cuándo y cómo fue que apareció? Recuerdo que John Dewey
escribió que el ser no es algo que esté hecho previamente, sino algo que está
en constante formación por las acciones elegidas” Y atención a lo que a
continuación subraya Lopate en su prólogo: las lecturas que realizó en la
adolescencia contribuyeron a moldear su carácter. Ojo pues a lo que leamos en
los primeros años, porque si tragamos solo bazofia corremos serios riesgos de
acabar no siendo ni siquiera capaces, como lo era el bien educado Montaigne, de
aceptar nuestras flaquezas y contradicciones con regocijo y ecuanimidad.
JAMES JOYCE, de Edna O´Brien. Cabaret Voltaire editorial.
Narrar con sencillez la compleja
aventura vital de James Joyce. Para algo así, potencialmente, no había persona
más idónea en el mundo que su compatriota la gran Edna O’ Brien. Y ocurrió,
sucedió, no sé cómo fue, tal vez hubo –entiéndase literalmente–una conjunción
de astros. Y en 1999 apareció la biografía de Joyce, escrita por O’ Brien, el
libro que ha llegado este año a nosotros traducido por la gran Cruz Rodríguez.
Mientras escribo esto, no dejo ni por un momento de
olvidarme de la detallada relación de accidentes que O´Brien conoce y analiza y
que llevaron a Joyce a tal confusión emocional que rompió para siempre su
relación con Dublín. ¡Y pensar que él decía que los genios nunca sufrían
accidentes!
Está claro que no hubo nadie más adecuado para hablar de Joyce que la mejor escritora irlandesa de todos los tiempos, alguien que le conocía bien y que, como prueba de que sabia cómo era el genio, se muestra en su delicioso y profundo texto alérgica a los discursos académicos que con tanta frecuencia genera el culto a Joyce. El retrato que O´Brien nos ofrece de éste es tan alegre como crudo a la vez. Y es una maravilla la elección que sabe hacer de las tres mujeres más importantes de la vida del autor del Ulises: Nora Barnacle, Sylvia Beach y Harriet Shaw Weaver. A no olvidar su profundización en el férreo compromiso de Joyce con el arte literario. Un compromiso que hoy, tal como van las cosas, a más de un lector le puede dejar tieso de la sorpresa.
COLECCIÓN PERMANENTE, de María Negroni
La singularidad de María Negroni.
Sus extraordinarios desafíos a lo convencional. Sus prosas breves en conexión
permanente con la Gran Poesía. Me siento próximo al sentido y sinsentido de su
escritura y a la idea genial de reunir citas literarias con preferencias en
ellas por el desvío, por lo incierto, por los reportajes apócrifos, por su
sabiduría a componer en un museo personal su propia ética, por descolgarse de
pronto con un Canon de la Heterodoxia y con estas palabras que fácilmente
suscribiría: “Me interesan las escrituras poliédricas, los libros descentrados
que no se parecen a nada, no encajan ni siquiera en el canon de la
heterodoxia…”
Me siento próximo a la
calificación de “permanente” que le da Negroni a su Colección. Detengámonos en
ese adjetivo. Ya decía Schopenhauer que hay en todas las épocas —como cabía
esperar, suenan sus palabras como escritas ahora— “dos literaturas que caminan
de una manera bastante independiente, la una respecto a la otra: una literatura
verdadera y una puramente aparente. La primera se desarrolla hasta alcanzar la
categoría de duradera. La otra, cultivada por gentes que se hacen pasar por
escritores, va al galope a través del ruido y de los gritos de aquellos que la
practican, y presenta cada año millares de obras en el mercado. Pero al cabo de
unos años, uno se pregunta: ¿Dónde están? ¿Qué ha sido de su renombre tan
rápido y ruidoso? Así es que puede calificarse a esta última como literatura
pasajera y a la otra como literatura permanente”
Un aforismo de Jules Renard que,
como icono de la volatilidad de la literatura pasajera, entraría perfectamente
en el museo de Negroni: “Un escritor muy conocido el año pasado”. En fin, un
libro muy recomendable incluso para los lectores que no entienden los libros
fáciles, e incluso para aquellos que no saben que, como decía Steiner, los
poemas nuevos no son más que viejos poemas momentáneamente olvidados.
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en RECOMENDACIONES de invierno: Lopate, Negroni y Edna O´Brien (La lectura / El Mundo)
1.- La obra entera de Enrique Vila-Matas se diría un homenaje a sí mismo,
cuando es un homenaje a la mejor literatura. Su complicidad con las formas de
autoficción no alcanza a la prevalencia de su complicidad con las obras ajenas.
2.- La materia literaria de su obra no es sino la literatura misma.
Vila-Matas entiende mejor que nadie que literatura es connivencia con la
literatura y comentario de la literatura. Su obra es un palimpsesto.
3- Su narrativa es un conjunto de historias abreviadas de la literatura, de
historias de la literatura y de Historias de la literatura. Funciona como una
maravillosa poliantea.
4.- Vila-Matas es hijo primogénito y privilegiado de Las Vanguardias, de su
ludismo crónico y de sus imprescindibles excentricidades. La bendita broma
infinita.
5.- Transmuta su mitomanía literaria en mitografía literaria.
6.- No concibe la escritura sino como el final del alambique que destila sus
lecturas. Nadie puede copiar su estilo: solo un genio puede citar sin descansar
y que la cita exhiba el valor de su connaissance
y no la torpeza del mero alarde huero.
7.- Léanse sus grandes libros como enciclopedias shandys:
ontologías de la creación, reflexiones sobre la narración, barruntos sobre el
valor infinito de lo que no se ha escrito aún, las virtudes del proceso frente
al producto y las cualidades de la potencialidad frente a conclusión.
Vila-Matas piensa en su arte. Vila-Matas piensa en el arte.
8.- De la solidez de una obra antojadiza, poliédrica, heteróclita, voluble y
fragmentaria. El autor de Bartleby y compañía convierte
la cultura en una seductora atracción fatal.
9.- De la escritura como una liturgia. De los géneros como invitación a
incumplirlos. De su obra como perpetuo work in progress
y como árbol genealógico que, como ramas, contiene todos sus libros.
10.- Como Don Enrique dijo en una ocasión haciéndose eco de Don Vladimir, lo
mejor de la biografía de un autor es la historia de su estilo. Y la historia de
su estilo es como la naturaleza de su obra: un tobogán vertiginoso desde el
que, mientras piensas la literatura, la ves pasar a tu alrededor.
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en La bendita obra infinita de Enrique Vila-Matas
¿Novelas sobre Barcelona? ¿Cómo decirlo? Tal vez me alcance con este verso
de Mallarmé: “Nada habrá tenido lugar salvo el lugar”.
De esa ciudad, en 1932, se ocupó a fondo, como nunca antes se había visto,
Josep María de Sagarra en su novela Vida privada. Le dio al lugar una
indestructible categoría literaria, al tiempo que creaba un terremoto que golpeó
de lleno a la aristocracia catalana: una sacudida similar a la que en el Nueva
York de los 70 ocasionó la aparición de Plegarias atendidas, de Truman
Capote.
Si trato de imaginar qué pudo suceder para que hubiera tanto asombro y
escándalo, me respondo: Que no había costumbre. Porque la novela de Sagarra fue
una inesperada, demoledora crónica social de la Barcelona de principios del
siglo pasado. Una crónica, que de pronto situó a la ciudad en el mapa de la más
alta literatura europea al narrar la transición de la vieja aristocracia a la hipócrita
y tarada alta burguesía.
De hecho, con semejante material, para bien y para mal, Vida privada
(*) ha acabado siendo la madre de todas las grandes novelas sobre Barcelona, la
que creó el género, incluidos los clichés que todavía están ahí y que han
utilizado tantos sucesores de Sagarra. Clichés que a veces vuelven imposible
que se detecten, por ejemplo, novelas de nuevo cuño que no nombran a Barcelona,
pero que hablan sólo de ella.
Para mí está claro que, noventa y tres años después, el asombro y el escándalo
que provocara Vida privada están más que amortiguados, pero sobrevive en
cambio, cada día más, la admiración por el extraordinario ejercicio de
virtuosismo lingüístico desplegado por el autor acerca de ese lugar en el que,
tarde o temprano, nada habrá tenido lugar, salvo el lugar. Lo llamarán
Barcelona.
Vi ayer, debajo mismo de casa, a una buena
mujer que les hablaba en italiano a los pájaros. ¿Por qué hacía eso? Hay muchos
universos extraños alrededor de uno. De Los pájaros, el mítico film de 1963 de Hitchcock, todavía espero
que alguien me explique por qué los pájaros atacan a los seres humanos. Este
verano en Gijón vi cómo las gaviotas atacaban a los clientes en las terrazas de
las bares, pero la explicación de su comportamiento era sencilla: han perdido
el miedo y prefieren la comida de los humanos.
