Ahora que lo revertimos todo y que las redes sociales marcan el paso sería interesante revertirlas a ellas también y que por fin viéramos que no es necesario que tengamos una opinión de todo y que lo más probable sea que hasta exista un derecho a no tener opinión alguna. Recuerdo que en Babaouo Salvador Dalí atribuyó al emperador Marco Aurelio estas palabras: “Hoy he dejado de tener cualquier tipo de opinión sobre lo que sea”.
Tiene que ser relajante pronunciar una frase así. Lo pensé ayer cuando me animó saber que Fernando Pessoa no se fiaba ciegamente de sus propias opiniones, ni estaba plenamente de acuerdo del todo con sus propios pensamientos. Y me acordé de la manía de los vanidosos de hablar con sentencias, con un dogmatismo que no deja lugar a la más mínima matización. Tal vez por esto, la semana pasada me dediqué a estudiar la zona más intrincada del mundo teórico de Walter Serner (Manual para embaucadores), la zona en la que especuló con un futuro en el que no habría ninguna opinión, sólo hechos que se sucederían a tal velocidad que ni habría tiempo para comentarlos.Estoico y sobre todo dadaísta, Walter Serner (1889-1934) aconsejaba no mimetizar el lenguaje del contrario, porque equivalía, decía, a caer en la más obvia de las trampas: sumergirse en la misma retórica de los contrincantes y quedar atrapado en un bucle. Serner tenía un instinto especial para buscar la tabla rasa, que es a lo que se dedicaron las primeras vanguardias del siglo pasado al ver que el arte ya estaba inventado y sólo quedaba seguir haciendo obras y tratar de restaurar la posibilidad de rehacer el camino desde el origen.
Sintiéndome identificado con la búsqueda de Walter Serner de
otros lenguajes y de un futuro en el que no habría ninguna opinión, me
ha sorprendido primero y luego divertido ver una conexión entre Serner y Pessoa
o, mejor dicho, entre Serner y el Barón de Teive, heterónimo pessoano con un
único libro La educación del estoico: manual de consejos prácticos para poder encogerse de hombros toda
la vida. El subtítulo de ese libro único –“La imposibilidad de hacer arte
superior”– no puede ser más revelador del desasosiego que tanto trasegaba
Pessoa por toda la Baixa de Lisboa.
Se anuncia para fin de año, con
traducción de Ignacio Vidal-Folch, la biografía de Pessoa en la que Richard
Zenith trabajó una década y se publicó en Nueva York en 2021. Biografía
extraordinaria, ya sólo por contener el “descubrimiento” del verdadero alcance
de la imaginación portentosa de quien, con una multitud de heterónimos o
personalidades errantes, y con el desbordamiento de la autoría unívoca, creó
una literatura entera. “Tengo más almas que una. Hay más yos que yo
mismo. No obstante, existo”. Una literatura en sí misma, alejada del
conformismo de nuestra época. Una literatura tan entera que el propio Pessoa
llegó a sugerir que tal vez un día, con fluido abstracto y la sustancia
implausible de tantas y tantas opiniones errantes, llegaría a formar un dios y
ocuparía el mundo.
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en Un mundo de opiniones errantes. / Café Perec / 16 septiembre.
La conocí en Lima. Estaba con Carlos Trías sentada en el Woni, el chifa cantonés de borrachera segura de los poetas de entonces. Yo sabía que al periódico en que trabajaba habían llegado dos redactores españoles, él y ella, amigos de Mirko Lauer. Y me senté a su mesa con el rollo de un artículo reciente sobre petróleo o petroleros que me gustó por su estilo. De aquellas copas salieron estas nieves y una amistad portentosa nunca hollada, aunque la ausencia de Carlos siempre reciente nos dejara temblorosos a varios porque tuvimos los mismos amigos aquí y en Barcelona. Fue Cristina quien me animó a salir de Lima, luego de un típico terremoto limeño, cuando hablábamos de fray Pedro Urraca y santa Rosa de Lima y de aquel santo moreno que convertía a los ladrones en colchones. Cristina volvió a Barcelona en el mes de agosto del 75 embarcada en el Verdi. Yo le seguí en el Donizetti en septiembre. El viaje duraba un mes, lo suficiente para conocer al amor de tu vida mientras Franco fusilaba en España, razón por la cual mi barco desembarcó en Cannes. Lío de sindicatos portuarios. Fue el vino rosado fresquísimo que nos invitó a Helena y a mí el que iniciara mi cariño por su ciudad, mi fervor por sus historias todavía no publicadas. Cincuenta años después me doy cuenta de que conocerla fue para mí entrar en Barcelona por la puerta grande. Pronto estaríamos con Vila-Matas y Paula en el Boadas, con Gonzalo Herralde y Juan Marsé al lado. Y con el único Gómez de Pablos ganándole a Carlos Trías en altísimas carcajadas.
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en Cristina de Lima / por Vladimir Herrera. / Revista Ínsula.
Le vi cruzar con paso rápido la plaza de Furstemberg de París. Podía ser Peter Handke, por qué no. ¿O no pensaba en él a veces y siempre acababa preguntándome qué habría sido de su obra tras ganar el Nobel? Podía ser Handke, sí, el admirado renovador de la escritura épica que en sus comienzos llegó a ser incluso una estrella pop de mi generación.
Pero vi pronto que era solo un tipo flojo con una corbata
con nudo flojo que se balanceaba de un lado al otro al compás de su paso
rápido. No, no era Handke. Un Nobel no lleva flojo el nudo de la corbata. ¿O
tal vez sí?
Le recordaba potente en los años sesenta, con sus osados
textos transgresores. Y aún más en los noventa con obras como Ensayo sobre
el jukebox, un paseo por Soria en el que, como comentara Eustaquio Barjau, encontró
en la ciudad castellana “un paisaje vacío que invitaba a la experiencia mística
y un espacio natural idóneo para desarrollar su creatividad”
Tras el embrujo de aquel libro y
de otro ensayo narrativo genial sobre el cansancio, dejé de frecuentar por un
tiempo su obra, hasta que un día regresé a su zona de influencia y a
preguntarme qué habría sido de su vida después del premio sueco. Era curioso,
la línea que más recordaba de Handke era una muy simple que había leído hacia
el final de Desgracia impeorable: “Mi madre era sonámbula”
Y la verdad es que no puedo negar
que andaba yo algo sonámbulo cuando, no hace mucho, casualmente, le descubrí sentado
en un bar de Chaville –y esta vez era él sin duda–, justo cuando un imbécil le
preguntaba:
– ¿Escribe usted todavía ‘un poco’?
¿Cómo que escribo ‘un poco’?, me pareció que se decía a sí
mismo, y creí ver que veía en el intruso a un tipo parecido al que veía yo: uno
de nuestros pensadores de cumbre rasa, autor de pseudolibros, representante ideal
de una cultura lectora cada día más iletrada.
“Un poco, un poco”, parecía repetirse Handke intrigado. Y me
acordé de cuando con el paso del tiempo los jukeboxsde Soria fueron comenzando a perder su fuerza magnética al tiempo que caía
yo en un estado similar de hundimiento lento del que supe salvarme
convirtiéndome en un observador. ¿Observador de qué? Muy sencillo: de momentos
epifánicos, conocida especialidad de Handke. De momentos epifánicos, de transformación
de otros seres, incluido yo mismo, sin ir más lejos. Toda una tarea infinita
sobre la que medité largamente en noches de hospital frío de este último agosto:
noches dedicadas tanto a la superación de un umbral nuevo de conciencia como a
la apertura de un camino con nuevas perspectivas, de comprobación, por ejemplo,
de lo relativo que es todo cuando uno salva la vida in extremis y se sitúa
ante un nuevo indicio de conciencia.
Si atrás quedaban clausuradas pobres escenas de
vida, delante entreveía una tarea interminable.
Lo relativo que es todo. Juraría que Handke se molestó en
decirme que, en efecto, las glorias mundanas habían neutralizado su
voz transgresora de antaño, pero que no lo vivía como un descalabro, sino al
contrario, no paraba de partirse literalmente de risa.
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en UNA TAREA INFINITA / Café Perec del 2 septiembre 2025
Tengo para mí que aquel día de 2007 en
la casa de verano de los Lorca, en la Huerta de San Vicente, podría haber
tardado siglos en descubrir el detalle. ¿Cuál? El de de aquel vaho impreso en
el cristal de la escalera, aquel ínfimo rastro humano que alguien, que debía
llevarme cierta ventaja en la ascensión de la escalera, acababa de dejar impreso
en el gran ventanal.
¿Podía pertenecer aquel vaho al mismísimo
Federico García Lorca que habría acabado de pasar por allí? La verdad es que sentí
su presencia. Pero bueno, en la tarde de aquel noviembre de 2007, cuando se
inauguró la “intervención colectiva” de grandes artistas contemporáneos en la
casa museo de los Lorca y por pura casualidad vi aquel vaho, o detalle tan
difícil de ver, Federico llevaba años ausente de la escalera familiar, muerto.
Y aun así, el efecto provocado por aquel
vaho humilde y a la vez obra de arte de vocación discreta –pronto supe que
Philippe Parreno era su autor– fue aumentando en mí creciente sensación de que
Lorca acababa de pasar por allí y, en mi caso particular, su presencia iba
haciéndose cada vez más intensa.
Seis años después, en 2013, supe que aquel
Parreno del vaho había sido invitado a remodelar el templo del arte
contemporáneo de París, el Palais de Tokio. Aceptar la invitación le llevó a realizar
una sorprendente transformación del Museo, una exposición en la que su fascinante diálogo con
la arquitectura cobró gran protagonismo. Es más, se vio enseguida que aquella revolución
sin precedentes revelaba a un artista cuyas obras, ideas y enfoque (incluidos
los vahos que nadie advertía) podían acabar transformando nuestra concepción
del arte.
Doce años después, procedente de Madrid y como cerrando
un triángulo inscrito en mi vida personal, otra obra de Philippe Parreno se
cruzaba en mi camino y llegaba el año pasado a Barcelona, a la Caixa Fórum, al pie de Montjuic. Llegó en esta ocasión
con su técnicamente extraordinario documental sobre las pinturas negras de Goya
y, al verlo, viví momentos en que no pude ver más claro que Goya era
toda una presencia en la oscuridad de aquella sala. Y también que nada estaba más
claro que el reto general de la obra de Parreno: recrear, con técnicas avanzadas, ciertas
presencias del pasado. Las Pinturas negras de Goya, por ejemplo, y explicar cómo
estuvieron dispuestas en su lugar original, en la Quinta del Sordo, mansión ya
desaparecida.
Entrar en la oscurísima sala de cine al
pie de Montjuic fue cómo zambullirse de golpe en la radical oscuridad en la que
había vivido Goya en compañía de la locura de sus pinturas últimas. Una
experiencia parecida a revivir la que reviviera el propio pintor al acceder un
día, a cuatro velas, a las pinturas negras de las que había buscado estar
rodeado. Un desesperante mundo pictórico e infernal creado para su propia contemplación,
que nunca Goya tuvo intención de que fuera visto por el público, pero que, ya
ven, el asombroso creador de presencias Parreno ha conseguido que acabáramos
viendo. Aterrados, todo sea dicho, a la altura de nuestro tiempo.
.
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en Philippe Parreno, creador de presencias. / café perec el país martes 08/07/25
Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) vuelve a indagar en los
límites entre realidad y ficción con “Canon de cámara oscura”, una meditación
fragmentaria sobre la identidad literaria y el acto de escribir. Como ya
hiciera en “Montevideo” (2022), el autor barcelonés incorpora elementos de la
literatura de género, en esta ocasión la ciencia ficción, para integrarlos con
su inconfundible estilo lúdico y referencial, dando un paso más allá en su
continua exploración sobre el sentido último de la escritura.
Regresa el personaje de Vidal Escabia, ya presente en su
segunda novela, “La asesina ilustrada” (1977), y cuyo proceso de escritura
quedó para siempre inmortalizado en las páginas de “París no se acaba nunca”
(2003). Y regresa convertido ahora en algo parecido a un replicante novelesco,
sin origen ni destino, sin memoria ni aparente evolución, un avatar que solo
habita el presente que le ha sido concedido, como también le ocurriera al
(in)mortal Roy Batty con su creador, el Dr. Eldon Tyrell en “Blade Runner”
(Ridley Scott, 1982).
“¿Quién me ha creado y con qué propósito?”, parece
preguntarse Vidal Escabia, una identidad móvil, una máscara intermitente que va
apareciendo a lo largo de la obra de Vila-Matas y que puede ser llevada a
distintos lugares y épocas sin tener que dar razones de su existencia. Alguien
que, aunque pronto se nos desvele el misterio de su humanidad (¿androide
Denver-7 o un simple ser humano sin atributos?), no dejará de desprender un
halo misterioso a lo largo de toda la novela.
