Mi primer amigo escritor

I
El primer libro de Enrique Vila-Matas que leí fue ‘Nunca voy al cine’. En la contraportada decían que el autor, barcelonés, había vivido largas temporadas en Milán, París y Zembla. En esa época yo no había leído ‘Pálido fuego’ y supongo que fue el propio librero el que me informó de que Zembla era un reino ficticio, existente solo en la imaginación de Vladimir Nabokov. Que alguien pretendiera colarnos esa broma literaria en el exterior del libro fue lo que me indujo a comprarlo: ¿Qué otras provocaciones estarían esperándome en su interior?
En aquella época tenía la costumbre de anotar la fecha de compra de los libros. Ese lo compré en la librería Muriel de Zaragoza el 5 de abril de 1982. Por entonces me faltaba poco para terminar la carrera de Filología e instalarme en Barcelona y, desde luego, no podía ni imaginar que un par de años después publicaría mi primer libro y que Enrique, compañero de colección en la editorial Anagrama, sería mi primer amigo escritor.
Nos conocimos en el cóctel del Premio Herralde de Novela de 1985, que entonces se celebraba en el histórico Hotel Colón, frente a la catedral. El hecho de que desde este mismo año el hotel ya no se llame Colón sugiere (¡ay!) que aquel primer encuentro se produjo en una era geológica diferente.
En aquellos años ochenta, en realidad no tan lejanos, nuestros trayectos literarios nos llevaban de barra de bar en barra de bar: al Astoria, al Séptimo Arte, a la Sala Bikini, al Giardinetto… Aquel Enrique era anticonvencional, afrancesado, irónico, elegante, original, descreído, brillante, algo excéntrico, enemigo de toda solemnidad… y lo era cada vez más a medida que avanzaba la noche: más anticonvencional, más afrancesado, más irónico, etcétera. Si alguna vez había adoptado la pose de dandi como un capricho o una estrategia, ese dandismo lo tenía ya tan interiorizado que era inseparable de su persona y de su literatura.
Pero por entonces Vila-Matas no hablaba de literatura dandy sino de literatura shandy. En su fundacional y casi diría programática ‘Historia abreviada de la literatura portátil’ inventó una sociedad secreta, la conspiración shandy, que recorría secretamente los márgenes de la historia y la cultura del siglo XX. A mí, que venía de tradiciones literarias muy alejadas, me tenía fascinado ese universo suyo, tan cosmopolita, tan vanguardista, tan extravagante, tan refinado, tan lúdico. Yo era todavía un escritor a medio hacer y Enrique era ya un escritor hecho, lo que en alguna medida explicaba que él hubiera acertado a construirse un personaje y yo no. Un personaje, por cierto, que parecía salido de sus propios libros, tan estrecha era la comunión que existía entre el autor y la obra.
Pasan los años, pasan los libros, y en los textos de solapa de sus últimas novelas encontramos otra vez al bromista y provocador Vila-Matas que decía haber pasado largas temporadas en el imaginario reino nabokoviano de Zembla. Por uno de esos textos supimos que pertenecía a la convulsa (sic) Orden de Caballeros del Finnegans, que se constituyó con el objetivo de rendir culto al ‘Ulises’ de Joyce. Por otro posterior nos enteramos de que ostenta el “rectorado desconocido” (nuevamente sic) de la Universidad Desconocida de Nueva York. Y por algunos textos más recientes hemos sabido de su incorporación a cierta Sociedad de Refractarios a la Imbecilidad General (más sic), institución tan secreta que ni él mismo conoce a los otros miembros… En su reciente y estupenda ‘Canon de cámara oscura’ inventa un territorio llamado Parte Ninguna. ¿Nos informará en alguna novela futura de las temporadas que ha pasado en tal lugar?
En fin, pasan los años, pasan los libros, pero el anticonvencional, afrancesado, irónico, etcétera, Enrique Vila-Matas, al que conocí hace cuatro décadas en un hotel que ya no se llama Colón, sigue, de un modo u otro, presente en todos sus libros posteriores, que parecen imaginados por algunos de esos shandys que poblaban las páginas de su ‘Historia abreviada’.