Ahora
bien, donde nunca estuvo claro por qué los pájaros atacaban es en el film de
Hitchcock, el único de los suyos en el que el misterio no se desvela al
final.
–¿Por
qué hacen eso? –seguimos preguntándonos hoy cuando vemos Los pájaros.
Francisco
González Fernández (París 1964), catedrático de filología francesa de la
universidad de Oviedo, ha investigado a fondo el enigma. Y sus imaginativas
pero también científicas explicaciones las encontrará el lector en ¿Por qué
hacen eso? (KRK, 2023): un libro surgido de, cuando sesenta años antes, en la
promoción de Los pájaros, Hitchcock, monarca del marketing en su época, estimuló
la curiosidad del público diciendo que había una “amenaza aterradora acechando
justo debajo de la conmoción creada por las agresivas aves. Cuando la
descubras, tu placer se verá más que duplicado”
¿Una
artimaña para que el espectador creyera que se puede aclarar el ambiguo enigma
de Los pájaros? Avanzo aquí una pista que no hará más que suspendernos
en el bamboleo de un trapecio que habrá de acercarnos y alejarnos a la vez de
cualquier explicación final fiable: Slavoj Žižek dijo que “las aves en la
película son como la plaga en la Tebas de Edipo: encarnan el desorden
fundamental de nuestras relaciones familiares”.
Súbitamente,
a través de estas líneas (bueno, quizás no exista lo súbito, viene siempre de
lejos, aunque creo recordar que para Amelia Gamoneda lo específico de la idea
súbita es precisamente ocultar a la conciencia el trayecto de su advenimiento),
he visto aparecer la sombra de la amenaza aterradora que nos acecha. Y he
pensado en las imágenes de Trump reunido con el asesino de Khashoggi y
exculpándolo.
–¿Por qué hacen eso?
Son
imágenes que me recuerdan cuando en la infancia espiaba las palabras que los
adultos intercambiaban entre ellos y no entendía nada, menos aún el sentido de sus
acciones y decisiones. Lo cierto es que se ha llenado el mundo de unos pájaros
impresentables, de adultos pésimos que parecen sólo expertos en crear estupor.
Últimamente
oigo la pregunta por todos lados, es el signo de los tiempos. Y también la prueba
de que las gaviotas y otros pajarracos han ido ocultando a nuestras conciencias
el siniestro trayecto que ha precedido a su llegada. Y ahora aquí están. Y la
sensación, nada vaga, es de vértigo. Nos vemos obligados a vigilar inquietos
cualquier matiz violento en sus estúpidas voces. Que Hitchcock nos ampare.
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en Por qué hacen eso?
Ahora que lo revertimos todo y que las redes sociales marcan el paso sería interesante revertirlas a ellas también y que por fin viéramos que no es necesario que tengamos una opinión de todo y que lo más probable sea que hasta exista un derecho a no tener opinión alguna. Recuerdo que en Babaouo Salvador Dalí atribuyó al emperador Marco Aurelio estas palabras: “Hoy he dejado de tener cualquier tipo de opinión sobre lo que sea”.
Tiene que ser relajante pronunciar una frase así. Lo pensé ayer cuando me animó saber que Fernando Pessoa no se fiaba ciegamente de sus propias opiniones, ni estaba plenamente de acuerdo del todo con sus propios pensamientos. Y me acordé de la manía de los vanidosos de hablar con sentencias, con un dogmatismo que no deja lugar a la más mínima matización. Tal vez por esto, la semana pasada me dediqué a estudiar la zona más intrincada del mundo teórico de Walter Serner (Manual para embaucadores), la zona en la que especuló con un futuro en el que no habría ninguna opinión, sólo hechos que se sucederían a tal velocidad que ni habría tiempo para comentarlos.Estoico y sobre todo dadaísta, Walter Serner (1889-1934) aconsejaba no mimetizar el lenguaje del contrario, porque equivalía, decía, a caer en la más obvia de las trampas: sumergirse en la misma retórica de los contrincantes y quedar atrapado en un bucle. Serner tenía un instinto especial para buscar la tabla rasa, que es a lo que se dedicaron las primeras vanguardias del siglo pasado al ver que el arte ya estaba inventado y sólo quedaba seguir haciendo obras y tratar de restaurar la posibilidad de rehacer el camino desde el origen.
Sintiéndome identificado con la búsqueda de Walter Serner de
otros lenguajes y de un futuro en el que no habría ninguna opinión, me
ha sorprendido primero y luego divertido ver una conexión entre Serner y Pessoa
o, mejor dicho, entre Serner y el Barón de Teive, heterónimo pessoano con un
único libro La educación del estoico: manual de consejos prácticos para poder encogerse de hombros toda
la vida. El subtítulo de ese libro único –“La imposibilidad de hacer arte
superior”– no puede ser más revelador del desasosiego que tanto trasegaba
Pessoa por toda la Baixa de Lisboa.
Se anuncia para fin de año, con
traducción de Ignacio Vidal-Folch, la biografía de Pessoa en la que Richard
Zenith trabajó una década y se publicó en Nueva York en 2021. Biografía
extraordinaria, ya sólo por contener el “descubrimiento” del verdadero alcance
de la imaginación portentosa de quien, con una multitud de heterónimos o
personalidades errantes, y con el desbordamiento de la autoría unívoca, creó
una literatura entera. “Tengo más almas que una. Hay más yos que yo
mismo. No obstante, existo”. Una literatura en sí misma, alejada del
conformismo de nuestra época. Una literatura tan entera que el propio Pessoa
llegó a sugerir que tal vez un día, con fluido abstracto y la sustancia
implausible de tantas y tantas opiniones errantes, llegaría a formar un dios y
ocuparía el mundo.
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en Un mundo de opiniones errantes. / Café Perec / 16 septiembre.
La conocí en Lima. Estaba con Carlos Trías sentada en el Woni, el chifa cantonés de borrachera segura de los poetas de entonces. Yo sabía que al periódico en que trabajaba habían llegado dos redactores españoles, él y ella, amigos de Mirko Lauer. Y me senté a su mesa con el rollo de un artículo reciente sobre petróleo o petroleros que me gustó por su estilo. De aquellas copas salieron estas nieves y una amistad portentosa nunca hollada, aunque la ausencia de Carlos siempre reciente nos dejara temblorosos a varios porque tuvimos los mismos amigos aquí y en Barcelona. Fue Cristina quien me animó a salir de Lima, luego de un típico terremoto limeño, cuando hablábamos de fray Pedro Urraca y santa Rosa de Lima y de aquel santo moreno que convertía a los ladrones en colchones. Cristina volvió a Barcelona en el mes de agosto del 75 embarcada en el Verdi. Yo le seguí en el Donizetti en septiembre. El viaje duraba un mes, lo suficiente para conocer al amor de tu vida mientras Franco fusilaba en España, razón por la cual mi barco desembarcó en Cannes. Lío de sindicatos portuarios. Fue el vino rosado fresquísimo que nos invitó a Helena y a mí el que iniciara mi cariño por su ciudad, mi fervor por sus historias todavía no publicadas. Cincuenta años después me doy cuenta de que conocerla fue para mí entrar en Barcelona por la puerta grande. Pronto estaríamos con Vila-Matas y Paula en el Boadas, con Gonzalo Herralde y Juan Marsé al lado. Y con el único Gómez de Pablos ganándole a Carlos Trías en altísimas carcajadas.
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en Cristina de Lima / por Vladimir Herrera. / Revista Ínsula.
Le vi cruzar con paso rápido la plaza de Furstemberg de París. Podía ser Peter Handke, por qué no. ¿O no pensaba en él a veces y siempre acababa preguntándome qué habría sido de su obra tras ganar el Nobel? Podía ser Handke, sí, el admirado renovador de la escritura épica que en sus comienzos llegó a ser incluso una estrella pop de mi generación.
Pero vi pronto que era solo un tipo flojo con una corbata
con nudo flojo que se balanceaba de un lado al otro al compás de su paso
rápido. No, no era Handke. Un Nobel no lleva flojo el nudo de la corbata. ¿O
tal vez sí?
Le recordaba potente en los años sesenta, con sus osados
textos transgresores. Y aún más en los noventa con obras como Ensayo sobre
el jukebox, un paseo por Soria en el que, como comentara Eustaquio Barjau, encontró
en la ciudad castellana “un paisaje vacío que invitaba a la experiencia mística
y un espacio natural idóneo para desarrollar su creatividad”
Tras el embrujo de aquel libro y
de otro ensayo narrativo genial sobre el cansancio, dejé de frecuentar por un
tiempo su obra, hasta que un día regresé a su zona de influencia y a
preguntarme qué habría sido de su vida después del premio sueco. Era curioso,
la línea que más recordaba de Handke era una muy simple que había leído hacia
el final de Desgracia impeorable: “Mi madre era sonámbula”
Y la verdad es que no puedo negar
que andaba yo algo sonámbulo cuando, no hace mucho, casualmente, le descubrí sentado
en un bar de Chaville –y esta vez era él sin duda–, justo cuando un imbécil le
preguntaba:
– ¿Escribe usted todavía ‘un poco’?