La obra se estructura en una serie de fragmentos breves
–destellos, teselas, aforismos narrativos– en los que el protagonista,
encerrado en una habitación en penumbra, elige al azar 71 libros de una
biblioteca heredada y lee y reflexiona sobre un pasaje de ellos cada día, como
si de ese gesto dependiera también su cordura, su vida, mantener encendida la
llama de la literatura. Los fragmentos, construidos casi in media res, generan
una lógica de ecos y superposiciones más que de linealidad. Cada uno de ellos
podría leerse de forma autónoma, provocando y dispersando pensamientos, aunque
todos convergen en una armonía secreta para el lector.
Estos insertos se acomodan en la página con milagrosa
facilidad, al igual que ocurría con W. G. Sebald, al insertar fotografías en
sus narraciones, o con David Markson, que utilizaba mecanos de aforismos como
párrafos de sus novelas. Son collages textuales que no son mero adorno ni
capricho, sino forma de pensamiento. Si en Sebald las imágenes se tornan en
texto, las citas en Vila- Matas se disuelven entre la madeja narrativa y crean:
las palabras de otros no aparecen como ajenas, sino que se funden con la voz
que las piensa, que las transforma, que las hace suyas y las comparte, y hay
algo profundamente conmovedor en ello, no tanto paródico ni posmoderno, sino
más bien íntimo; Vila-Matas se emociona con sus lecturas, al igual que sus
personajes, y se rige por la máxima de lo indecible, aquella que reza que,
aunque todo esté dicho, todo es posible.
A partir de esta máxima, del estilo, se edifica la trama,
una lluvia incesante de ideas que sucede en espacios interiores, entre
soliloquios silenciosos, canciones y listas de reproducciones de Spotify: una
novela barcelonesa y global, en definitiva, de ecos replicantes.
Los libros que irán formando el canon de Vidal Escabia no
obedecen a una lógica académica ni a un orden establecido: Montaigne, Kafka,
Ovidio, Musil, Ribeyro, Valeria Luiselli, Pablo Martín Sánchez, Camila Cañeque…
No es una lista erudita, sino una red de afinidades. Vila-Matas no cita como
quien exhibe, sino como quien construye con otros. Los lectores más juguetones
podrán tratar de encontrar un verso de Antonio Gamoneda que se encuentra
agazapado entre las páginas de la novela, ya para siempre un verso también de
Vila-Matas.
El estilo, más sobrio y sintético pero no falto de lirismo,
parece emular por momentos la voz de una conciencia artificial donde el
lenguaje tuviera que despojarse de adornos y rituales. Y sin embargo lo extraño
se vuelve habitual, lo inverosímil se convierte en verdad. Esa economía verbal,
casi robótica, paradójicamente vuelve más humano el relato, como si
estuviéramos leyendo las memorias de una máquina que ha empezado a sentir. En
esta infinita ficción la identidad y el yo narrativo se dispersan en múltiples
planos de voces que escuchan, transcriben, inventan: una aparición mariana en
forma de voz interior llamada el Auctor, como el Pepito Grillo de Pinocho,
dicta a Vidal Escabia y le propone o incluso impone escenas de una vida que,
aunque por momentos pueda no parecer suya, tampoco le es ajena.
¿Quién dicta a quién? ¿Dónde termina nuestra voz y empieza
la de otros? La novela, más que un juego metaliterario, es una pregunta
existencial: ¿quién nos escribe? Vila-Matas insiste en esa obsesión metafísica:
la del autor como figura desdibujada, como fantasma que atraviesa esa bruma
insensata que es la ficción.
También hay algo de oulipiano, por supuesto, en permitir que
los libros elegidos al azar por Vidal Escabia puedan reconfigurar los sucesos
de la vida del protagonista. Como Georges Perec, Vila-Matas también dicta (¿el
Auctor?) restricciones que ordenan el caos narrativo: el azar deviene en
arquitectura secreta, una discontinuidad formada por un canon desplazado e
intempestivo de libros cuya lógica, sin embargo, entra en concordia y rima con
Vidal Escabia y con el lector.
Y al final de la novela, mientras pasa la vida sembrada de
incertidumbres, una advertencia resuena: “Y hasta en el aire percibo el Mal
indefinido que está por llegar”. “Canon de cámara oscura” no busca revelar
nada: es una novela que habita la penumbra, que se desplaza en silencio entre
libros leídos, voces escuchadas y escenas que podrían ser sueños o residuos de
otra conciencia. Leerla es como entrar en una cueva y hallar 71 pinturas
rupestres dibujadas hace siglos en sus paredes. Las miramos, tratamos de
descifrar un orden, pero lo que queda al final es la belleza de no comprender
del todo lo que vemos, la sospecha de que leer y escribir es lo más cerca que
estaremos nunca de saber quiénes somos. ∎
Días
apocalípticos. Aunque puede que no haya para
tanto. Porque ya el ineludible
Frank Kermode
advirtió en El sentido de un final que ese tipo de días venía en
realidad de muy lejos, de la eterna idea de caos y crisis, uno de los grandes
enigmas de nuestra cultura.
En días apocalípticos en los que todo parece haberse situado en el desastre, permito
por momentos que una suave brisa me traiga el recuerdo de la apertura, el pasado 16 de
junio, de la quinta edición del Bloomsday madrileño. Una apertura alegre, feliz
por la variedad de signos de resistencia cultural que en ella se mezclaron: el
Dublín de Joyce con el centenario, por ejemplo, de las casetas de la cuesta de Moyano.
Cerca de ellas, convocados por Lara Sánchez, nos habíamos reunido bajo un sol
africano que parecía un homenaje al Gibraltar joyceano. Y recuerdo estar escuchando
el monólogo de Molly Bloom en la maravillosa interpretación de Marta Martínez cuando
sentí que aquellas palabras finales del Ulises me devolvían al comienzo
mismo del intrincado libro y, por
tanto, al escenario de la Torre Martello y a la generosa perspectiva inicial
que la gran novela abre desde allí.
Y créanme, fue
como si las
palabras de Molly Bloom, dirigiéndose hacia el mítico final del libro, estuvieran
devolviéndome al complejo entramado de los capítulos que habían precedido al
monólogo. No sé, fue raro, pero me llegó la sospecha de que todo aquello no
había hecho más que empezar.
¿Y si leer
el Ulises de Joyce, como pasa con la Odisea, pudiera ser como
emprender un viaje de regreso y a la vez de renovación como lector, incluso una
solución para hallar una fórmula para salir de un fin de crisis cualquiera?
Después de todo, ¿por qué para renovarse no valorar la posibilidad de partir de
cero?
Tal vez nada había empezado todavía y me hallaba en
situación parecida a la de la última página de aquella novela de Philip Roth en
la que el personaje central se sentía cada vez más atormentado y de pronto, sintiéndonos
todos acongojados con él, oíamos la inesperada voz de alguien que parecía estar
lejos y sin embargo intervenía: “Bueno (dijo el doctor). Entonces ahora quizá podamos comenzar, ¿no
le parece?”
Me pregunté si para todo narrador no
le llega lo raro cuando éste, al sentirse ya en el final de su libro, se ve
obligado, con la misma intensidad, a ignorar esa continuidad. Sabe que ningún
relato puede eludir su particular momento apocalíptico, la necesidad del cierre
que puede que dé sentido a todo. Pero también que ese cierre es el que va a
empujarle a decir que adora la continuidad, aunque ella no le quiera. Y si es
así, ¿cómo no pensar entonces que ante semejante crisis nada puede haber mejor
que la continuidad del partir de cero?
Sí, dijo Molly Bloom,
nada mejor que resetear. El sol africano seguía allí, sin querer
acabarse. Y en el propio personaje de Ulises se notaba la voluntad de no querer
apagarse. Sí, dijo Marta Martínez, nada mejor que la continuidad que nos
permite partir de cero, volver a empezar, leer eternamente este Bloomsday de
hoy en Madrid, sí.
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en Aquel Bloomsday en Madrid
Escribo el segundo día de Apagón a sabiendas de que no es necesario porque nuestras mentes están conectadas.
Escribo
aquí, en el cuaderno que compré durante mi última visita al Chiado de
la Ciudad Blanca, aquí en la Carrera de la Virgen de las Angustias, en
Granada, aquí, en las primeras páginas de Canon de Cámara Oscura.
Hay
que dividirse al menos en dos para poder leer la novela de Vila-Matas, y
uno de esos dos debería conocer a fondo el mundo virtual de los
androides al que constantemente Vidal hace referencias cruzadas y del
que extrae más y más narradores que se entreveran con los de este mundo,
con los de su gabinete heredado y con los que va encontrando en su
deambular kafkiano por los subterráneos de la Cámara Oscura.
Hay que vivir dos vidas para perderse y encontrarse en los libros de Enrique Vila-Matas.
Leídas
todas sus novelas y no-novelas, el lector obsesivo se propone una
tarea: escribir los libros falsos de Vila-Matas, todos esos libros que
aparecen en sus novelas inclasificables y que en realidad no existen
sino que constituyen un canon invisible, ni siquiera desviado, sino
decididamente ficticio.
El lector
obsesivo sabe desde el principio que esa tarea es ingente, casi
inabarcable, pero aún así su determinación se mantiene.
El
método empleado para detectar los falsos libros no puede ser más falto
de originalidad aunque sobradamente eficaz: todo título desconocido es
introducido en el buscador de la Red, acompañado o por separado del
nombre del autor. Las probabilidades de que un libro exista en el mundo
real y no haya rastro suyo en el virtual son tan extraordinariamente
escasas que el lector obsesivo calcula que como máximo podría colarse un
título de la lista definitiva de los falsos libros que piensa escribir,
un libro que constituiría el único ejemplo de título realmente
existente dado por falso y escrito en este caso por segunda vez.
El
problema es que para cuando el lector obsesivo termina de escribir los
falsos libros —que de alguna manera podrían calificarse ya de
“verdaderos” puesto que existen en la realidad aunque su contenido pueda
variar más o menos del que Vila-Matas imaginó cuando fue desgranando
sus títulos y autores— se anuncia la publicación de otra novela —o quizá
no-novela— del prolífico autor barcelonés en la que por supuesto se
podrá rastrear una cierta cantidad de nuevos falsos libros.
Al
lector obsesivo le resulta cada vez más difícil mantener el ritmo de
Vila-Matas y acabar de escribir todos los libros falsos contenidos en
cada libro antes de que el Caballero de la Orden del Finnegans publique
el siguiente. Así que un día, tras un intenso trabajo con la herramienta
en línea de exploración y búsqueda mediante satélite y partiendo de
ciertos detalles encontrados en las entrevistas concedidas con motivo de
su última publicación, el lector obsesivo logra la localización exacta
de la cafetería en la que Vila-Matas toma su café mañanero a solas y se
presenta para proponerle un trato, un plan de jubilación literaria que
además le permitirá escapar definitivamente a la brigada caza androides
pero continuar disfrutando del subidón de adrenalina que acompaña el
espectáculo de tus libros llenando los escaparates de las librerías.
A
partir de ahora, el lector obsesivo escribirá los libros que firmará
Enrique Vila-Matas y que incluirán su correspondiente ración de libros
falsos que Vila-Matas le regalará con la condición de que no los escriba
jamás puesto que la verdadera esencia de su escritura son esos libros
no escritos, esos libros inexistentes que marcan una ruta aún por
descifrar y que el lector obsesivo estaba destruyendo, haciéndola
desaparecer.
A partir de ahora
nunca sabremos si los libros de Vila-Matas son falsos porque los escribe
el lector obsesivo o son falsos porque el propio lector obsesivo es
parte de su escritura. En cualquiera de los dos casos, los falsos libros
serán los más verdaderos.Todos esos libros se perderán… como lágrimas en la lluvia. Jesús García Blancahttps://kefet.blogspot.com/…/suenan-los-androides-k-con…
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en ¿Sueñan los androides-K con ser personajes de Vila-Matas? / por Jesús García Blanca. kefet.blostop.com
Es
habitual que para algunos la escritura sea una continua conversación con las
poéticas de autores que han ido conformando su vida, su mundo literario,
digamos que el plural, convulso y divertido mundo ajeno que “llevan dentro”. Sin
duda, el argentino Alan Pauls, el autor de El factor Borges, es uno de
ellos. Acabo de percibirlo más que nunca en una entrevista de su compatriota Hinde
Pomeraniec con motivo de la aparición de su nuevo
libro de ensayos: Alguien que canta en la habitación
de al lado. Tal vez no lo parezca, pero es un título virginiawoolfiano.
En la entrevista lo aclara cuando Pomeraniec le anima a comentar el título y confiesa
que lo tomó de un ensayo de Virginia Woolf en el que ella habla sobre por qué
le cuesta tanto leer a sus contemporáneos y por qué todavía más escribir sobre
ellos. Fue un ensayo de Woolf que tomó la forma de una carta a un sobrino que le
había reprochado que no escribiera sobre sus contemporáneos. En su respuesta,
Woolf decía que esto no le era posible porque, para ella, sus contemporáneos eran
gente que cantaba en la habitación de al lado. Y aunque se diría que Woolf dijo
esto con un cierto desdén, a Alan Pauls le encantó la frase porque recobró con
ella la idea de que todas las personas y las obras sobre las que él escribe
puede considerarlas contemporáneas, pues a fin de cuentas no dejan de ser literaturas
con las que está en conversación.