¿Cómo que escribo ‘un poco’?, me pareció que se decía a sí
mismo, y creí ver que veía en el intruso a un tipo parecido al que veía yo: uno
de nuestros pensadores de cumbre rasa, autor de pseudolibros, representante ideal
de una cultura lectora cada día más iletrada.
“Un poco, un poco”, parecía repetirse Handke intrigado. Y me
acordé de cuando con el paso del tiempo los jukeboxsde Soria fueron comenzando a perder su fuerza magnética al tiempo que caía
yo en un estado similar de hundimiento lento del que supe salvarme
convirtiéndome en un observador. ¿Observador de qué? Muy sencillo: de momentos
epifánicos, conocida especialidad de Handke. De momentos epifánicos, de transformación
de otros seres, incluido yo mismo, sin ir más lejos. Toda una tarea infinita
sobre la que medité largamente en noches de hospital frío de este último agosto:
noches dedicadas tanto a la superación de un umbral nuevo de conciencia como a
la apertura de un camino con nuevas perspectivas, de comprobación, por ejemplo,
de lo relativo que es todo cuando uno salva la vida in extremis y se sitúa
ante un nuevo indicio de conciencia.
Si atrás quedaban clausuradas pobres escenas de
vida, delante entreveía una tarea interminable.
Lo relativo que es todo. Juraría que Handke se molestó en
decirme que, en efecto, las glorias mundanas habían neutralizado su
voz transgresora de antaño, pero que no lo vivía como un descalabro, sino al
contrario, no paraba de partirse literalmente de risa.
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en UNA TAREA INFINITA / Café Perec del 2 septiembre 2025
Tengo para mí que aquel día de 2007 en
la casa de verano de los Lorca, en la Huerta de San Vicente, podría haber
tardado siglos en descubrir el detalle. ¿Cuál? El de de aquel vaho impreso en
el cristal de la escalera, aquel ínfimo rastro humano que alguien, que debía
llevarme cierta ventaja en la ascensión de la escalera, acababa de dejar impreso
en el gran ventanal.
¿Podía pertenecer aquel vaho al mismísimo
Federico García Lorca que habría acabado de pasar por allí? La verdad es que sentí
su presencia. Pero bueno, en la tarde de aquel noviembre de 2007, cuando se
inauguró la “intervención colectiva” de grandes artistas contemporáneos en la
casa museo de los Lorca y por pura casualidad vi aquel vaho, o detalle tan
difícil de ver, Federico llevaba años ausente de la escalera familiar, muerto.
Y aun así, el efecto provocado por aquel
vaho humilde y a la vez obra de arte de vocación discreta –pronto supe que
Philippe Parreno era su autor– fue aumentando en mí creciente sensación de que
Lorca acababa de pasar por allí y, en mi caso particular, su presencia iba
haciéndose cada vez más intensa.
Seis años después, en 2013, supe que aquel
Parreno del vaho había sido invitado a remodelar el templo del arte
contemporáneo de París, el Palais de Tokio. Aceptar la invitación le llevó a realizar
una sorprendente transformación del Museo, una exposición en la que su fascinante diálogo con
la arquitectura cobró gran protagonismo. Es más, se vio enseguida que aquella revolución
sin precedentes revelaba a un artista cuyas obras, ideas y enfoque (incluidos
los vahos que nadie advertía) podían acabar transformando nuestra concepción
del arte.
Doce años después, procedente de Madrid y como cerrando
un triángulo inscrito en mi vida personal, otra obra de Philippe Parreno se
cruzaba en mi camino y llegaba el año pasado a Barcelona, a la Caixa Fórum, al pie de Montjuic. Llegó en esta ocasión
con su técnicamente extraordinario documental sobre las pinturas negras de Goya
y, al verlo, viví momentos en que no pude ver más claro que Goya era
toda una presencia en la oscuridad de aquella sala. Y también que nada estaba más
claro que el reto general de la obra de Parreno: recrear, con técnicas avanzadas, ciertas
presencias del pasado. Las Pinturas negras de Goya, por ejemplo, y explicar cómo
estuvieron dispuestas en su lugar original, en la Quinta del Sordo, mansión ya
desaparecida.
Entrar en la oscurísima sala de cine al
pie de Montjuic fue cómo zambullirse de golpe en la radical oscuridad en la que
había vivido Goya en compañía de la locura de sus pinturas últimas. Una
experiencia parecida a revivir la que reviviera el propio pintor al acceder un
día, a cuatro velas, a las pinturas negras de las que había buscado estar
rodeado. Un desesperante mundo pictórico e infernal creado para su propia contemplación,
que nunca Goya tuvo intención de que fuera visto por el público, pero que, ya
ven, el asombroso creador de presencias Parreno ha conseguido que acabáramos
viendo. Aterrados, todo sea dicho, a la altura de nuestro tiempo.
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en Philippe Parreno, creador de presencias. / café perec el país martes 08/07/25
Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) vuelve a indagar en los
límites entre realidad y ficción con “Canon de cámara oscura”, una meditación
fragmentaria sobre la identidad literaria y el acto de escribir. Como ya
hiciera en “Montevideo” (2022), el autor barcelonés incorpora elementos de la
literatura de género, en esta ocasión la ciencia ficción, para integrarlos con
su inconfundible estilo lúdico y referencial, dando un paso más allá en su
continua exploración sobre el sentido último de la escritura.
Regresa el personaje de Vidal Escabia, ya presente en su
segunda novela, “La asesina ilustrada” (1977), y cuyo proceso de escritura
quedó para siempre inmortalizado en las páginas de “París no se acaba nunca”
(2003). Y regresa convertido ahora en algo parecido a un replicante novelesco,
sin origen ni destino, sin memoria ni aparente evolución, un avatar que solo
habita el presente que le ha sido concedido, como también le ocurriera al
(in)mortal Roy Batty con su creador, el Dr. Eldon Tyrell en “Blade Runner”
(Ridley Scott, 1982).
“¿Quién me ha creado y con qué propósito?”, parece
preguntarse Vidal Escabia, una identidad móvil, una máscara intermitente que va
apareciendo a lo largo de la obra de Vila-Matas y que puede ser llevada a
distintos lugares y épocas sin tener que dar razones de su existencia. Alguien
que, aunque pronto se nos desvele el misterio de su humanidad (¿androide
Denver-7 o un simple ser humano sin atributos?), no dejará de desprender un
halo misterioso a lo largo de toda la novela.
La obra se estructura en una serie de fragmentos breves
–destellos, teselas, aforismos narrativos– en los que el protagonista,
encerrado en una habitación en penumbra, elige al azar 71 libros de una
biblioteca heredada y lee y reflexiona sobre un pasaje de ellos cada día, como
si de ese gesto dependiera también su cordura, su vida, mantener encendida la
llama de la literatura. Los fragmentos, construidos casi in media res, generan
una lógica de ecos y superposiciones más que de linealidad. Cada uno de ellos
podría leerse de forma autónoma, provocando y dispersando pensamientos, aunque
todos convergen en una armonía secreta para el lector.
Estos insertos se acomodan en la página con milagrosa
facilidad, al igual que ocurría con W. G. Sebald, al insertar fotografías en
sus narraciones, o con David Markson, que utilizaba mecanos de aforismos como
párrafos de sus novelas. Son collages textuales que no son mero adorno ni
capricho, sino forma de pensamiento. Si en Sebald las imágenes se tornan en
texto, las citas en Vila- Matas se disuelven entre la madeja narrativa y crean:
las palabras de otros no aparecen como ajenas, sino que se funden con la voz
que las piensa, que las transforma, que las hace suyas y las comparte, y hay
algo profundamente conmovedor en ello, no tanto paródico ni posmoderno, sino
más bien íntimo; Vila-Matas se emociona con sus lecturas, al igual que sus
personajes, y se rige por la máxima de lo indecible, aquella que reza que,
aunque todo esté dicho, todo es posible.
A partir de esta máxima, del estilo, se edifica la trama,
una lluvia incesante de ideas que sucede en espacios interiores, entre
soliloquios silenciosos, canciones y listas de reproducciones de Spotify: una
novela barcelonesa y global, en definitiva, de ecos replicantes.
Los libros que irán formando el canon de Vidal Escabia no
obedecen a una lógica académica ni a un orden establecido: Montaigne, Kafka,
Ovidio, Musil, Ribeyro, Valeria Luiselli, Pablo Martín Sánchez, Camila Cañeque…
No es una lista erudita, sino una red de afinidades. Vila-Matas no cita como
quien exhibe, sino como quien construye con otros. Los lectores más juguetones
podrán tratar de encontrar un verso de Antonio Gamoneda que se encuentra
agazapado entre las páginas de la novela, ya para siempre un verso también de
Vila-Matas.