De
hecho, el factor de la conversación es para Pauls esencial en su nuevo libro:
“Me pareció que era importante incluir, dentro de un libro de ensayos, diálogos.
Porque hay algo para mí del género del ensayo que tiene mucho que ver con eso”
De
pronto, la entrevista deriva hacia unas palabras de Alan Pauls que para mí
hasta podrían ser sagradas porque en ellas habla de cómo, mientras perpetraba
el libro, fue dándose cuenta de que estaba reuniendo en realidad ensayos sobre poéticas
que de algún modo le componían: “Porque en este libro uno puede leer de
qué estoy hecho. Y ver que ahí hay una especie de radiografía de mi química de
escritor a partir de todos aquellos de quienes me fui alimentando, saqueando,
vampirizando. Y en ese sentido creo que es un libro muy amoroso, he eliminado
los que son críticos en el sentido de agresivos, o de impugnadores”
Pero sí hay, le señala Pomeraniec, severas
amonestaciones para ciertos reseñistas que fueron duros con gente como Roberto Arlt.
O como Kafka. Bueno, dice Pauls, porque son escritores que para mí son,
obviamente muy importantes, pero también fue muy importante el modo en que
ciertas lecturas de esos escritores impusieron una imagen de lo que hacían y de
sus prácticas que era completamente, no sé si falsa pero digamos, muy
impugnable. Hasta que llegó un momento en el que esos escritores fueron bien
leídos, o leídos de una manera innovadora, y de repente ahí, esos
escritores “desplegaron todo el potencial que las otras lecturas pretendían adormecer”.
Ay, me quedo pensando en este Madrid de calor
infernal que convendría ir a la caza y captura de tanto adormecedor del talento
literario.
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en Contra los adormecedores del talento. / café perec —
Son las doce del mediodía del pasado jueves 22 de mayo. Y llevo un buen rato en el Euromed viajando de Barcelona a Valencia a un debate cultural, a un diálogo con Marta Carnicero (Matrioskas). Marta ha madrugado tanto que ya se encuentra en Valencia.
Viajo
en el zarrapastroso Euromed cuando me entra un correo de Tote King, donde me
dice escuetamente: “Qué bien escribe Teju Cole”. Sin duda, se refiere a esa maravilla
que es el último libro de éste y del que hablábamos ayer con Tote: Papel
negro, publicado por Acantilado.
Con
solo recordar ese libro me siento bien cuando empiezo a intuir que aquello que
siempre pensé que podía pasarme –sobre todo si insistía en seguir viajando tanto
por “el país de los últimos trenes”– podría estar sucediéndome ahora mismo, en este
preciso momento.
No
puede ser, me digo, por dios, no lo puedo ni creer. Pero enseguida tengo que
admitir que el zarrapastroso Euromed no se está descalabrando, pero pierde
empuje y ahora mismo acaba de detenerse por completo en medio de la nada,
dejándome con una duda terrible: no saber cuándo llegaré a mi destino. A decir
verdad, en medio de la nada no estoy exactamente, porque afuera, bajo el sol
ardiente, un lejano y pálido letrero indica que nos hemos detenido cerca de L’Ametlla
de Mar. Y enseguida tengo un recuerdo para todos aquellos que en los últimos
días han quedado paralizados entre olivares mientras se preguntaban si existiría
en este mundo algún plan para evacuarlos.
Lo que tengo claro, porque ahora lo está confirmando el maquinista, es que se ha producido un apagón general del tren por avería eléctrica. Volverá a informarnos, dice, en cuanto logre saber algo más. De momento, van a resetear la energía ferrovial, es decir que puede que aún sigamos aquí cuando el día traiga la oscuridad. Es una incertidumbre que, por mucho que estés cerca del mar, no le deseo a nadie. Porque tienes pero no tienes futuro. Y eso que Dios hizo el día y la noche y organizó la distribución de las sombras.
Para
escapar a la angosta idea de que me he quedado sin nada para afrontar los
restos del día, cuento con un solo botellín de agua y el recuerdo del libro de
Teju Cole que podré recordar hasta que me envuelvan las tinieblas del propio
tren: “Pasamos la mitad de nuestros días en la sombra de la Tierra. Todos los
continentes son continentes negros, la mitad del tiempo. Pero la oscuridad no
está vacía…”
Y
pienso que en efecto nada está vacío y menos lo oscuro, pero me gustaría poder abrir
una puerta y airearme, no sé, olivarizarme, llegar a tiempo a Valencia para el debate
cultural en el que hemos de hablar de “la impostura como el motivo mismo de la
literatura”
Para
rebajar el punto trágico del momento, llamo a un amigo, a un nativo del “país
de los últimos trenes” y, tras describirle mi contratiempo, me dice: “¡Anda,
pero si el lunes voy en el ‘tren de la cultura’ a Valencia, viajan autores a
porrillo, según las nuevas costumbres españolas!”. Y cuando me pregunta dónde
está parado mi tren, no puedo por menos que decirle que donde un día se
descacharró nuestra cultura.
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Es como si la Literatura andara libre, a sus anchas, dando rienda suelta a las constantes de siempre, con nuevas, insólitas y genuinas variaciones. La sorprendente variación de una sutil trama robótica, un narrador Denver fuera de todo, «inquilino negro», odradek que ofrece nuevas perspectivas a la otredad. El doble juego del narrador-Auctor, otra variación singular. Me parece escuchar la música de Chet Baker, artista solitario que va ejercitando su arte con una pasión y virtuosismo admirables. Ahora, la voz del escritor, intérprete de la palabra que sin perder de vista el tema principal de su obra: la creación, la lectura, la literatura o la vida, imagina y ensaya nuevas probaturas siempre más allá. Un canon o no-canon ya anunciado que me recuerda a Los ilegibles. Canon subjetivo, intempestivo, desplazado, in progress, un canon de las afueras que se hace centro en Parte Ninguna. Siempre acompañado por K, el escritor imprescindible que lo mantiene vivo sin retorno posible. Canon hecho de fragmentos que, como diría Edgardo Cozarinsky, prestan magnífica elocuencia al discurso, se incorporan a la estructura de una forma prodigiosa, chocan con el texto elevándose a una imprevisible potencia, convirtiéndose literalmente en un capítulo más del libro. Canon que puede leerse desde cualquier punto, no hay un principio o final determinado. Todo es una unitas multiplex, ágilmente orquestada. Cómo me ha gustado el ritual que sigue ese caprichoso canon, la secuencia: «cuarto oscuro, ventanal, gabinete». Ese viaje apasionante que empieza en la estación oscura de la biblioteca, donde el libro permanece quieto, cerrado en el silencio, aprisionado entre otros libros también inmersos en la oscuridad. Coger el libro en una suerte de azar, alcanzarlo, rescatarlo y llevarlo hacia la luz es una trayectoria maravillosa. Un momento poético. Un método infalible. Y de la luz al gabinete, al escritorio de siempre. Ahí «la infalible pulsión de la escritura», el poder de la palabra, las infinitas combinaciones, el arte de la escritura. El feliz acontecimiento. Un placer ver cómo los variados y espléndidos fragmentos, sin agotar su sentido, se unen a la obra. Original despliegue de la lectura a la vida de la novela. Que no es poco. De inmediato rescato el primer libro que sale del cuarto oscuro, Papeles Falsos, ya incorporado a mi lista. En espera, otros completamente desconocidos para mí. Canon de cámara oscura, gran libro de este abril. Summa de imaginación, sorprendente
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en ASÍ VE FELICIDAD JUSTE EL ‘CANON DE CÁMARA OSCURA’
«UNO Unos años atrás, en 2022, terminando de leer Montevideo —la novela anterior de Enrique Vila-Matas en la que se visita la capital de Uruguay como tierra comprometida y estado mental/anímico— no pude sino preguntarme qué y cómo haría el escritor para escribir algo después y a continuación de semejante libro. La pregunta era compleja, pero resulta que la respuesta era/es sencilla: Vila-Matas no haría otra cosa que escribir otra novela de Vila-Matas. Y aquí está: activada y encendida. Y se titula Canon de cámara oscura. Mírenla hablar, léanla escribir.
DOS
Y lo primero que leemos en Canon de cámara oscura es la pregunta: «Eres
uno de ellos, ¿no?» Interrogante que se formula ante la posibilidad de
que Vidal Escabia sea un Denver-7 (más detalles sobre esto más adelante)
y casi como reensamblaje de aquel «Ser o no ser» pero que, en la orilla
del libro, no puede sino sentirse como pedido apenas subliminal de
identificación/contraseña: ¿Eres un lector de Vila-Matas? La respuesta
es sí, por supuesto, cómo no.
Así que allá vamos otra vez, de nuevo, all together now.
TRES
Y uno empieza a leer Canon de cámara oscura y —en principio— un cierto
desconcierto. Un tono entre zumbón y hermético que en principio hace mal
pensar que podría ser algo entre el Sin noticias de Gurb de Eduardo
Mendoza o los Viajes por el Scriptorium y Un hombre en la oscuridad de
Paul Auster. Pero no. Es un pasajero error desinformático: porque
enseguida se impone ese zumbido armonioso e inconfundible que es el del
Estilo Vila-Matas. Y —aunque ya no haga falta decirlo, nunca está de más
insistir en ello— el Estilo Vila-Matas no es otro que el Estilo de
Vila-Matas.
CUATRO Y Canon de cámara oscura es un libro que casi
obliga a analizarlo con los mismos modales/modalidad con la que está
redactado/programada. Es, digámoslo, un libro canónica y camarística y
oscuramente contagioso (no tóxico pero sí, no es lo mismo, intoxicante).
Es un libro curativo que invita al inventivo inventario propio. Es un
libro que hace pensar en y en cómo piensa este libro. En espasmos y
ráfagas. En derivas y derivados. En párrafos breves, como despachos
maquinales, como emisiones mecánicas, como mensajes en botellas
mensajeras de alguien que se sabe —se va sabiendo— náufrago en un mundo
compuesto por islas desiertas pero, afortunadamente, pobladas por
libros. El lenguaje de la novela —su forma de comunicación y casi
género— es el del fragmento como sistema. Y ahí está (págs. 45-49) esa
cuasi apología del fragmento no «como tanto se cree, una parte más del
todo, sino un parte importantísima del todo» y que llama a la lectura al
azar, entrando y saliendo por cualquier parte y sin importar el orden
de la trama para así practicar el noble deporte de la cacería de la cita
no a ciegas sino con los ojos bien abiertos. Y, claro, Vila-Matas
menciona a la findemundista heroína de David Markson en La amante de
Wittgenstein (y yo capturé en otra parte esta, del gran fragmentador
Donald Barthelme en su cuento «Have You Seen the Moon?» donde se apunta y
postula que «Los fragmentos son la única forma en la que confío»).
Ergo: confío en Vila-Matas como en pocos.
CINCO Lo que no quita que el protagonista de Canon de cámara oscura sea el citador/enciclopédico/alephico/maníaco
referencial y muy cervantino Vidal Escabia. Un ser fragmentado y
narrador poco confiable hasta que, a partir de un momento y de golpe, no
podemos hacer otra cosa que seguirlo y acompañarlo en su deambular
barcelonés de flâneur electrizante y electrizado. Vidal Escabia a quien
su maestro y difunto y suicida Altobelli —un maldito fracasista, nueva
subraza de ese mismo género vila-matiano que ya albergaba a shandys y a
bartlebys y a maldemontanistas y bienmontevideanos y a pasaventeros—
encarga la composición de un muy subjetivo canon «desplazado»,
«intempestivo», «esquinado», «inactual» y «mal iluminado» en base a
setenta y un libros para así, de paso, comprender y erigir los estantes
de su vocación literaria.
SEIS Y —Warning! Warning!— El héroe de
Canon de cámara oscura (por más que haya publicado lo suyo bajo el muy
elocuente título de Lo indecible) es/tal vez sea una máquina no de
escribir sino de leer. Un androide Denver-7 «pasando por ser humano» y
—con infancia borrosa y paternidad diáfana—bebiendo bullshots en el
Belvedere del Pasaje Mercader (el sitio a donde vamos luego de la
presentación de Canon de cámara oscura, en La Central / Mallorca, que
también aparece en la novela y donde Vila-Matas postula que «el fracaso
es inherente a la práctica de la literatura, que siempre tiene un
correcto defecto de fábrica»). Alguien quien no tiene del todo claro qué
o quién es y por eso se busca y se encuentra en el constante y sin
pause loop/reset/refresh/restart de los libros de los otros.