El estilo, más sobrio y sintético pero no falto de lirismo,
parece emular por momentos la voz de una conciencia artificial donde el
lenguaje tuviera que despojarse de adornos y rituales. Y sin embargo lo extraño
se vuelve habitual, lo inverosímil se convierte en verdad. Esa economía verbal,
casi robótica, paradójicamente vuelve más humano el relato, como si
estuviéramos leyendo las memorias de una máquina que ha empezado a sentir. En
esta infinita ficción la identidad y el yo narrativo se dispersan en múltiples
planos de voces que escuchan, transcriben, inventan: una aparición mariana en
forma de voz interior llamada el Auctor, como el Pepito Grillo de Pinocho,
dicta a Vidal Escabia y le propone o incluso impone escenas de una vida que,
aunque por momentos pueda no parecer suya, tampoco le es ajena.
¿Quién dicta a quién? ¿Dónde termina nuestra voz y empieza
la de otros? La novela, más que un juego metaliterario, es una pregunta
existencial: ¿quién nos escribe? Vila-Matas insiste en esa obsesión metafísica:
la del autor como figura desdibujada, como fantasma que atraviesa esa bruma
insensata que es la ficción.
También hay algo de oulipiano, por supuesto, en permitir que
los libros elegidos al azar por Vidal Escabia puedan reconfigurar los sucesos
de la vida del protagonista. Como Georges Perec, Vila-Matas también dicta (¿el
Auctor?) restricciones que ordenan el caos narrativo: el azar deviene en
arquitectura secreta, una discontinuidad formada por un canon desplazado e
intempestivo de libros cuya lógica, sin embargo, entra en concordia y rima con
Vidal Escabia y con el lector.
Y al final de la novela, mientras pasa la vida sembrada de
incertidumbres, una advertencia resuena: “Y hasta en el aire percibo el Mal
indefinido que está por llegar”. “Canon de cámara oscura” no busca revelar
nada: es una novela que habita la penumbra, que se desplaza en silencio entre
libros leídos, voces escuchadas y escenas que podrían ser sueños o residuos de
otra conciencia. Leerla es como entrar en una cueva y hallar 71 pinturas
rupestres dibujadas hace siglos en sus paredes. Las miramos, tratamos de
descifrar un orden, pero lo que queda al final es la belleza de no comprender
del todo lo que vemos, la sospecha de que leer y escribir es lo más cerca que
estaremos nunca de saber quiénes somos. ∎
Días
apocalípticos. Aunque puede que no haya para
tanto. Porque ya el ineludible
Frank Kermode
advirtió en El sentido de un final que ese tipo de días venía en
realidad de muy lejos, de la eterna idea de caos y crisis, uno de los grandes
enigmas de nuestra cultura.
En días apocalípticos en los que todo parece haberse situado en el desastre, permito
por momentos que una suave brisa me traiga el recuerdo de la apertura, el pasado 16 de
junio, de la quinta edición del Bloomsday madrileño. Una apertura alegre, feliz
por la variedad de signos de resistencia cultural que en ella se mezclaron: el
Dublín de Joyce con el centenario, por ejemplo, de las casetas de la cuesta de Moyano.
Cerca de ellas, convocados por Lara Sánchez, nos habíamos reunido bajo un sol
africano que parecía un homenaje al Gibraltar joyceano. Y recuerdo estar escuchando
el monólogo de Molly Bloom en la maravillosa interpretación de Marta Martínez cuando
sentí que aquellas palabras finales del Ulises me devolvían al comienzo
mismo del intrincado libro y, por
tanto, al escenario de la Torre Martello y a la generosa perspectiva inicial
que la gran novela abre desde allí.
Y créanme, fue
como si las
palabras de Molly Bloom, dirigiéndose hacia el mítico final del libro, estuvieran
devolviéndome al complejo entramado de los capítulos que habían precedido al
monólogo. No sé, fue raro, pero me llegó la sospecha de que todo aquello no
había hecho más que empezar.
¿Y si leer
el Ulises de Joyce, como pasa con la Odisea, pudiera ser como
emprender un viaje de regreso y a la vez de renovación como lector, incluso una
solución para hallar una fórmula para salir de un fin de crisis cualquiera?
Después de todo, ¿por qué para renovarse no valorar la posibilidad de partir de
cero?
Tal vez nada había empezado todavía y me hallaba en
situación parecida a la de la última página de aquella novela de Philip Roth en
la que el personaje central se sentía cada vez más atormentado y de pronto, sintiéndonos
todos acongojados con él, oíamos la inesperada voz de alguien que parecía estar
lejos y sin embargo intervenía: “Bueno (dijo el doctor). Entonces ahora quizá podamos comenzar, ¿no
le parece?”
Me pregunté si para todo narrador no
le llega lo raro cuando éste, al sentirse ya en el final de su libro, se ve
obligado, con la misma intensidad, a ignorar esa continuidad. Sabe que ningún
relato puede eludir su particular momento apocalíptico, la necesidad del cierre
que puede que dé sentido a todo. Pero también que ese cierre es el que va a
empujarle a decir que adora la continuidad, aunque ella no le quiera. Y si es
así, ¿cómo no pensar entonces que ante semejante crisis nada puede haber mejor
que la continuidad del partir de cero?
Sí, dijo Molly Bloom,
nada mejor que resetear. El sol africano seguía allí, sin querer
acabarse. Y en el propio personaje de Ulises se notaba la voluntad de no querer
apagarse. Sí, dijo Marta Martínez, nada mejor que la continuidad que nos
permite partir de cero, volver a empezar, leer eternamente este Bloomsday de
hoy en Madrid, sí.
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en Aquel Bloomsday en Madrid
Escribo el segundo día de Apagón a sabiendas de que no es necesario porque nuestras mentes están conectadas.
Escribo
aquí, en el cuaderno que compré durante mi última visita al Chiado de
la Ciudad Blanca, aquí en la Carrera de la Virgen de las Angustias, en
Granada, aquí, en las primeras páginas de Canon de Cámara Oscura.
Hay
que dividirse al menos en dos para poder leer la novela de Vila-Matas, y
uno de esos dos debería conocer a fondo el mundo virtual de los
androides al que constantemente Vidal hace referencias cruzadas y del
que extrae más y más narradores que se entreveran con los de este mundo,
con los de su gabinete heredado y con los que va encontrando en su
deambular kafkiano por los subterráneos de la Cámara Oscura.
Hay que vivir dos vidas para perderse y encontrarse en los libros de Enrique Vila-Matas.
Leídas
todas sus novelas y no-novelas, el lector obsesivo se propone una
tarea: escribir los libros falsos de Vila-Matas, todos esos libros que
aparecen en sus novelas inclasificables y que en realidad no existen
sino que constituyen un canon invisible, ni siquiera desviado, sino
decididamente ficticio.
El lector
obsesivo sabe desde el principio que esa tarea es ingente, casi
inabarcable, pero aún así su determinación se mantiene.
El
método empleado para detectar los falsos libros no puede ser más falto
de originalidad aunque sobradamente eficaz: todo título desconocido es
introducido en el buscador de la Red, acompañado o por separado del
nombre del autor. Las probabilidades de que un libro exista en el mundo
real y no haya rastro suyo en el virtual son tan extraordinariamente
escasas que el lector obsesivo calcula que como máximo podría colarse un
título de la lista definitiva de los falsos libros que piensa escribir,
un libro que constituiría el único ejemplo de título realmente
existente dado por falso y escrito en este caso por segunda vez.
El
problema es que para cuando el lector obsesivo termina de escribir los
falsos libros —que de alguna manera podrían calificarse ya de
“verdaderos” puesto que existen en la realidad aunque su contenido pueda
variar más o menos del que Vila-Matas imaginó cuando fue desgranando
sus títulos y autores— se anuncia la publicación de otra novela —o quizá
no-novela— del prolífico autor barcelonés en la que por supuesto se
podrá rastrear una cierta cantidad de nuevos falsos libros.
Al
lector obsesivo le resulta cada vez más difícil mantener el ritmo de
Vila-Matas y acabar de escribir todos los libros falsos contenidos en
cada libro antes de que el Caballero de la Orden del Finnegans publique
el siguiente. Así que un día, tras un intenso trabajo con la herramienta
en línea de exploración y búsqueda mediante satélite y partiendo de
ciertos detalles encontrados en las entrevistas concedidas con motivo de
su última publicación, el lector obsesivo logra la localización exacta
de la cafetería en la que Vila-Matas toma su café mañanero a solas y se
presenta para proponerle un trato, un plan de jubilación literaria que
además le permitirá escapar definitivamente a la brigada caza androides
pero continuar disfrutando del subidón de adrenalina que acompaña el
espectáculo de tus libros llenando los escaparates de las librerías.