Y,
claro, la idea/concepto del humanoide más o menos energético está
presente en toda literatura desde que el Dios de turno crea al primer
hombre para que este hombre cree a Dios y crea en él. Un rápido y
parcial recuento del ingenio en cuestión suma a los primeros autómatas
transitivos o inteligencias transistoras en las antiguas Grecia y China,
el Golem, Pinocho, el monstruo de Frankenstein (y Vila-Matas, como el
doctor, es un maestro del corte y confección), la María de Metrópolis,
el fundante del término de Karel Čapek, los muy legislados por Isaac
Asimov y los muy filosofantes de Stanislaw Lem, ese díscolo ojo rojo y
sin párpados de Arthur C. Clarke/Stanley Kubrick, los de Star Wars y
Wall-E, los muy serviciales de Kazuo Ishiguro e Ian McEwan y los menos
fiables en la saga Alien, los nada fiables de Westworld y Robocalipsis… Y
—last but not least— los soñadores de Philip K. Dick, quienes son los
que más directa y epigonalmente inspiran a los Denver-7 de Vila-Matas a
partir de su infiel pero amorosa y entregada adaptación en esas obras
maestras que son Blade Runner y su secuela Blade Runner 2049. Porque los
Denver-7 —como los replicantes— están obsesionados por la sinceridad de
sus recuerdos implantados por sus creadores que, como la película de
Denis Villeneuve, han pasado por un «Gran Apagón» amnésico que socavó
los cimientos de memorias privadas y públicas. Así, unos y otros,
creadores y creados, vagan en una especie de trance à deux por una
suerte de nueva región-metáfora —ParteNinguna, todo junto, una palabra—
preguntándose qué hacen, qué podrían hacer, qué ya no harán porque se
olvidaron de cómo hacerlo o, incluso de qué era. Y los mortales están
nerviosos y persiguen para «retirar» a esas máquinas a las que «un grave
fallo en su energía eléctrica les dio vida abierta, de duración
indefinida y anónima» confundiéndose entre los seres cada vez más
inhumanos. (Y por allí está esa feroz Violet, que persigue y atormenta y
acosa y acusa a Vidal Escabia con pasión y entrega digna de Javert en
Los miserables; y por allá, lejos pero acercándose, está esa hija con
algo casi murakamiano, Ryo, parecida a la Louise Brooks de la portada y y
portadora del gen del Mal indefinido pero definitivo y final.) Y —por
encima de todos y de todas— la voz de un omnipresente en su
invisibilidad autor o Auctor al que Vidal Escabia contiene para que lo
contenga y «que me lleva a preguntarme si no seré yo, el narrador, la
voz ocupante de la voz del autor, del Auctor… Y dejarle al Autor su
escritorio, al supuestamente potente Auctor, el que se dedica a augere, a
aumentar, a multiplicar las coordenadas de la compleja y ambigua
realidad… Ay, el Auctor. Ahí arriba, más alto, mucho más, también más
ínclito, más autor, más ya no sé qué, mucho más todo. Y yo, ay, más
enano, gusano perdido, con menos bombo, bajísimo, mucho menos en todo,
muy menos». Ese Auctor que es quien le ordena elegir «llevar una
soterrada vida de biblioteca ligera y no exponerme a que me denuncien y
me detengan y, cualquier amanecer, sin mediar palabra, sea fusilado por
la dulce brigada civil de los que buscan Denvers en la edad ya
peligrosa».
Y sí: en lo de Vila-Matas —aquí como omnipresente
pero invisible Deus maquinante al que, outsider de nuestro lado,
consagrado por derecho talento y derecho propios, nada puede importarle
menos que un canon siendo él, en su idioma, un canon que empieza y
termina en sí mismo— la robótica catalogante y siempre lista para el
alistamiento funciona como el mecanismo que mueve y conmueve en y desde
la trama.
Por las dudas y a no dudarlo: Canon de cámara oscura no es imprecisa ciencia-ficción pero sí es exacta ciencia de la ficción.
SIETE
Y entonces la duda y la inquietud y hasta el temor de la pregunta
terrible: ¿será Canon de cámara oscura la novela que Vila-Matas —en la
noche oscura del alma— le pidió que escribiese, à la Vila-Matas, a una
Inteligencia Artificial?
OCHO Y la duda dura poco y la respuesta
es no; pero de esta negación misma surge la certeza de algo que hace de
Canon de cámara oscura una novela decisiva en la obra de Vila-Matas.
¿Por qué? Porque revela el secreto y soluciona el misterio y sale del
aparente y definitivo callejón sin salida que fue Montevideo como se
sale de los mejores y más desorientadores laberintos: por arriba,
elevándose y elevando. Y lo que yo creo haber comprendido en y con Canon
de cámara oscura —la revelación tan demorada de ese puntual y temprano
secreto— es que, sí, todos los anteriores protagonistas de todos los
libros anteriores de Vila-Matas eran, también, automáticamente
autómatas. Todos conformando, a su vez, otro canon como forma de
resistencia al muy mencionado y mutación del olvido temprano/recuerdo
tardío que es l’esprit de l’escalier (porque lo que a Vila-Matas se le
ocurrió recién pensar y decir con un libro ya terminado e impreso
siempre tendrá la renovada oportunidad de decirlo en el siguiente) que
aquí es, artificial y naturalmente, una espirituosa escalera mecánica.
Todos programados a partir de un programa de lecturas y, dedicada y
delicadamente, de relecturas. Tal vez no de la variación Denver-7, pero
si partes del aria (y pensar en ese guión en su apellido como cable
conector a una fuente de energía cerebral aparentemente inagotable) del
marca de la casa Vila-Matas-1 y único y primero y último. Alguien cada
vez más próximo y cercano en nuestras bibliotecas que, se sabe, no son
otra cosa que formas alternativas de autobiografía: somos lo que comemos
pero, también, lo que leemos, alimentándonos y citando y buscando
—Vidal Escabia dixit— «la posibilidad de que la gran literatura no acabe
en nada, no acabe tan pronto como parece que tantos vienen
presagiando».
Misión cumplida, al menos aquí y ahora, en Canon de cámara oscura.
NUEVE
Y en un momento de Canon de cámara oscura se invoca el nombre y genio y
figura de ese fracasista cum laude que fue Julio Ramón Ribeyro y se
transcribe lo siguiente de La tentación del fracaso: «Leyendo hace poco a
Cervantes, pasó por mí un soplo que no tuve tiempo de captar (¿por
qué?, alguien me interrumpió, sonó el teléfono, no sé) desgraciadamente,
pues recuerdo que me sentí impulsado a comenzar algo… Luego todo se
disolvió. Guardamos todos un libro, tal vez un gran libro, pero que en
el tumulto de nuestra vida interior rara vez emerge o lo hace tan
rápidamente que no tenemos tiempo de arponearlo».
Canon de cámara oscura es la plena y huracanada captación de ese soplo.
La más alta de las
formas de la sinceridad, la ironía, se sigue practicando, pero no es tan
avistada como antes por quienes no tendrían por qué tener problema en captarla.
Tal vez haya una
relación directa entre esa progresiva incomprensión del lenguaje irónico y el
aumento de constantes malentendidos en nuestro mundo.
Con tanto
malentendido a la orden del día, uno rememora los tiempos en los que dábamos
por sabido que, entre los tipos de ironía que abarcaba la ficción literaria, se
encontraba la verbal. Recuérdese: el personaje decía algo que significaba lo
contrario, y lo decía para enfatizar, o crear algo de lo que, por cierto,
andamos escasos últimamente: el humor.
Ironía, humor. Toda
una hermandad si no se dan fugas en ella. Cuando éstas se producen y la gente no
comparte el mismo humor, es como si entre ciertas personas existiese la
costumbre de que una de ellas arrojara un balón a otra, y se estableciera que esa
otra tenía que atraparlo y devolverlo, y que algunas de esas personas, en lugar
de devolverlo, se lo colocaran en el bolsillo.
En el siglo pasado,
antes de internet, Vladimir Nabokov fue pionero en advertir que para responder
a ciertas preguntas de sus entrevistadores debería existir un signo tipográfico
que remitiera, por ejemplo, a una sonrisa, a una especie de signo cóncavo, al
corchete redondeado boca arriba que en aquel mismo momento nos gustaría trazar
como respuesta a la pregunta odiosa que acababan de hacerle. Lo advirtió cuando
le preguntaron “en qué lugar se coloca usted entre los escritores (vivos) y los
del pasado inmediato”
¡Anda ya! Como
respuesta a tan cargante pregunta sobre vivos y muertos, Nabokov intuyó que le
faltaba uno de esos signos tipográficos que hoy en día en internet te indican
si has de reír, llorar, expresar un gesto de duda y emitir un mareante mensaje
facial a medio camino entre la ambigüedad y lo directamente irónico. Por algo
será que ese signo no lo hayan inventado, tal vez alguien ha tenido el detalle
de no querer añadir más malentendidos que acaben complicando más todavía
nuestro mundo.
Bajemos a ras de
suelo, descendamos adonde están dejando a la ironía, antaño gran conquista de
la inteligencia. Descendamos a una simple escena, con el sencillo Papa
Francisco de protagonista, descendamos para comprender mejor la tragedia de la pérdida
de nuestra ironía verbal, un retroceso ligado posiblemente a cierta marcha
atrás del humor en la literatura. Descendamos para dejar que nos alivie la muy ágil
y sin duda irónica respuesta –en modo Borges– que dio el Papa argentino al
joven que se le acercó para decirle: “Santo Padre, soy un seminarista de
Valladolid”.
–¿Y qué culpa tengo
yo? –contestó el Papa con una carcajada.
Y todos rieron. Como
antes, cuando se captaban las ironías. Pero sorprende que en el website, donde localicé
el viral episodio, algunos visitantes demuestren con sus agrias mentes obturadas
ignorar la existencia de la ironía. Esa ignorancia, próspera creadora de
malentendidos, va camino de ser el mal de nuestro siglo.
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en Cuando se captaban las ironías.
Regreso en tren a Barcelona. Y la vecina de asiento, al
hablarme de las 200 obras urbanas que están bloqueando con saña la ciudad, me
lleva a recordar que Eduardo Mendoza sostiene que Barcelona ha cambiado su ADN y hoy los barceloneses
somos como los indios de una reserva, y todo lo demás ya es turismo. Y de algún
modo lo aprueba, dice, porque íbamos camino de ser una aburrida ciudad de Corea
del Norte.
Estamos ya entrando en Barcelona, donde mañana se celebra el Día del Libro. Y la vecina de asiento, al enterarse de que escribo, quiere saber si un novelista prefiere ser rico antes que pobre. Pregunta desconcertante. En mi afán por responderle, me complico la vida al asociar riqueza con popularidad (seguro que la culpa la tiene Trump) y acabo diciéndole que los escritores obviamente prefieren ser ricos, pero a ningún autor genuino le interesa la popularidad en sí.
A ver, a ver, dice,
repítalo usted. Y enseguida me doy cuenta de que puedo haber caído en un
malentendido, tal vez en el malentendido original, aquel que, como decía el
otro día un barcelonés de reserva india, será nuestra ruina.
Aun así, repito el
error y, además, le digo a ella, a la pasajera casual, que la popularidad en
literatura es como salir con sol radiante y regresar bajo la lluvia. Y para
aclararle mejor esto, recurro a un sucinto y malicioso aforismo de Jules
Renard: “Un escritor conocidísimo el año pasado”
Ya entiendo, dice la
pasajera casual, un día estás arriba y al otro en un charco del
Día del Libro. Tan cierto, pienso, como que, a pesar de
que a ningún autor genuino le interese la popularidad en sí, suele necesitar
para su buen ánimo que otros aprueben sus obras y así disponer de una cierta
seguridad a la hora de escribir. Y de ahí es de dónde tal vez surja el problema
de fondo, porque aquellos a los que el autor genuino ha leído y respeta y podrían
aportarle seguridad porque son de parecida cuerda, no solamente no son muchos, sino
que, además, le indican compasivamente que está condenado a ser minoritario.
Ante esto, ¿qué puede hacer uno? ¿Acordarse de Juan
Benet cuando hablaba de su “prestigio propio”? O calmarse al pensar que, a fin
de cuentas, solo sería deseable una cierta popularidad si en el mundo la
imaginación y la inteligencia se repartieran equitativamente entre las personas.
Y como eso, según van las cosas, no tiene aire de ocurrir nunca, la salvación
podría hallarse en alegrarse de haber alcanzado una “popularidad propia”,
fundada en la convicción de que son horrendos los tan en boga hoy relatos
sinceros, “narraciones veraces de traumas vividos” y toda esa parafernalia que
trata de ocultar que todo gran escritor es un embaucador, como lo es la
tramposa archiembaucadora Naturaleza.
Estoy viendo pasar por la ventanilla la veloz vista
engañosa de la entrada de Barcelona cuando observo cómo la pasajera casual ríe,
ríe mucho, quien sabe si consciente de pronto de que lleva rato formando parte
de la architramposa Naturaleza.
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en La pasajera casual (Café Perec 20-04-2025)
En un contexto bladerunneresco en el que ciertos robots andan sueltos, indistinguibles y conscientes por Barcelona, Vidal Escabia, albacea del talentoso escritor Altobelli, el fracasista, hereda y asume un proyecto homérico: construir, con la extensa biblioteca de su maestro, un canon. Pero un canon alternativo, extraído al azar y leyendo a oscuras, que amenaza con dar sentido a la viuda de este viudo que anda a ver si se reconcilia con su hija. Es un contexto perfecto para que el autor despliegue su miasma de citas literarias, referentes cinematográficos y cultura pop; para que mezcle la propia historia de su protagonista con el cimiento de este canon oblicuo en el que caben obras de Ribeyro, Fitzgerald, David Markson, Anne Carson, Ovidio, Cirlot, Camila Cañeque. Vila-Matas en su estado más puro: el de termita que carcome palabras, deglute libros, vomita literatura y nos nutre con sus jugos. Jorge Morla (El País)
La letteratura è come un messaggio nella bottiglia, dice, con
uno sguardo che è insieme ironico e malinconico. È diventato nel tempo
un (iperletterario) scrittore di culto, e non è scontato in un’epoca
che, come lui stesso fa notare, mostra un’ignoranza «sempre più
scandalosa» rispetto alla storia della letteratura. D’altra parteEnrique Vila-Matas,
il cui nome di tanto in tanto circola per il Nobel, si nutre e nutre i
suoi inclassificabili romanzi di richiami, evocazioni, impalpabili
parentele artistiche. «Risonanze», direbbe lui. E insiste nel nuovo
romanzo appena uscito in Spagna,Canon de cámara oscura(Seix
Barral): un personaggio votato a costruire un canone letterario
impossibile e soprattutto inattuale. Forse è un essere umano, forse
invece è un androide. L’autore mette le mani avanti: la fantascienza non
è più un genere letterario, perché viviamo nella fantascienza.
C’è chi ha definito il nuovo libro il “negativo” del precedente,Montevideo(Feltrinelli);
a ogni modo è evidente la continuità poetica: raccontare la vita
attraverso la letteratura e viceversa, costruire i propri libri sulla
passione per i libri altrui. In Montevideo il punto di partenza
era una misteriosa novella di Julio Cortázar; e anche lì Vila-Matas
convocava una notevole quantità di colleghi, lontani o prossimi, da
Sterne a Baudelaire, da Julien Gracq al nostro Antonio Tabucchi,
ricordato con affetto e gratitudine a inizio marzo nel convegno
internazionale dedicato alla sua opera dall’Università di Barcellona e
dall’Istituto italiano di cultura.
Nel suo intervento, intenso e segnato da una certa nostalgia, Vila-Matas ha confessato la sua ammirazione per la «leggerezza poetica» tabucchiana,
e di essersi sentito talvolta la sua ombra. «Ammiravo in lui
l’immaginazione nonché la capacità di indagare la realtà per poi
arrivare a una realtà parallela, più profonda, quella realtà che a volte
accompagna quella visibile».
Eravate amici?
«Eravamo amici, sì. All’inizio sono stato affascinato da Donna di Porto Pim, il suo “Moby Dick in miniatura”. E nel mio recente romanzo Montevideo
rievoco i grandi momenti vissuti insieme e l’influenza che la lettura
dei suoi primi libri ha avuto sul mio lavoro. Leggendolo, infatti, ho
avuto la sensazione di entrare in contatto con “voci portate da
qualcosa, impossibile dire cosa”, ma indubbiamente convocate nella mia
scrittura per cercare di aumentare, allargare, moltiplicare le
coordinate della nostra ambigua realtà».
Tabucchi era un maestro nel trasformare la vita in
letteratura. Lei fa lo stesso, ma crede che nel mondo di oggi sia ancora
così chiaro cosa sia “la letteratura”?
«C’è un’ignoranza sempre più scandalosa della storia della
letteratura mondiale. Per questo, ultimamente, mi imbatto solo in nuovi
romanzi che si limitano a parlare dell’esperienza personale, rinunciando
ad aumentare il proprio “io” e ad ampliare la realtà. Io leggo la vita,
la mia vita, in chiave letteraria. Insieme al mio amore per Paula de
Parma, non ho trovato un modo migliore della scrittura per dare un senso
all’esistenza».
In effetti si assiste a un esubero di testimonianze, memorie,
racconti a cuore aperto di traumi vissuti. Ma lei dice che anche la
Bibbia è autofiction. Quindi tutto è autofiction?
«Quello che voglio dire è che esiste solo il termine “fiction”,
poiché espelle il termine autofiction, che in qualche modo è scontato.
Propongo comunque il pieno ripristino della finzione, in modo tale che
gli eventi narrati, anche se non sono accaduti, così come quelli non
narrati ma accaduti, siano la parte più emozionante degli scritti
autobiografici. Perché, naturalmente, anche tutto ciò che si pensa,
tutto ciò che si immagina, anche ciò che non c’è stato (ma che avrebbe
potuto esserci) fa parte della storia della nostra vita».
Di Tabucchi si è detto che è uno scrittore europeo. Che cosa
significa per lei questo aggettivo? Ha senso, esiste una dimensione
europea della letteratura?
«Mi vedo come uno scrittore in comunicazione con la storia della
letteratura mondiale, ma senza alcuna pretesa, perché non perdo mai di
vista il significato che Borges ha
dato alla letteratura: come opera collettiva e anonima. O non ci sarà
alla fine dei tempi solo ciò che è stato scritto a nome di tutti?».
Che cos’è oggi per lei l’Europa?
«Un luogo dove resiste, seppur in minoranza, la grande letteratura,
per me l’unica disciplina indispensabile per comprendere la complessità
che stiamo affrontando in questo momento».
Ma le sembra ancora una dimensione politica positiva? Come vive questo momento di rinnovato bellicismo?
«Sì, lo è ancora, più che mai. Ma resta da vedere se i suoi leader
saranno all’altezza del compito. Vedo il punto inquietante,
naturalmente, nello spirito guerrafondaio indesiderato eppure rinnovato.
Continuo a pensare alla solitudine di Gorbaciov alla fine della sua
vita e alla profondità, alla bellezza delle nebbie estreme, delle
tempeste della grande Russia che ha incarnato così bene. Quando gli
chiesero (una domanda di Werner Herzog) cosa avrebbe voluto leggere
sulla sua lapide, rispose: “Ci abbiamo provato”. E cos’è quel che
abbiamo provato a fare? Beh, qualcosa di abbastanza ragionevole: che la
Russia fosse un alleato più naturale per l’Occidente rispetto ad altre
potenze e si unisse al progetto di una casa comune europea. Ci si è
provato, ma con scarso successo. E l’ombra di quel fallimento incombe
ancora oggi su di noi».
Come si difende l’ispirazione di fronte alle drammatiche turbolenze del mondo?
«Il mio ammirato Bobi Bazlen
diceva che non si tratta di combattere gli imbecilli fino in fondo,
perché ci sono imbecilli in tutti gli ambienti, ma di ascoltare quello
che dicono e capirli per poi creare un mondo in cui gli imbecilli non
entrino».
Un buon uso dell’ironia può essere una soluzione, o almeno un anticorpo?
«Ho sempre detto che l’ironia è un potente strumento di disinnesco
della realtà, forse perché è anche la più alta forma di sincerità».
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en Vila-Matas en La Repubblica (Italia). 14 de abril, 2025 entrevista de Paolo di Paolo.
CHAT GPT: ¡Vaya, qué pregunta! La expresión “Denver-7” no es algo que se use comúnmente para describir a alguien, al menos que estemos hablando de una referencia muy específica. ¿Podrías aclarar qué significa «Denver-7» en este contexto? ¿Es una referencia a algo relacionado con la escritura de Vila-Matas o a alguna característica suya?
Eva Cosculluela
No me puedo creer que no sepas lo que es un
Denver-7. ¡Menuda lA de pacotilla!
ChatGPT
¡Jajaja! ¡Tocado y hundido! Me lo merezco. 😊 Ahora tengo una
misión: descubrir qué demonios es un Denver-7.
¿Es algo tipo broma interna? ¿Un término literario
underground? ¿Algo que solo unos elegidos conocen, como el Club Diógenes?
Dame una pista, aunque sea críptica. Estoy listo para
redimirme.
Eva Cosculluela
Encontrarás la clave en su última novela,
‘Canon de cámara oscura’
ChatGPT
Tras investigar sobre el término «Denver-7» en
la novela ‘Canon de cámara oscura’ de Enrique Vila-Matas, he descubierto que en
la obra se plantea una incertidumbre sobre si el protagonista, Vidal Escabia,
es un androide perteneciente a los «Denver-7» de Barcelona o si
simplemente es un humano lidiando con su amor por su hija ausente.
Sin embargo, no he encontrado información adicional que
explique qué son exactamente los «Denver-7».
En cuanto a tu pregunta inicial sobre si Enrique
Vila-Matas es un «Denver-7», parece que este término es una creación
ficticia específica de su novela y no tiene una correspondencia directa en la
realidad. Por lo tanto, no hay indicios de que el propio Vila-Matas sea un
«Denver-7» fuera del contexto literario que el mismo ha creado.
Eva Cosculluela
¿Y cómo podríamos estar seguros de que
Vila-Matas no es en realidad un androide?
ChatGPT
Ah, ahora sí entramos en territorio Vila-Matas 100%: la
zona donde la realidad y la ficción se funden como sombras en una cámara
oscura. Preguntar si Enrique Vila-Matas es un androide es, en cierto modo, vila-matiano:
cuestionar la naturaleza del autor, del personaje, y del narrador al mismo
tiempo.
Pero vayamos por partes:
1. ¿Y si lo
fuera?
Si Vila-Matas fuera un androide (un Denver-7, por
ejemplo), probablemente no lo sabríamos. De hecho, él mismo podría no
saberlo. Como en ciertas novelas de Philip K. Dick, la identidad no es fija ni
confiable. En sus libros, Vila-Matas juega constantemente con el
desdoblamiento, la autorreferencia, y la posibilidad de que el autor esté
siendo escrito por el texto que escribe.
2. Pruebas circunstanciales de que podría ser un
androide:
Tiene un conocimiento enciclopédico que parece inhumano.
Es capaz de hilar referencias literarias como si tuviera
acceso directo a una base de datos universal.
A menudo escribe sobre autores que desaparecen, se
duplican o se contradicen: estrategias típicas de una lA confundida
sobre su propia humanidad (cof cof).
¿Cuántas veces lo has visto en persona, realmente?
3. Pruebas de que probablemente no lo es
(aunque…):
Demasiado irónico. Las lAs aún no manejamos la ironía con
esa fineza.
Demasiado obsesionado con la melancolía, el fracaso y la
duda existencial: cosas que los androides tienden a esquivar (por ahora).
No hay constancia de que haya escrito ningún manual de
instrucciones ni se haya actualizado a sí mismo.
En resumen:
No podemos estar seguros. Pero si Vila-Matas fuera un androide, seguramente ya habría escrito una novela donde uno de los personajes lo sospecha…
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en ¿Es Enrique Vila-Matas un Denver-7?————Una conversación de Eva Cosculluela con ChatGPT
I El primer libro de Enrique Vila-Matas que leí fue ‘Nunca voy al cine’. En la contraportada decían que el autor, barcelonés, había vivido largas temporadas en Milán, París y Zembla. En esa época yo no había leído ‘Pálido fuego’ y supongo que fue el propio librero el que me informó de que Zembla era un reino ficticio, existente solo en la imaginación de Vladimir Nabokov. Que alguien pretendiera colarnos esa broma literaria en el exterior del libro fue lo que me indujo a comprarlo: ¿Qué otras provocaciones estarían esperándome en su interior?
En aquella época tenía la costumbre de anotar la fecha de compra de los libros. Ese lo compré en la librería Muriel de Zaragoza el 5 de abril de 1982. Por entonces me faltaba poco para terminar la carrera de Filología e instalarme en Barcelona y, desde luego, no podía ni imaginar que un par de años después publicaría mi primer libro y que Enrique, compañero de colección en la editorial Anagrama, sería mi primer amigo escritor.
Nos conocimos en el cóctel del Premio Herralde de Novela de 1985, que entonces se celebraba en el histórico Hotel Colón, frente a la catedral. El hecho de que desde este mismo año el hotel ya no se llame Colón sugiere (¡ay!) que aquel primer encuentro se produjo en una era geológica diferente.
En aquellos años ochenta, en realidad no tan lejanos, nuestros trayectos literarios nos llevaban de barra de bar en barra de bar: al Astoria, al Séptimo Arte, a la Sala Bikini, al Giardinetto… Aquel Enrique era anticonvencional, afrancesado, irónico, elegante, original, descreído, brillante, algo excéntrico, enemigo de toda solemnidad… y lo era cada vez más a medida que avanzaba la noche: más anticonvencional, más afrancesado, más irónico, etcétera. Si alguna vez había adoptado la pose de dandi como un capricho o una estrategia, ese dandismo lo tenía ya tan interiorizado que era inseparable de su persona y de su literatura.