A
partir de ahora, el lector obsesivo escribirá los libros que firmará
Enrique Vila-Matas y que incluirán su correspondiente ración de libros
falsos que Vila-Matas le regalará con la condición de que no los escriba
jamás puesto que la verdadera esencia de su escritura son esos libros
no escritos, esos libros inexistentes que marcan una ruta aún por
descifrar y que el lector obsesivo estaba destruyendo, haciéndola
desaparecer.
A partir de ahora
nunca sabremos si los libros de Vila-Matas son falsos porque los escribe
el lector obsesivo o son falsos porque el propio lector obsesivo es
parte de su escritura. En cualquiera de los dos casos, los falsos libros
serán los más verdaderos.Todos esos libros se perderán… como lágrimas en la lluvia. Jesús García Blancahttps://kefet.blogspot.com/…/suenan-los-androides-k-con…
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en ¿Sueñan los androides-K con ser personajes de Vila-Matas? / por Jesús García Blanca. kefet.blostop.com
Es
habitual que para algunos la escritura sea una continua conversación con las
poéticas de autores que han ido conformando su vida, su mundo literario,
digamos que el plural, convulso y divertido mundo ajeno que “llevan dentro”. Sin
duda, el argentino Alan Pauls, el autor de El factor Borges, es uno de
ellos. Acabo de percibirlo más que nunca en una entrevista de su compatriota Hinde
Pomeraniec con motivo de la aparición de su nuevo
libro de ensayos: Alguien que canta en la habitación
de al lado. Tal vez no lo parezca, pero es un título virginiawoolfiano.
En la entrevista lo aclara cuando Pomeraniec le anima a comentar el título y confiesa
que lo tomó de un ensayo de Virginia Woolf en el que ella habla sobre por qué
le cuesta tanto leer a sus contemporáneos y por qué todavía más escribir sobre
ellos. Fue un ensayo de Woolf que tomó la forma de una carta a un sobrino que le
había reprochado que no escribiera sobre sus contemporáneos. En su respuesta,
Woolf decía que esto no le era posible porque, para ella, sus contemporáneos eran
gente que cantaba en la habitación de al lado. Y aunque se diría que Woolf dijo
esto con un cierto desdén, a Alan Pauls le encantó la frase porque recobró con
ella la idea de que todas las personas y las obras sobre las que él escribe
puede considerarlas contemporáneas, pues a fin de cuentas no dejan de ser literaturas
con las que está en conversación.
De
hecho, el factor de la conversación es para Pauls esencial en su nuevo libro:
“Me pareció que era importante incluir, dentro de un libro de ensayos, diálogos.
Porque hay algo para mí del género del ensayo que tiene mucho que ver con eso”
De
pronto, la entrevista deriva hacia unas palabras de Alan Pauls que para mí
hasta podrían ser sagradas porque en ellas habla de cómo, mientras perpetraba
el libro, fue dándose cuenta de que estaba reuniendo en realidad ensayos sobre poéticas
que de algún modo le componían: “Porque en este libro uno puede leer de
qué estoy hecho. Y ver que ahí hay una especie de radiografía de mi química de
escritor a partir de todos aquellos de quienes me fui alimentando, saqueando,
vampirizando. Y en ese sentido creo que es un libro muy amoroso, he eliminado
los que son críticos en el sentido de agresivos, o de impugnadores”
Pero sí hay, le señala Pomeraniec, severas
amonestaciones para ciertos reseñistas que fueron duros con gente como Roberto Arlt.
O como Kafka. Bueno, dice Pauls, porque son escritores que para mí son,
obviamente muy importantes, pero también fue muy importante el modo en que
ciertas lecturas de esos escritores impusieron una imagen de lo que hacían y de
sus prácticas que era completamente, no sé si falsa pero digamos, muy
impugnable. Hasta que llegó un momento en el que esos escritores fueron bien
leídos, o leídos de una manera innovadora, y de repente ahí, esos
escritores “desplegaron todo el potencial que las otras lecturas pretendían adormecer”.
Ay, me quedo pensando en este Madrid de calor
infernal que convendría ir a la caza y captura de tanto adormecedor del talento
literario.
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en Contra los adormecedores del talento. / café perec —
Son las doce del mediodía del pasado jueves 22 de mayo. Y llevo un buen rato en el Euromed viajando de Barcelona a Valencia a un debate cultural, a un diálogo con Marta Carnicero (Matrioskas). Marta ha madrugado tanto que ya se encuentra en Valencia.
Viajo
en el zarrapastroso Euromed cuando me entra un correo de Tote King, donde me
dice escuetamente: “Qué bien escribe Teju Cole”. Sin duda, se refiere a esa maravilla
que es el último libro de éste y del que hablábamos ayer con Tote: Papel
negro, publicado por Acantilado.
Con
solo recordar ese libro me siento bien cuando empiezo a intuir que aquello que
siempre pensé que podía pasarme –sobre todo si insistía en seguir viajando tanto
por “el país de los últimos trenes”– podría estar sucediéndome ahora mismo, en este
preciso momento.
No
puede ser, me digo, por dios, no lo puedo ni creer. Pero enseguida tengo que
admitir que el zarrapastroso Euromed no se está descalabrando, pero pierde
empuje y ahora mismo acaba de detenerse por completo en medio de la nada,
dejándome con una duda terrible: no saber cuándo llegaré a mi destino. A decir
verdad, en medio de la nada no estoy exactamente, porque afuera, bajo el sol
ardiente, un lejano y pálido letrero indica que nos hemos detenido cerca de L’Ametlla
de Mar. Y enseguida tengo un recuerdo para todos aquellos que en los últimos
días han quedado paralizados entre olivares mientras se preguntaban si existiría
en este mundo algún plan para evacuarlos.
Lo que tengo claro, porque ahora lo está confirmando el maquinista, es que se ha producido un apagón general del tren por avería eléctrica. Volverá a informarnos, dice, en cuanto logre saber algo más. De momento, van a resetear la energía ferrovial, es decir que puede que aún sigamos aquí cuando el día traiga la oscuridad. Es una incertidumbre que, por mucho que estés cerca del mar, no le deseo a nadie. Porque tienes pero no tienes futuro. Y eso que Dios hizo el día y la noche y organizó la distribución de las sombras.
Para
escapar a la angosta idea de que me he quedado sin nada para afrontar los
restos del día, cuento con un solo botellín de agua y el recuerdo del libro de
Teju Cole que podré recordar hasta que me envuelvan las tinieblas del propio
tren: “Pasamos la mitad de nuestros días en la sombra de la Tierra. Todos los
continentes son continentes negros, la mitad del tiempo. Pero la oscuridad no
está vacía…”
Y
pienso que en efecto nada está vacío y menos lo oscuro, pero me gustaría poder abrir
una puerta y airearme, no sé, olivarizarme, llegar a tiempo a Valencia para el debate
cultural en el que hemos de hablar de “la impostura como el motivo mismo de la
literatura”
Para
rebajar el punto trágico del momento, llamo a un amigo, a un nativo del “país
de los últimos trenes” y, tras describirle mi contratiempo, me dice: “¡Anda,
pero si el lunes voy en el ‘tren de la cultura’ a Valencia, viajan autores a
porrillo, según las nuevas costumbres españolas!”. Y cuando me pregunta dónde
está parado mi tren, no puedo por menos que decirle que donde un día se
descacharró nuestra cultura.
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en El tren de la Cultura / Café Perec /
Es como si la Literatura andara libre, a sus anchas, dando rienda suelta a las constantes de siempre, con nuevas, insólitas y genuinas variaciones. La sorprendente variación de una sutil trama robótica, un narrador Denver fuera de todo, «inquilino negro», odradek que ofrece nuevas perspectivas a la otredad. El doble juego del narrador-Auctor, otra variación singular. Me parece escuchar la música de Chet Baker, artista solitario que va ejercitando su arte con una pasión y virtuosismo admirables. Ahora, la voz del escritor, intérprete de la palabra que sin perder de vista el tema principal de su obra: la creación, la lectura, la literatura o la vida, imagina y ensaya nuevas probaturas siempre más allá. Un canon o no-canon ya anunciado que me recuerda a Los ilegibles. Canon subjetivo, intempestivo, desplazado, in progress, un canon de las afueras que se hace centro en Parte Ninguna. Siempre acompañado por K, el escritor imprescindible que lo mantiene vivo sin retorno posible. Canon hecho de fragmentos que, como diría Edgardo Cozarinsky, prestan magnífica elocuencia al discurso, se incorporan a la estructura de una forma prodigiosa, chocan con el texto elevándose a una imprevisible potencia, convirtiéndose literalmente en un capítulo más del libro. Canon que puede leerse desde cualquier punto, no hay un principio o final determinado. Todo es una unitas multiplex, ágilmente orquestada. Cómo me ha gustado el ritual que sigue ese caprichoso canon, la secuencia: «cuarto oscuro, ventanal, gabinete». Ese viaje apasionante que empieza en la estación oscura de la biblioteca, donde el libro permanece quieto, cerrado en el silencio, aprisionado entre otros libros también inmersos en la oscuridad. Coger el libro en una suerte de azar, alcanzarlo, rescatarlo y llevarlo hacia la luz es una trayectoria maravillosa. Un momento poético. Un método infalible. Y de la luz al gabinete, al escritorio de siempre. Ahí «la infalible pulsión de la escritura», el poder de la palabra, las infinitas combinaciones, el arte de la escritura. El feliz acontecimiento. Un placer ver cómo los variados y espléndidos fragmentos, sin agotar su sentido, se unen a la obra. Original despliegue de la lectura a la vida de la novela. Que no es poco. De inmediato rescato el primer libro que sale del cuarto oscuro, Papeles Falsos, ya incorporado a mi lista. En espera, otros completamente desconocidos para mí. Canon de cámara oscura, gran libro de este abril. Summa de imaginación, sorprendente
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en ASÍ VE FELICIDAD JUSTE EL ‘CANON DE CÁMARA OSCURA’
«UNO Unos años atrás, en 2022, terminando de leer Montevideo —la novela anterior de Enrique Vila-Matas en la que se visita la capital de Uruguay como tierra comprometida y estado mental/anímico— no pude sino preguntarme qué y cómo haría el escritor para escribir algo después y a continuación de semejante libro. La pregunta era compleja, pero resulta que la respuesta era/es sencilla: Vila-Matas no haría otra cosa que escribir otra novela de Vila-Matas. Y aquí está: activada y encendida. Y se titula Canon de cámara oscura. Mírenla hablar, léanla escribir.