Pero por entonces Vila-Matas no hablaba de literatura dandy sino de literatura shandy. En su fundacional y casi diría programática ‘Historia abreviada de la literatura portátil’ inventó una sociedad secreta, la conspiración shandy, que recorría secretamente los márgenes de la historia y la cultura del siglo XX. A mí, que venía de tradiciones literarias muy alejadas, me tenía fascinado ese universo suyo, tan cosmopolita, tan vanguardista, tan extravagante, tan refinado, tan lúdico. Yo era todavía un escritor a medio hacer y Enrique era ya un escritor hecho, lo que en alguna medida explicaba que él hubiera acertado a construirse un personaje y yo no. Un personaje, por cierto, que parecía salido de sus propios libros, tan estrecha era la comunión que existía entre el autor y la obra.
Pasan los años, pasan los libros, y en los textos de solapa de sus últimas novelas encontramos otra vez al bromista y provocador Vila-Matas que decía haber pasado largas temporadas en el imaginario reino nabokoviano de Zembla. Por uno de esos textos supimos que pertenecía a la convulsa (sic) Orden de Caballeros del Finnegans, que se constituyó con el objetivo de rendir culto al ‘Ulises’ de Joyce. Por otro posterior nos enteramos de que ostenta el “rectorado desconocido” (nuevamente sic) de la Universidad Desconocida de Nueva York. Y por algunos textos más recientes hemos sabido de su incorporación a cierta Sociedad de Refractarios a la Imbecilidad General (más sic), institución tan secreta que ni él mismo conoce a los otros miembros… En su reciente y estupenda ‘Canon de cámara oscura’ inventa un territorio llamado Parte Ninguna. ¿Nos informará en alguna novela futura de las temporadas que ha pasado en tal lugar?
En fin, pasan los años, pasan los libros, pero el anticonvencional, afrancesado, irónico, etcétera, Enrique Vila-Matas, al que conocí hace cuatro décadas en un hotel que ya no se llama Colón, sigue, de un modo u otro, presente en todos sus libros posteriores, que parecen imaginados por algunos de esos shandys que poblaban las páginas de su ‘Historia abreviada’.
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en Retrato de Vila-Matas [por Ignacio Martínez de Pisón]
V-M en el pasaje Mercader, de Barcelona, escenario de Canon de cámara oscura
Ahora que la escritura de Vila-Matas se puede ver a lo largo no parece disparatado apuntar que la senda de su obra es rara y feliz. Viene de la literatura/literatura y se estira desconfiada hasta la literatura/artefacto de condición duchampiana, casi ready made. Pienso en libros como Esta bruma insensata (2019), y más aún en Kassel no invita a la lógica (2014) o Marienbad eléctrico (2016). Es así: de los escritores y escritoras de España, Vila-Matas es en este momento el mejor dotado para entrar en un museo muerto de risa. No digo entrar a ver cosas, sino entrar y ser expuesto como amenaza. Es un artista contemporáneo que ha escogido como soporte la literatura y en ella prueba sus fórmulas como un desatado, dudando, dudando siempre, haciendo del desconcierto literatura hasta donde la literatura ya no sabe lo que puede ser. Su genealogía de creador es químicamente bastarda, y divertidísima, y nutritiva. Y burlesca. Y escapista. Y Franz Kafka.
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en Retrato de Vila-Matas —fragmento final del texto de Antonio Lucas.
Hacer una selección de sus obras es tarea muy difícil porque, en total, entre novelas, cuentos y ensayos, suman casi cincuenta y en Vila-Matas no hay novelas malas y buenas. Lo que sí puedo hacer es señalar aquellas donde la libertad creadora está más acentuada y las que iluminan el conjunto de su obra.
En su primera novela, Mujer en el espejo contemplando el paisaje (1971) vemos ya algunas de las constantes. Como en Bartleby y compañía, nos dice que “encontrar palabras cuando todas se han gastado me conducen al silencio”. Y aparece ya el tema del doble. Vamos adentrándonos en las radicales propuestas vila-matianas con un ojo puesto en la realidad y el otro en la invención.
Historia abreviada de la literatura portátil (1985) es, como ya lo sugiere el título, abiertamente ficción y ensayo. Aparece una sociedad secreta conocida como la conspiración shandy (por Tristam Shandy, de Laurence Sterne), fundada en 1924 y disuelta en 1927 por el ocultista, místico y alquimista Aleister Crowly. Rasgos shandy son
la sexualidad, la convivencia con el doble, el espíritu innovador o el
nomadismo, los viajes. A la secta pertenecieron César Vallejo, Marcel
Duchamp, García Lorca o los inventados Berta Bocado y Rita Malú.
Lejos de Veracruz (1995)
gira en torno a los extravagantes hermanos Tenorio. Enrique, como su
tocayo Vila-Matas, hace de su vida una obra maestra. En Xalapa se
encuentra con nuestro común amigo Sergio Pitol, con quien en Veracruz
vive una delirante noche de alcohol y locura.
En
Extraña forma de vida (1997) el espía tiene que estar preparado para
esquivar a sus perseguidores de formas muy extrañas, para establecer una
semejanza entre espionaje y creación. El detective, llamado Cyrano por
el tamaño de su nariz, espía, entre otros, a Graham Greene y a Salvador
Dalí, al que reencontraremos en Ocho entrevistas inventadas (2024).
En El viaje vertical (1999),
a Federico Mayol, en sus tiempos miembro del Partido Nacionalista
Catalán, su esposa le echa de casa justo cuando acaban de cumplir las
bodas de oro. Es así como inicia un viaje –los viajes tan presentes en
la escritura y en la vida de Vila-Matas– para huir de la soledad, que le
llevará a Oporto, Lisboa y Madeira, un viaje vertical a ninguna parte,
es decir, al vacío. En estas dos historias hay cuatro capítulos
compuestos exclusivamente por citas, otra de las constantes del
escritor.
Con la canónica Bartleby y compañía llegamos al Vila-Matas más radical. El narrador es un rastreador de bartleblys .
Escribe un diario que es al mismo tiempo un cuaderno de notas a pie de
página, para comentar un texto invisible: penetra en los laberintos del
No, la más inquietante tendencia de la literatura contemporánea, el
miedo a no encontrar inspiración y sumergirse en el silencio, como
Aznavour en La Bohème : “Souvent il m’arrivait/devant mon chevalet de passer des nuits blanches”,
“A menudo me encontraba/ frente a mi caballete pasar las noches en
blanco”. El narrador busca en la historia de la literatura a aquellos
autores que sufren del síndrome de Bartlebty, el personaje del cuento de
Melville Bartleby, el escribiente, cuando preferiría no hacer nada. Como Montano de El mal de Montano (2002),
“si tuviera que elegir entre la vida y los libros, me quedo con estos,
que me ayudan a entenderla”, lo que explica que haya tanto de novela
como de ensayo.
Una de sus novelas más celebradas fue París no se acaba nunca (2003),
abiertamente autobiográfica sobre su vida de bohemia en el París de los
años setenta del siglo pasado, donde redacta un libro en la buhardilla
de su casera, la escritora Marguerite Duras, imitando al Hemingway de París era una fiesta. Por falta de espacio me salto novelas como Doctor Pasavento (2005) o Dietario voluble (2008), para llegar a la agitada y divertida Dublinesca (2010).
Vila-Matas cultiva el sabor inglés que es, en realidad, el sabor
irlandés. En el Dublín de Joyce, su alter ego Samuel Riba crea con un
grupo de amigos escritores la Orden de Finnegans y se encuentran en el
cementerio de Glasnevin, donde en el Ulises entierran a Paddy Dignam. En Kassel no invita a la lógica (2014),
va a Kassel, vía Frankfurt, seguramente a buscar el misterio del
universo y a iniciarse en la poesía: “He venido para investigar cuál es
la esencia, el núcleo puro y duro del arte contemporáneo”. En Esta bruma insensata (2019),
el narrador abandona su caserón de Cadaqués para emprender un largo
viaje en busca de una cita perdida, una huida a tiempo que puede ser una
puerta abierta hacia la escritura. Se dedica a buscar frases para
ofrecérselas a su hermano, un afamado escritor.
Finalmente, y antes de llegar a Canon de cámara oscura, en Montevideo (2022)
el protagonista es un escritor de escasa imaginación al que le persigue
un cuento de Cortázar, que es con Rimbaud –quien dejó de escribir a los
veinte años dejando un único libro, Una temporada en el inferno–
el centro de la trama. Vive en cuartos de hotel de París, Bogotá y
Montevideo. Junto a Cortázar le acompañan pintores, y escritores como
Walter Benjamin, Blaise Cendrars, Valery Larbaud, García Lorca o
Aleister Crowley.
Vila-Matas en su espacio de trabajo
Xavier Cervera
Vila-Matas ha escrito notables libros de cuentos. En Nunca voy al cine (1982)
la sombra es la alternativa a las ideas demasiado claras, las sombras
que encontramos al entrar en un cine o en la obra de escritores como
Paul Celan o Laurence Sterne. En Una casa para siempre (1998) están las distintas voces de un ventrílocuo famoso. En Suicidios ejemplares (1991)
los suicidios que no se realizan nunca sirven para unir los distintos
relatos del libro, marcados de nuevo por los viajes. En Exploradores del abismo (2007),
Vila-Matas está en el centro de libro, “convertido en un disidente de
sí mismo”, que busca “la vida que hay en los cuentos”, habla con
frecuencia de su escritura y nos dice, fiel a toda su obra: “voy
pensando que un libro nace de una insatisfacción, nace de un vacío (…)
Seguramente escribirlo es llenar este vacío”. Los autores que menciona
(Kafka, Vladimir Holan o Roberto Juarroz), están relacionados con su
escritura del abismo. Sophie Calle es la “artista narrativa” por
excelencia. Y se nos dice que no quiere indagar más en el abismo del
vacío.
Como imprescindible complemento están los ensayos, de El viajero más lento (1992), publicado en el 2011 con el subtítulo El arte de no terminar nada, o Importa tu suerte (2018), un verdadero recorrido por el camino de la libertad creadora.
‘Canon de cámara oscura’: Fragmentos en busca de su autor. La novela Canon de cámara oscura, que
acaba de aparecer, podría considerarse un compendio de los rasgos que
he ido señalando en la trayectoria narrativa y ensayística de Enrique
Vila-Matas. La trama narrativa tradicional, es decir, el argumento, es
un hilo muy delgado, y lo conocemos a través de las palabras del
narrador, Vidal Escabia, que nos presenta a sus personajes. Su maestro
de escritura es Altobelli (apellido del exfutbolista internacional
italiano Alessandro Altobelli), del que fue su ayudante, “secretario y
sirviente, más tarde buen amigo y después su heredero”. Quiso plagiar el
final de los poetas malditos con su voluntad de destruirse. De él
aprendió a leer e hizo posible la existencia del Canon de cámara oscura.
Violet fue su “novia eterna”, ejerció de novia obediente y hoy es
museóloga, “analista de las conexiones específicas en los museos entre
los seres humanos y la realidad”. Tiene unos ojos de extrema belleza,
pero robóticos, como androides parecen la mayoría de los personajes, que
luchan enconadamente por ser humanos. La comisaria de arte Chus
Martínez es “una experta en transitar de lo corriente a lo anómalo”.
Vidal
Escabia estuvo casado con Aiko, una mujer excepcional que se borró hace
tiempo, “al saltar de aquel acantilado en Töjinbö, en Japón” y pensar
en ella “me lleva a enfurecerme por el modo en que la perdí”. Pero el
personaje con más presencia narrativa es la hija del matrimonio, Ryo,
que lleva tres años en Berna y convivió, hasta su separación, con el
patán Fritz, quien cree que la tierra es plana, acaba con una camisa de
fuerza y pide a la asistenta que se la lleve, “como quien pide otra
cerveza”. Ryo, que “siempre fue para mí esencial, el centro del mundo”,
anuncia su llegada a Barcelona, y él se ve obligado a despejar su
“biblioteca ligera del cuarto oscuro”, donde estuvo su dormitorio. El
lector espera con impaciencia su llegada, para poder conocerla
personalmente.