DOS
Y lo primero que leemos en Canon de cámara oscura es la pregunta: «Eres
uno de ellos, ¿no?» Interrogante que se formula ante la posibilidad de
que Vidal Escabia sea un Denver-7 (más detalles sobre esto más adelante)
y casi como reensamblaje de aquel «Ser o no ser» pero que, en la orilla
del libro, no puede sino sentirse como pedido apenas subliminal de
identificación/contraseña: ¿Eres un lector de Vila-Matas? La respuesta
es sí, por supuesto, cómo no.
Así que allá vamos otra vez, de nuevo, all together now.
TRES
Y uno empieza a leer Canon de cámara oscura y —en principio— un cierto
desconcierto. Un tono entre zumbón y hermético que en principio hace mal
pensar que podría ser algo entre el Sin noticias de Gurb de Eduardo
Mendoza o los Viajes por el Scriptorium y Un hombre en la oscuridad de
Paul Auster. Pero no. Es un pasajero error desinformático: porque
enseguida se impone ese zumbido armonioso e inconfundible que es el del
Estilo Vila-Matas. Y —aunque ya no haga falta decirlo, nunca está de más
insistir en ello— el Estilo Vila-Matas no es otro que el Estilo de
Vila-Matas.
CUATRO Y Canon de cámara oscura es un libro que casi
obliga a analizarlo con los mismos modales/modalidad con la que está
redactado/programada. Es, digámoslo, un libro canónica y camarística y
oscuramente contagioso (no tóxico pero sí, no es lo mismo, intoxicante).
Es un libro curativo que invita al inventivo inventario propio. Es un
libro que hace pensar en y en cómo piensa este libro. En espasmos y
ráfagas. En derivas y derivados. En párrafos breves, como despachos
maquinales, como emisiones mecánicas, como mensajes en botellas
mensajeras de alguien que se sabe —se va sabiendo— náufrago en un mundo
compuesto por islas desiertas pero, afortunadamente, pobladas por
libros. El lenguaje de la novela —su forma de comunicación y casi
género— es el del fragmento como sistema. Y ahí está (págs. 45-49) esa
cuasi apología del fragmento no «como tanto se cree, una parte más del
todo, sino un parte importantísima del todo» y que llama a la lectura al
azar, entrando y saliendo por cualquier parte y sin importar el orden
de la trama para así practicar el noble deporte de la cacería de la cita
no a ciegas sino con los ojos bien abiertos. Y, claro, Vila-Matas
menciona a la findemundista heroína de David Markson en La amante de
Wittgenstein (y yo capturé en otra parte esta, del gran fragmentador
Donald Barthelme en su cuento «Have You Seen the Moon?» donde se apunta y
postula que «Los fragmentos son la única forma en la que confío»).
Ergo: confío en Vila-Matas como en pocos.
CINCO Lo que no quita que el protagonista de Canon de cámara oscura sea el citador/enciclopédico/alephico/maníaco
referencial y muy cervantino Vidal Escabia. Un ser fragmentado y
narrador poco confiable hasta que, a partir de un momento y de golpe, no
podemos hacer otra cosa que seguirlo y acompañarlo en su deambular
barcelonés de flâneur electrizante y electrizado. Vidal Escabia a quien
su maestro y difunto y suicida Altobelli —un maldito fracasista, nueva
subraza de ese mismo género vila-matiano que ya albergaba a shandys y a
bartlebys y a maldemontanistas y bienmontevideanos y a pasaventeros—
encarga la composición de un muy subjetivo canon «desplazado»,
«intempestivo», «esquinado», «inactual» y «mal iluminado» en base a
setenta y un libros para así, de paso, comprender y erigir los estantes
de su vocación literaria.
SEIS Y —Warning! Warning!— El héroe de
Canon de cámara oscura (por más que haya publicado lo suyo bajo el muy
elocuente título de Lo indecible) es/tal vez sea una máquina no de
escribir sino de leer. Un androide Denver-7 «pasando por ser humano» y
—con infancia borrosa y paternidad diáfana—bebiendo bullshots en el
Belvedere del Pasaje Mercader (el sitio a donde vamos luego de la
presentación de Canon de cámara oscura, en La Central / Mallorca, que
también aparece en la novela y donde Vila-Matas postula que «el fracaso
es inherente a la práctica de la literatura, que siempre tiene un
correcto defecto de fábrica»). Alguien quien no tiene del todo claro qué
o quién es y por eso se busca y se encuentra en el constante y sin
pause loop/reset/refresh/restart de los libros de los otros.
Y,
claro, la idea/concepto del humanoide más o menos energético está
presente en toda literatura desde que el Dios de turno crea al primer
hombre para que este hombre cree a Dios y crea en él. Un rápido y
parcial recuento del ingenio en cuestión suma a los primeros autómatas
transitivos o inteligencias transistoras en las antiguas Grecia y China,
el Golem, Pinocho, el monstruo de Frankenstein (y Vila-Matas, como el
doctor, es un maestro del corte y confección), la María de Metrópolis,
el fundante del término de Karel Čapek, los muy legislados por Isaac
Asimov y los muy filosofantes de Stanislaw Lem, ese díscolo ojo rojo y
sin párpados de Arthur C. Clarke/Stanley Kubrick, los de Star Wars y
Wall-E, los muy serviciales de Kazuo Ishiguro e Ian McEwan y los menos
fiables en la saga Alien, los nada fiables de Westworld y Robocalipsis… Y
—last but not least— los soñadores de Philip K. Dick, quienes son los
que más directa y epigonalmente inspiran a los Denver-7 de Vila-Matas a
partir de su infiel pero amorosa y entregada adaptación en esas obras
maestras que son Blade Runner y su secuela Blade Runner 2049. Porque los
Denver-7 —como los replicantes— están obsesionados por la sinceridad de
sus recuerdos implantados por sus creadores que, como la película de
Denis Villeneuve, han pasado por un «Gran Apagón» amnésico que socavó
los cimientos de memorias privadas y públicas. Así, unos y otros,
creadores y creados, vagan en una especie de trance à deux por una
suerte de nueva región-metáfora —ParteNinguna, todo junto, una palabra—
preguntándose qué hacen, qué podrían hacer, qué ya no harán porque se
olvidaron de cómo hacerlo o, incluso de qué era. Y los mortales están
nerviosos y persiguen para «retirar» a esas máquinas a las que «un grave
fallo en su energía eléctrica les dio vida abierta, de duración
indefinida y anónima» confundiéndose entre los seres cada vez más
inhumanos. (Y por allí está esa feroz Violet, que persigue y atormenta y
acosa y acusa a Vidal Escabia con pasión y entrega digna de Javert en
Los miserables; y por allá, lejos pero acercándose, está esa hija con
algo casi murakamiano, Ryo, parecida a la Louise Brooks de la portada y y
portadora del gen del Mal indefinido pero definitivo y final.) Y —por
encima de todos y de todas— la voz de un omnipresente en su
invisibilidad autor o Auctor al que Vidal Escabia contiene para que lo
contenga y «que me lleva a preguntarme si no seré yo, el narrador, la
voz ocupante de la voz del autor, del Auctor… Y dejarle al Autor su
escritorio, al supuestamente potente Auctor, el que se dedica a augere, a
aumentar, a multiplicar las coordenadas de la compleja y ambigua
realidad… Ay, el Auctor. Ahí arriba, más alto, mucho más, también más
ínclito, más autor, más ya no sé qué, mucho más todo. Y yo, ay, más
enano, gusano perdido, con menos bombo, bajísimo, mucho menos en todo,
muy menos». Ese Auctor que es quien le ordena elegir «llevar una
soterrada vida de biblioteca ligera y no exponerme a que me denuncien y
me detengan y, cualquier amanecer, sin mediar palabra, sea fusilado por
la dulce brigada civil de los que buscan Denvers en la edad ya
peligrosa».