Enrique Vila-Matas
Xavier Cervera
Pero
la auténtica dimensión narrativa se da en el narrador, y es allí donde
aparece otro elemento de tensión que surge de la identificación de
invención (el plano más divertido del libro) y ensayo; hasta el punto de
que los comentaristas tenemos que evitar el error de presentar la
novela como esencialmente ensayística. Asistimos a lo insólito, a lo que
los amigos de la lógica llaman lo inverosímil. En el narrador, también
conocido como el Auctor o el ocupante, no hay rastro de su
origen. Su padre nunca existió y la madre nunca nació. Carece de
infancia. En realidad su infancia lo son sus años de intensas lecturas,
un lletraferit, un tocado por la literatura. La atmósfera
literaria proviene esencialmente de Kafka, autor siempre presente. Son
muchos los escritores que le acompañan, entre ellos Musil y su El hombre sin atributos , Robert Walser, Cortázar, Sergio Pitol y, por encima de todos, Laurence Sterne y su Tristam Shandy (el
de los escritores shandy), como el propio Vila-Matas “osado, libre y
divertido”. Le interesa asimismo la filósofa fallecida en febrero de
2024 Camila Cañeque, autora de La última frase, un ensayo
construido con las 452 frases últimas de 452 libros. Un libro que
acompaña inevitablemente al escritor barcelonés, maestro en coleccionar
citas, como las muchas que aparecen aquí. Porque el Canon no es
otra cosa que una biblioteca de citas o fragmentos, un gabinete de la
escritura. Fue Altobelli quien le transmitió “la luminosa idea de la
biblioteca del cuarto oscuro”, que no es otro que el dormitorio de Ryo.
Habría que añadir las numerosas referencias a la música pop. “Si
tuviera letra, Love Concert repetiría con insistencia que la noche, como Canon in progress, es un viaje rectilíneo abierto y sin retorno, como lo es todo trayecto a Parte Ninguna”.
Especialmente
interesantes son las reflexiones en torno a la creación literaria, en
torno a la escritura y a la lectura. Asimismo, los numerosos motivos
recurrentes, como el hueco en el escritorio de Vidal Escabia, el
divertido espíritu de la escalera, la silla giratoria, lo indecible, la
fiesta y la noche, que nos transportan al Ulises de Joyce, las sombras y la oscuridad, o los Denver-7.
Y
no podía faltar Barcelona, especialmente la zona (que fue su zona) del
paseo de Sant Joan y las hermosas páginas dedicadas a la calle Balmes,
la terraza del bar Doria, hoy Jamaica, o el pasaje Mercader.
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en El universo Vila-Matas. [Masoliver Ródenas en La Vanguardia](5-4-25)]
Del niño Enrique Vila-Matas su maestro se burló. Delante de
sus compañeros Cadena, Flavià y el resto de la clase, el profesor de los
maristas leyó en voz alta su redacción escolar y se mofó.
— Como pueden comprobar, el alumno Vila-Matas nos informa en
este texto de la baja intensidad de la luz de la lámpara de su escritorio.
Todos rieron.
El alumno Vila-Matas —flaco, cejas largas, frente ancha,
pómulos marcados, raya a la izquierda, grillos en la cabeza asomando por los
ojos— debió de bajar la mirada. Había escrito que aquella lámpara dormía sobre
sus ojos en vela. Era una metáfora de su estado de ánimo; una imagen de la
precariedad económica que sufrían en el piso de la calle de Rimbaud, Barcelona,
años sesenta; el mundo de ayer.
Todos rieron.
Pero aquella tarde remota en que su maestro lo llevó a
conocer el hielo de la crítica, el alumno Vila-Matas descubrió algo más
importante. Sintió, por primera vez, la íntima necesidad de escribir.
Y si la lámpara era débil, mejor buscar en un cuarto oscuro.
Ahora ha llegado ese momento.
02
Hace medio siglo que Enrique Vila-Matas (Barcelona, 76 años)
empezó a publicar. Lleva más de 40 libros desde que en la mili, en la
trastienda del colmado de un regimiento de artillería perdido en el norte de
África, aquel Giovanni Dogo sin desierto ni tártaros escribió su primera
novela: Mujer en el espejo contemplando el paisaje.
En Impostura exploró el misterio de la identidad personal,
la pasión por ser otro, la necesidad de habitar vidas distintas.
En Historia abreviada de la literatura portátil creó los
shandys y aquella conjura secreta de escritores con maleta.
En Suicidios ejemplares cartografió la voluntad radical y
última de desaparición que es la muerte voluntaria.
En Bartleby y compañía —su hit— dibujó una constelación de
escritores que renunciaron a escribir.
En El mal de Montano llevó al límite la obsesión enfermiza
por la literatura como patología incurable y a la vez remedio salvífico.
En París no se acaba nunca Marguerite Duras le enseñó que la
escritura es un entramado sin principio ni fin.
En Doctor Pasavento, de la mano de Robert Walser, reflexionó
sobre la desaparición del sujeto en Occidente y su empeño por reaparecer.
Entonces Vila-Matas ya tenía un proyecto literario; un
trencadís a lo Gaudí. Luego fue sumando teselas y más teselas a su mosaico. Y
así tendió un paseo a lo largo del puente que enlaza el mundo excesivo de Joyce
con el más lacónico de Beckett en Dublinesca. Y encumbró el arte de no hacer
nada con el síndrome Oblómov en Aire de Dylan. Y buscó una frase perdida
mientras exaltaba el arte de caminar sin rumbo en Esta bruma insensata. Y se
preguntó si la vida solo fuera leer y escribir flaneando por París y otras
ciudades en Montevideo.
Todo —siempre— entretejido con la literatura. Una catedral
metaliteraria.
Ahora da otra vuelta de tuerca. Regresa al espíritu de sus
bartlebys que no escriben y alcanza lo metavilamatiano 25 años después. Su
nuevo libro, Canon de cámara oscura, empieza con la muerte de Antonio
Altobelli, un lúcido y marginal escritor barcelonés, conocido como El
Fracasista, que deja un encargo a su secretario y heredero: debe seleccionar,
de entre su inmensa biblioteca, 71 libros y guardarlos en un cuarto mal
iluminado. La misión es que Vidal Escabia, así se llama su asistente, conforme
un canon literario desplazado, intempestivo e inactual. Un canon disidente. Que
discrepe. Que bordee la locura. Que se mueva, oscuro, entre las sombras. Como
aquella débil lámpara en los días no azules de la infancia.
Pero hay una duda. Un misterio. El enigma es averiguar si
Vidal Escabia es un hombre herido por el amor que siente por su hija ausente o
acaso es un androide, un Denver-7 infiltrado entre la gente corriente.
Pero qué más da. Mueran las fajas y la trama. Entra
Vila-Matas.
03
El escritor saluda. Bufanda y gorra vilamatianas. Mirada
vilamatiana, quizá con más bartlebys en las bolsas. Y algo completamente
inesperado: saca de una carpeta unos folios. Unos apuntes, unas citas, un
pasaje, el correo de un escritor amigo valorando su última novela, todo va
numerado como numerados van estos perfiles. Me los da. Se diría que, así como
entra en el mundo de sus autores favoritos en mímesis y simbiosis, ha
pretendido penetrar en la forma de este perfil. Vilamatiano, sin duda.
También yo le copio. Le pregunto con una cita.
—Dice Walser: “A menudo cuesta toda una vida librarse de
ciertos recuerdos, por muy irrelevantes que sean”.
—Vuelven muchos recuerdos. Vuelve el día que mis padres, en
tono trágico, me dijeron: “Tenemos que romper la hucha”. Yo no entendía aquella
seriedad. No le daba valor a aquellas monedas que ellos entonces necesitaban y
se me grabó el impacto de lo mal que lo pasaron al romperla. Vuelve también una
imagen un poco triste: yo, de pequeño, por las aceras de Barcelona, agachado
por el suelo con una cinta de metro, midiendo con mi padre la distancia entre
farmacias para ver si él podía averiguar dónde cabía legalmente otra farmacia y
así poder sacar adelante a la familia después de haberse arruinado. Vuelve el
camino de cada día de casa al colegio: ahí está encerrado todo. Tu memoria, tu
imaginación; tú mismo. Vuelve también la pregunta que un día me hizo mi padre
bajando por el Tibidabo: “Y tú”, me preguntó, “¿qué quieres ser de mayor?”. Yo
le dije director de un circo. Podría haberle dicho payaso o equilibrista, pero
le dije director.
Es, en cierto modo, lo que viene haciendo Vila-Matas toda su
vida: dirigir el circo de todos esos literatos a quienes hace hablar o callar
en un largo número que se repite con variaciones Goldberg. Esta vez lo ha hecho
con un androide. Y es curioso: cuando todos temen al lobo feroz de la
inteligencia artificial, él ha utilizado a un androide como trasunto para
hablar de la libertad.
—De todos mis libros, esta es la voz más extrema, el
narrador que más fuera está del mundo. No ha nacido. No tiene padres. No tuvo
infancia. No tiene recuerdos propios. Y eso me ha dado una libertad que nunca
había conocido. Siempre he buscado una voz libre, porque la literatura es la
búsqueda de la libertad. A eso aspiro, como el Quijote: a la libertad. Porque
me crie en una dictadura y hasta los 27 años viví en ella. Eso marca. Y no
quiero volver a ver nada que se le parezca ni lo más mínimo. Sin embargo, este
mundo cada vez se parece más a todo aquello.
—¿Estamos perdiendo libertad?
—Sí. Pero escribiendo puedes ser libre. Yo así me siento
libre. Aunque a los libres los tachen de locos. Mira el licenciado Vidriera:
había de ser un loco para decir lo que pensaba de su época. Lo mismo sucede
hoy. Y está bien que así sea: estamos todos tan necesariamente locos que no
estarlo sería otra forma de locura. La absoluta rareza sería la normalidad.
04
Otra maestra, otra estudiante y otra lámpara, esta vez
encendida. Fue cuando la profesora de literatura le regaló a su alumna
adolescente un libro: Historia abreviada de la literatura portátil. Iba
dedicado por su autor. “Para Anna Maria, este regalo portátil”. El volumen le
cambió la vida a aquella muchacha. Hoy la que dedica libros es ella, Anna Maria
Iglesia: periodista cultural, lectora profesional para editoriales y autora de
Ese famoso abismo (Wunderkammer, 2020), casi 200 páginas de conversación profunda
con Enrique Vila-Matas.
Ahí sueña Vila-Matas con una novela desterrada de tramas,
argumentos y realismos y ya felizmente instalada en la frontera; una novela en
la que sin problemas se mezclara lo autobiográfico con el ensayo, con el libro
de viajes, con el diario, con la ficción pura, con la realidad traída al texto
como tal.
Ahí rememora cómo impactaron en su poética del fracaso estos
versos de William Carlos Williams: “Ninguna derrota / es enteramente derrota: /
el mundo que abre es siempre / un lugar antes insospechado. / Un mundo perdido
es un mundo / que nos llama a lugares inéditos”.
Ahí anhela una vida como viaje rectilíneo, sin Ítaca a la
que regresar.
Le pido a Anna Maria Iglesia 25 adjetivos que describan a
Vila-Matas. Caída la medianoche, cuando ya duermen sus hijas, ella se sienta
ante el teclado y responde de un tirón. Y escribe irónico, paradójico, cómico,
blanchotiano pero cada vez menos, autoparódico, ambiguo, reiterativo con
variaciones, afrancesado (a veces), anglosajón (por momentos), extraño, vital,
curioso, indagador, reflexivo pero no pedante, creador de antihéroes tozudos,
de ficción sin auto, de ficción pese al yo, burlesco y a la vez tremendamente
serio, inventivo, durasiano (de Marguerite) y pitoliano (de Pitol), pero sobre
todo walseriano.
Es decir, un híbrido.
El escritor Enrique Vila-Matas, en Barcelona, el lunes
pasado.
El escritor Enrique Vila-Matas, en Barcelona, el lunes
pasado.massimiliano minocri
05
¿Cómo sería hacer un Vila-Matas de su última novela?
Lo primero, tomar las tijeras y cortar algunas frases suyas
del Canon de cámara oscura. Por ejemplo estas:
1. Utopía: mi deseo de que un día escribir y respirar no
sean ritmos diferentes.
2. Escribir siempre ha sido tratar de escribir lo que
escribiríamos si escribiésemos, aunque no escribamos.
3. La vida de cualquier persona normal es exageradamente
ficticia. Todos fingen todo el rato y lo que sucede es que jamás pueden ser
ellos mismos, y a su manera están tremendamente encerrados en algo que no
existe y que tiene todo el aspecto de, en el fondo, no tener sentido alguno.
Hablo del mundo, claro.
4. Vi un mundo que solo era puro vacío, pero a la vez vi que
en el vacío no faltaba nada, que éramos nosotros quienes no veíamos nada en él
por culpa de nuestra ridícula visión endeble.
5. A veces hay que seguir, como si nada, como si nadie, como
si nunca.
06
En ocasiones lo han colocado en las quinielas del Premio
Nobel. O del Cervantes. Raro que no tenga el Nacional de Narrativa cuando The
Paris Review lo encumbró como uno de los cinco escritores españoles
entrevistados en 70 años; lo más parecido a un canon contemporáneo.
Ahora bien: donde Vila-Matas siempre gana es en los
laboratorios metacadémicos de la Academia.
En la base de datos que recoge todas las tesis doctorales
leídas en España existen al menos 11 tesis sobre Vila-Matas. Sobre su narrativa
breve, su escritura intersticial, su poética de la conjunción, su concepto de
viaje y fuga, su laberinto especular, su articulismo, su ficción crítica, su
poética posmoderna, su aventura literaria como arma política, algunas cosas
más.