Y sí: en lo de Vila-Matas —aquí como omnipresente
pero invisible Deus maquinante al que, outsider de nuestro lado,
consagrado por derecho talento y derecho propios, nada puede importarle
menos que un canon siendo él, en su idioma, un canon que empieza y
termina en sí mismo— la robótica catalogante y siempre lista para el
alistamiento funciona como el mecanismo que mueve y conmueve en y desde
la trama.
Por las dudas y a no dudarlo: Canon de cámara oscura no es imprecisa ciencia-ficción pero sí es exacta ciencia de la ficción.
SIETE
Y entonces la duda y la inquietud y hasta el temor de la pregunta
terrible: ¿será Canon de cámara oscura la novela que Vila-Matas —en la
noche oscura del alma— le pidió que escribiese, à la Vila-Matas, a una
Inteligencia Artificial?
OCHO Y la duda dura poco y la respuesta
es no; pero de esta negación misma surge la certeza de algo que hace de
Canon de cámara oscura una novela decisiva en la obra de Vila-Matas.
¿Por qué? Porque revela el secreto y soluciona el misterio y sale del
aparente y definitivo callejón sin salida que fue Montevideo como se
sale de los mejores y más desorientadores laberintos: por arriba,
elevándose y elevando. Y lo que yo creo haber comprendido en y con Canon
de cámara oscura —la revelación tan demorada de ese puntual y temprano
secreto— es que, sí, todos los anteriores protagonistas de todos los
libros anteriores de Vila-Matas eran, también, automáticamente
autómatas. Todos conformando, a su vez, otro canon como forma de
resistencia al muy mencionado y mutación del olvido temprano/recuerdo
tardío que es l’esprit de l’escalier (porque lo que a Vila-Matas se le
ocurrió recién pensar y decir con un libro ya terminado e impreso
siempre tendrá la renovada oportunidad de decirlo en el siguiente) que
aquí es, artificial y naturalmente, una espirituosa escalera mecánica.
Todos programados a partir de un programa de lecturas y, dedicada y
delicadamente, de relecturas. Tal vez no de la variación Denver-7, pero
si partes del aria (y pensar en ese guión en su apellido como cable
conector a una fuente de energía cerebral aparentemente inagotable) del
marca de la casa Vila-Matas-1 y único y primero y último. Alguien cada
vez más próximo y cercano en nuestras bibliotecas que, se sabe, no son
otra cosa que formas alternativas de autobiografía: somos lo que comemos
pero, también, lo que leemos, alimentándonos y citando y buscando
—Vidal Escabia dixit— «la posibilidad de que la gran literatura no acabe
en nada, no acabe tan pronto como parece que tantos vienen
presagiando».
Misión cumplida, al menos aquí y ahora, en Canon de cámara oscura.
NUEVE
Y en un momento de Canon de cámara oscura se invoca el nombre y genio y
figura de ese fracasista cum laude que fue Julio Ramón Ribeyro y se
transcribe lo siguiente de La tentación del fracaso: «Leyendo hace poco a
Cervantes, pasó por mí un soplo que no tuve tiempo de captar (¿por
qué?, alguien me interrumpió, sonó el teléfono, no sé) desgraciadamente,
pues recuerdo que me sentí impulsado a comenzar algo… Luego todo se
disolvió. Guardamos todos un libro, tal vez un gran libro, pero que en
el tumulto de nuestra vida interior rara vez emerge o lo hace tan
rápidamente que no tenemos tiempo de arponearlo».
Canon de cámara oscura es la plena y huracanada captación de ese soplo.
La más alta de las
formas de la sinceridad, la ironía, se sigue practicando, pero no es tan
avistada como antes por quienes no tendrían por qué tener problema en captarla.
Tal vez haya una
relación directa entre esa progresiva incomprensión del lenguaje irónico y el
aumento de constantes malentendidos en nuestro mundo.
Con tanto
malentendido a la orden del día, uno rememora los tiempos en los que dábamos
por sabido que, entre los tipos de ironía que abarcaba la ficción literaria, se
encontraba la verbal. Recuérdese: el personaje decía algo que significaba lo
contrario, y lo decía para enfatizar, o crear algo de lo que, por cierto,
andamos escasos últimamente: el humor.
Ironía, humor. Toda
una hermandad si no se dan fugas en ella. Cuando éstas se producen y la gente no
comparte el mismo humor, es como si entre ciertas personas existiese la
costumbre de que una de ellas arrojara un balón a otra, y se estableciera que esa
otra tenía que atraparlo y devolverlo, y que algunas de esas personas, en lugar
de devolverlo, se lo colocaran en el bolsillo.
En el siglo pasado,
antes de internet, Vladimir Nabokov fue pionero en advertir que para responder
a ciertas preguntas de sus entrevistadores debería existir un signo tipográfico
que remitiera, por ejemplo, a una sonrisa, a una especie de signo cóncavo, al
corchete redondeado boca arriba que en aquel mismo momento nos gustaría trazar
como respuesta a la pregunta odiosa que acababan de hacerle. Lo advirtió cuando
le preguntaron “en qué lugar se coloca usted entre los escritores (vivos) y los
del pasado inmediato”
¡Anda ya! Como
respuesta a tan cargante pregunta sobre vivos y muertos, Nabokov intuyó que le
faltaba uno de esos signos tipográficos que hoy en día en internet te indican
si has de reír, llorar, expresar un gesto de duda y emitir un mareante mensaje
facial a medio camino entre la ambigüedad y lo directamente irónico. Por algo
será que ese signo no lo hayan inventado, tal vez alguien ha tenido el detalle
de no querer añadir más malentendidos que acaben complicando más todavía
nuestro mundo.
Bajemos a ras de
suelo, descendamos adonde están dejando a la ironía, antaño gran conquista de
la inteligencia. Descendamos a una simple escena, con el sencillo Papa
Francisco de protagonista, descendamos para comprender mejor la tragedia de la pérdida
de nuestra ironía verbal, un retroceso ligado posiblemente a cierta marcha
atrás del humor en la literatura. Descendamos para dejar que nos alivie la muy ágil
y sin duda irónica respuesta –en modo Borges– que dio el Papa argentino al
joven que se le acercó para decirle: “Santo Padre, soy un seminarista de
Valladolid”.
–¿Y qué culpa tengo
yo? –contestó el Papa con una carcajada.
Y todos rieron. Como
antes, cuando se captaban las ironías. Pero sorprende que en el website, donde localicé
el viral episodio, algunos visitantes demuestren con sus agrias mentes obturadas
ignorar la existencia de la ironía. Esa ignorancia, próspera creadora de
malentendidos, va camino de ser el mal de nuestro siglo.
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en Cuando se captaban las ironías.
Regreso en tren a Barcelona. Y la vecina de asiento, al
hablarme de las 200 obras urbanas que están bloqueando con saña la ciudad, me
lleva a recordar que Eduardo Mendoza sostiene que Barcelona ha cambiado su ADN y hoy los barceloneses
somos como los indios de una reserva, y todo lo demás ya es turismo. Y de algún
modo lo aprueba, dice, porque íbamos camino de ser una aburrida ciudad de Corea
del Norte.
Estamos ya entrando en Barcelona, donde mañana se celebra el Día del Libro. Y la vecina de asiento, al enterarse de que escribo, quiere saber si un novelista prefiere ser rico antes que pobre. Pregunta desconcertante. En mi afán por responderle, me complico la vida al asociar riqueza con popularidad (seguro que la culpa la tiene Trump) y acabo diciéndole que los escritores obviamente prefieren ser ricos, pero a ningún autor genuino le interesa la popularidad en sí.
A ver, a ver, dice,
repítalo usted. Y enseguida me doy cuenta de que puedo haber caído en un
malentendido, tal vez en el malentendido original, aquel que, como decía el
otro día un barcelonés de reserva india, será nuestra ruina.
Aun así, repito el
error y, además, le digo a ella, a la pasajera casual, que la popularidad en
literatura es como salir con sol radiante y regresar bajo la lluvia. Y para
aclararle mejor esto, recurro a un sucinto y malicioso aforismo de Jules
Renard: “Un escritor conocidísimo el año pasado”
Ya entiendo, dice la
pasajera casual, un día estás arriba y al otro en un charco del
Día del Libro. Tan cierto, pienso, como que, a pesar de
que a ningún autor genuino le interese la popularidad en sí, suele necesitar
para su buen ánimo que otros aprueben sus obras y así disponer de una cierta
seguridad a la hora de escribir. Y de ahí es de dónde tal vez surja el problema
de fondo, porque aquellos a los que el autor genuino ha leído y respeta y podrían
aportarle seguridad porque son de parecida cuerda, no solamente no son muchos, sino
que, además, le indican compasivamente que está condenado a ser minoritario.