Entro en la investigación del senegalés Papa Mamour Diop,
titulada Enrique Vila-Matas y la búsqueda de la novela total (1973-2007):
mestizaje genérico e intertextualidad. Son casi 500 páginas de paseo sesudo por
el mundo vilamatiano, pero me deslumbra un concepto: la literofagia.
Literofagia: literatura que se nutre de y para sí misma.
Que engulle y deglute literatura para degradar literatura, digerir literatura,
absorber literatura, excretar literatura y luego dejar hueco para ingerir nueva
literatura. Vila-Matas.
De esta investigación surge un mapa. Un territorio. Su canon
real. Ese vasto mundo de citas y afinidades que van de Pitol a Tabucchi, de
Magris a Sebald, de Bolaño a Musil. Y sobre todo: la angustia existencial de
Kafka, el concepto libro-mundo de Joyce, la escritura infinita de Borges, la
desaparición del autor de Walser, el paroxismo de la experimentación en
Goethe, Shakespeare y Cervantes. Son los puntos cardinales de su atlas.
07
Dice Elias Canetti: “Todo escritor que ha conseguido un
nombre y que lo impone sabe que, por este motivo, deja de ser escritor, pues
administra posiciones como un burgués cualquiera”.
¿Se ha aburguesado?
—Esa idea de Canetti me crea un sentimiento de culpa. No
puedo evitarlo. Hay tantas novelas rechazadas de genios que nos hemos perdido…
Y en cambio yo, como otros, ocupo un sitio. Ahora bien: lo horroroso es si
evitas el riesgo para conservar tu sitio burgués. Porque sin riesgo no tiene
sentido la literatura. En este libro está muy presente el concepto de la
oscuridad. A ello me llevó una idea de Maurice Blanchot. Él decía que la
oscuridad que vemos disimula la oscuridad que hay detrás. Solo hallamos alguna
luz, si es que la hallamos, avanzando entre tinieblas. Justo eso es escribir:
un oficio de tinieblas. Cuando avanzas en la oscuridad vas a tientas. Te
arriesgas. Vives.
¿Y el miedo al fracaso?
—El fracaso es inherente a la escritura. Y no es ninguna
tragedia. Al contrario: el fracaso es digno. Es más: puede incluso superar al
triunfo. Mira: una vez pude entrevistar a Dalí y me respondió algo que solo
ahora he comprendido: “La obra perfecta es la muerte”.
08
La obra perfecta de un bartleby que no escribe, como Vidal
Escabia, es componer un canon literario desplazado, intempestivo, inactual. De
los libros que el narrador va salvando en su cuarto oscuro aparecen nombres
consagrados: Ovidio, Cervantes, Melville, Montaigne, Musil, Walser, Sterne,
Zweig, Kafka, Canetti, Calvino, Fitzgerald, Barthes, Ribeyro, Martín-Santos,
Handke, Banville, Tavares. También surgen otras plumas más periféricas que
entran o aguardan su turno para alcanzar el canon oscuro, como Alfred North
Whitehead, Ryoko Sekiguchi, David Markson, Alberto Savinio, Harold Duché,
Sergio Chejfec, Valeria Luiselli, Pablo Martín Sánchez o Camila Cañeque, otra
cazacitas con sus 452 últimas frases antes del verdadero final.
09
Página 199. Vila-Matas habla de un concepto japonés
intraducible: ikigai. Más o menos quiere decir la razón de vivir, la razón de
ser, lo que hace que una vida valga la pena ser vivida. El ikigai se da cuando
se alinean cuatro aspectos:
Lo que te gusta.
Lo que haces bien.
Lo que te da una recompensa.
Aquello que el mundo necesita de ti.
Oír hablar a Vila-Matas en la trastienda de una librería,
oírle decir que solo el amor y la literatura dan sentido a la vida, oírle decir
que ama tanto a la literatura que experimenta con ella un sentido de
pertenencia hasta identificarla consigo mismo y con su vida, oír hablar delante
de una carpeta al niño mayor que hace setenta y pico años ideaba historias
imaginarias con sus soldaditos de plomo y que aún sigue con los grillos
asomando por esos ojos en vela, oír todo eso es entender su ikigai: escribir y
respirar.
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en Vila-Matas, encuentro con Paco Cerdá ——– El País
No
es por un afán erudito ni por sofisticación, pero lo cierto es que
autores calificados alguna vez como raros, aparecen con frecuencia en
las páginas de esta revista. De hecho, al menos dos dossieres les han
sido dedicados: el que titulamos Los raros —en el que se abordó
aquel grupo conocido con ese nombre y que incluía a los uruguayos
Felisberto Hernández, Mario Levrero o Armonía Sommers— ; y Desde los márgenes —que exploraba algunas escrituras poco convencionales, alejadas de las literaturas más centrales y canónicas—.
Y,
además de esos dossieres, son habituales los textos que indagan en
libros o escritores que han pasado inadvertidos, o que no han gozado de
suficiente repercusión, como en la sección Segunda Vuelta, reservada
para relecturas de obras que en su momento no tuvieron la atención
debida, en muchas ocasiones por no encajar con el gusto de la época y
proponer fórmulas que podían resultar desconcertantes.
Ante
esa recurrencia por citar algunos nombres no tan comunes, o que no
fueron leídos en exceso y de repente sí lo son, puede despertarse la
sospecha: ¿se debe al deseo de mostrar un conocimiento oculto y
rebuscado, por una voluntad de distinguirse de un lector medio, por
sumarse a una reparación tardía que quizá resulte desmedida, o se trata
de una reivindicación sincera, que intenta enmendar olvidos o mostrar
nuevos enfoques sobre libros o autores que siguen vigentes años después
de haber sido publicados? La desconfianza ante las referencias a autores
o libros no tan populares o castigados durante tiempo con el desinterés
puede ser comprensible, pero, si atendemos a la presencia que tienen en
estas páginas de acuerdo al criterio de nuestros colaboradores, hay una
evidencia: son esos autores raros, los que no se integran en el canon, a
veces imperfectos o irregulares, aquellos que rehúyen de una escritura
más corriente y normalizada, quienes muchas veces hacen propuestas más
genuinas, y así contribuyen a la necesaria renovación del tedio de la
literatura conocida, y al cabo del tiempo despiertan todavía la
curiosidad de los lectores por la singularidad de su senda única.
Es,
quizá, esa condición la que mejor caracteriza a los escritores que
alguna vez fueron considerados raros. No tanto una extravagancia
superficial, sino una incapacidad de adaptarse a fórmulas dadas. Y, si
esa necesidad de guiarse por instintos propios es algo que pudo
dificultar su aceptación en su momento, en cambio garantiza su duración y
hasta su presencia progresiva, porque esa resistencia esconde una voz
más consistente, limpia del murmullo común de las tendencias de una
época en que los autores se disuelven poco a poco con el transcurrir de
los años, hasta perderse en la irrelevancia y el silencio definitivo.
En su ensayo Fallar otra vez,
Alan Pauls aborda ese rasgo de algunos autores que han experimentado
esas trayectorias, apuntando que es en la aparente persistencia en un
error en lo que se sustenta algunas de las escrituras que siguen
intactas con el tiempo. Un error —o una disidencia o una rareza— que
puede ser una anomalía formal, o una propuesta contraria a las
seducciones del supuesto buen arte narrativo. En su ensayo, alude a
autores cuya lectura está lejos de caer en el olvido, por mucho que
fueran rescatados, o poco o mal leídos en su momento. En Proust, la
frase larga y compleja se propone como el mecanismo de indagación en el
tiempo, alterando la lógica causal de la novela por la asociación de la
memoria, lo que supuso una novedad que rompió con toda la tradición
decimonónica. Kafka, por su parte, opta por extremar el aburrimiento
hasta exasperar el absurdo burocrático, y es a través de ese artefacto
inverso a los artificios de una trama sorpresiva, como aflora una
inteligencia y un humor que no caduca.
En
nuestro ámbito, hay también incontables casos. Borges, tan
incontestable y ampliamente citado, fue un autor de escasos lectores
durante décadas, quizá porque el gusto común no estaba preparado todavía
para sus especulaciones filosóficas y sus juegos posmodernos o el
carácter lúdico que escondía el clasicismo extranjero de su prosa. Los
españoles Javier Tomeo o Enrique Vila-Matas, por ejemplo, no fueron
populares en su aparición, sino poco a poco, como si sedujeran de manera
anticipada a los lectores que cada vez desconfiaban más del lirismo y
el costumbrismo y la previsibilidad de la novela. Si César Aira pudo
provocar extrañeza en sus primeros libros, ahora cuenta con lectores que
esperan sus entregas, casi como un grupo de devotos que hubiera
descubierto su valor y lo defendieran de su posible esquinamiento. Y si
Sergio Pitol en su El arte de la fuga publicó un artefacto
difícil de clasificar —¿ensayo, crónica, novela?—, también trazó una
senda que luego se ha explorado de manera habitual.
Contrarios
a los cánones, a las modas, a las pautas establecidas, y escarbando en
un espíritu y una intuición genuina, todos estos escritores raros nacen
sin lectores, y, superada esa indiferencia pasajera, son leídos sin
importar la fecha de su aparición, contemporáneos ya en adelante, y por
eso son ellos, los que evitan el agotamiento de los géneros y renuevan
la curiosidad y el entusiasmo, los que marcan siempre el porvenir y el
presente de esta revista.
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Publicado enSin categoría|Comentarios desactivados en Persistencia de los raros (Proust, Kafka, Borges…), una editorial de Javier Serena en Cuadernos Hispanoamericanos.
Fue un
maestro en transformar la vida en literatura, dice Paolo di Paolo hablándome de
Tabucchi, y me pregunta si creo que en el mundo actual sigue estando claro “qué
es la literatura”. No sabemos qué es un libro, le digo, pero cuando por
casualidad hay uno, lo reconocemos enseguida. Estamos en el patio de Letras de
la Universidad de Barcelona, donde va a celebrarse la Giornata
Internazionale dedicada a la obra de Tabucchi. Colabora el Instituto
italiano de Cultura. Los participantes y asistentes están ya llegando al aula
113: María José de Lancastre, Michele Tabucchi, Carlos Gumpert, Francesco Luti,
Perla Martinelli, Gennaro Serio, Pepi Baulo y Susana Castaño representando a la
editorial Anagrama…
Abre Di
Paolo su ponencia hablando de un post-it que una tarde vio que Tabucchi, de su puño y letra, había
pegado en la mesa de la cocina de su casa de Vechiano. La nota decía: “¿Dónde
está Céline?”. Y Di Paolo
vio en la pregunta (o lo que fuera) el signo de una relación con la
tradición literaria, una conversación con los ausentes, con los grandes y no
tan grandes autores del pasado: “No era Tabucchi un posmoderno, como algunos decían.
Lo que en él había era ese convertir la vida en literatura, y sentir
precisamente el peso de las resonancias”
Más tarde, Francesco Luti narra con afectuoso humor los
días geniales de Florencia en los que fue alumno y amigo de Tabucchi. Y a su
intervención sigue la de Gennaro Serio, autor de Notturno
di Gibilterra, que se basa en un fragmento de Nocturno hindú (“Qué
hacemos en estos cuerpos, tal vez viajemos en ellos”) para señalar que la recurrencia
casi iconográfica y casi única en Tabucchi es el viaje, el viaje por mar. Nada que
deba extrañarnos, pues en los grandes escritores el repertorio poético suele
ser limitado y redundante: un “piccolo naviglio” en el mar como alegoría de un
sentimiento indefinido de melancolía, de sueño, de fragilidad, de espera. Para
Gennaro Serio, el viaje marítimo se halla por todos lados en Tabucchi, en Dama
de Porto Pim, en Réquiem, y siempre parece invocar la Oda
marítima de Álvaro de Campos, el heterónimo de Pessoa. Una Oda tan adorada
por Tabucchi que acabó traduciéndola al italiano.
Tras otras ponencias, Pepi
Baulo y Susana Castaño recuerdan el hallazgo glorioso en
la feria de Frankfort, por parte de Jorge Herralde, del librito titulado Dama
de Porto Pim. Tanto le fascinó aquel sorprendente “Moby Dick en miniatura”
que le escribió una carta a su desconocido autor (“Le felicito, una autentica
maravilla…”) y le llegó de éste una afilada respuesta emocionante, bellísima,
que sería el inicio de una gran relación.
La Giornata
la cerró María José de Lancastre con unas diapositivas, o sobria Fotobiografía
de su marido. Pero es un decir que la cerró, porque, al caer ya la noche en el
aula, se percibía, como un sentimiento común o impresión general, que la
relación de Tabucchi con Barcelona había sido y sigue siendo una grandísima oda
marítima, un viaje por un mar abierto, siempre reiniciándose, toujours
recommencée.
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