Ante esto, ¿qué puede hacer uno? ¿Acordarse de Juan
Benet cuando hablaba de su “prestigio propio”? O calmarse al pensar que, a fin
de cuentas, solo sería deseable una cierta popularidad si en el mundo la
imaginación y la inteligencia se repartieran equitativamente entre las personas.
Y como eso, según van las cosas, no tiene aire de ocurrir nunca, la salvación
podría hallarse en alegrarse de haber alcanzado una “popularidad propia”,
fundada en la convicción de que son horrendos los tan en boga hoy relatos
sinceros, “narraciones veraces de traumas vividos” y toda esa parafernalia que
trata de ocultar que todo gran escritor es un embaucador, como lo es la
tramposa archiembaucadora Naturaleza.
Estoy viendo pasar por la ventanilla la veloz vista
engañosa de la entrada de Barcelona cuando observo cómo la pasajera casual ríe,
ríe mucho, quien sabe si consciente de pronto de que lleva rato formando parte
de la architramposa Naturaleza.
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en La pasajera casual (Café Perec 20-04-2025)
En un contexto bladerunneresco en el que ciertos robots andan sueltos, indistinguibles y conscientes por Barcelona, Vidal Escabia, albacea del talentoso escritor Altobelli, el fracasista, hereda y asume un proyecto homérico: construir, con la extensa biblioteca de su maestro, un canon. Pero un canon alternativo, extraído al azar y leyendo a oscuras, que amenaza con dar sentido a la viuda de este viudo que anda a ver si se reconcilia con su hija. Es un contexto perfecto para que el autor despliegue su miasma de citas literarias, referentes cinematográficos y cultura pop; para que mezcle la propia historia de su protagonista con el cimiento de este canon oblicuo en el que caben obras de Ribeyro, Fitzgerald, David Markson, Anne Carson, Ovidio, Cirlot, Camila Cañeque. Vila-Matas en su estado más puro: el de termita que carcome palabras, deglute libros, vomita literatura y nos nutre con sus jugos. Jorge Morla (El País)
La letteratura è come un messaggio nella bottiglia, dice, con
uno sguardo che è insieme ironico e malinconico. È diventato nel tempo
un (iperletterario) scrittore di culto, e non è scontato in un’epoca
che, come lui stesso fa notare, mostra un’ignoranza «sempre più
scandalosa» rispetto alla storia della letteratura. D’altra parteEnrique Vila-Matas,
il cui nome di tanto in tanto circola per il Nobel, si nutre e nutre i
suoi inclassificabili romanzi di richiami, evocazioni, impalpabili
parentele artistiche. «Risonanze», direbbe lui. E insiste nel nuovo
romanzo appena uscito in Spagna,Canon de cámara oscura(Seix
Barral): un personaggio votato a costruire un canone letterario
impossibile e soprattutto inattuale. Forse è un essere umano, forse
invece è un androide. L’autore mette le mani avanti: la fantascienza non
è più un genere letterario, perché viviamo nella fantascienza.
C’è chi ha definito il nuovo libro il “negativo” del precedente,Montevideo(Feltrinelli);
a ogni modo è evidente la continuità poetica: raccontare la vita
attraverso la letteratura e viceversa, costruire i propri libri sulla
passione per i libri altrui. In Montevideo il punto di partenza
era una misteriosa novella di Julio Cortázar; e anche lì Vila-Matas
convocava una notevole quantità di colleghi, lontani o prossimi, da
Sterne a Baudelaire, da Julien Gracq al nostro Antonio Tabucchi,
ricordato con affetto e gratitudine a inizio marzo nel convegno
internazionale dedicato alla sua opera dall’Università di Barcellona e
dall’Istituto italiano di cultura.
Nel suo intervento, intenso e segnato da una certa nostalgia, Vila-Matas ha confessato la sua ammirazione per la «leggerezza poetica» tabucchiana,
e di essersi sentito talvolta la sua ombra. «Ammiravo in lui
l’immaginazione nonché la capacità di indagare la realtà per poi
arrivare a una realtà parallela, più profonda, quella realtà che a volte
accompagna quella visibile».
Eravate amici?
«Eravamo amici, sì. All’inizio sono stato affascinato da Donna di Porto Pim, il suo “Moby Dick in miniatura”. E nel mio recente romanzo Montevideo
rievoco i grandi momenti vissuti insieme e l’influenza che la lettura
dei suoi primi libri ha avuto sul mio lavoro. Leggendolo, infatti, ho
avuto la sensazione di entrare in contatto con “voci portate da
qualcosa, impossibile dire cosa”, ma indubbiamente convocate nella mia
scrittura per cercare di aumentare, allargare, moltiplicare le
coordinate della nostra ambigua realtà».
Tabucchi era un maestro nel trasformare la vita in
letteratura. Lei fa lo stesso, ma crede che nel mondo di oggi sia ancora
così chiaro cosa sia “la letteratura”?
«C’è un’ignoranza sempre più scandalosa della storia della
letteratura mondiale. Per questo, ultimamente, mi imbatto solo in nuovi
romanzi che si limitano a parlare dell’esperienza personale, rinunciando
ad aumentare il proprio “io” e ad ampliare la realtà. Io leggo la vita,
la mia vita, in chiave letteraria. Insieme al mio amore per Paula de
Parma, non ho trovato un modo migliore della scrittura per dare un senso
all’esistenza».
In effetti si assiste a un esubero di testimonianze, memorie,
racconti a cuore aperto di traumi vissuti. Ma lei dice che anche la
Bibbia è autofiction. Quindi tutto è autofiction?
«Quello che voglio dire è che esiste solo il termine “fiction”,
poiché espelle il termine autofiction, che in qualche modo è scontato.
Propongo comunque il pieno ripristino della finzione, in modo tale che
gli eventi narrati, anche se non sono accaduti, così come quelli non
narrati ma accaduti, siano la parte più emozionante degli scritti
autobiografici. Perché, naturalmente, anche tutto ciò che si pensa,
tutto ciò che si immagina, anche ciò che non c’è stato (ma che avrebbe
potuto esserci) fa parte della storia della nostra vita».
Di Tabucchi si è detto che è uno scrittore europeo. Che cosa
significa per lei questo aggettivo? Ha senso, esiste una dimensione
europea della letteratura?
«Mi vedo come uno scrittore in comunicazione con la storia della
letteratura mondiale, ma senza alcuna pretesa, perché non perdo mai di
vista il significato che Borges ha
dato alla letteratura: come opera collettiva e anonima. O non ci sarà
alla fine dei tempi solo ciò che è stato scritto a nome di tutti?».
Che cos’è oggi per lei l’Europa?
«Un luogo dove resiste, seppur in minoranza, la grande letteratura,
per me l’unica disciplina indispensabile per comprendere la complessità
che stiamo affrontando in questo momento».
Ma le sembra ancora una dimensione politica positiva? Come vive questo momento di rinnovato bellicismo?
«Sì, lo è ancora, più che mai. Ma resta da vedere se i suoi leader
saranno all’altezza del compito. Vedo il punto inquietante,
naturalmente, nello spirito guerrafondaio indesiderato eppure rinnovato.
Continuo a pensare alla solitudine di Gorbaciov alla fine della sua
vita e alla profondità, alla bellezza delle nebbie estreme, delle
tempeste della grande Russia che ha incarnato così bene. Quando gli
chiesero (una domanda di Werner Herzog) cosa avrebbe voluto leggere
sulla sua lapide, rispose: “Ci abbiamo provato”. E cos’è quel che
abbiamo provato a fare? Beh, qualcosa di abbastanza ragionevole: che la
Russia fosse un alleato più naturale per l’Occidente rispetto ad altre
potenze e si unisse al progetto di una casa comune europea. Ci si è
provato, ma con scarso successo. E l’ombra di quel fallimento incombe
ancora oggi su di noi».
Come si difende l’ispirazione di fronte alle drammatiche turbolenze del mondo?
«Il mio ammirato Bobi Bazlen
diceva che non si tratta di combattere gli imbecilli fino in fondo,
perché ci sono imbecilli in tutti gli ambienti, ma di ascoltare quello
che dicono e capirli per poi creare un mondo in cui gli imbecilli non
entrino».
Un buon uso dell’ironia può essere una soluzione, o almeno un anticorpo?
«Ho sempre detto che l’ironia è un potente strumento di disinnesco
della realtà, forse perché è anche la più alta forma di sincerità».
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en Vila-Matas en La Repubblica (Italia). 14 de abril, 2025 entrevista de Paolo di Paolo.