
 
 La conocí en Lima. Estaba con Carlos Trías sentada en el Woni, el chifa cantonés de borrachera segura de los poetas de entonces. Yo sabía
 que al periódico en que trabajaba habían llegado dos redactores españoles, él y ella, amigos de Mirko Lauer. Y me senté a su mesa con el
 rollo de un artículo reciente sobre petróleo o petroleros que me gustó por su estilo.
 De aquellas copas salieron estas nieves y una amistad portentosa nunca hollada, aunque la ausencia de Carlos siempre reciente nos
 dejara temblorosos a varios porque tuvimos los mismos amigos aquí y en Barcelona.
 Fue Cristina quien me animó a salir de Lima, luego de un típico terremoto limeño, cuando hablábamos de fray Pedro Urraca y santa
 Rosa de Lima y de aquel santo moreno que convertía a los ladrones en colchones.
 Cristina volvió a Barcelona en el mes de agosto del 75 embarcada en el Verdi. Yo le seguí en el Donizetti en septiembre. El viaje duraba
 un mes, lo suficiente para conocer al amor de tu vida mientras Franco fusilaba en España, razón por la cual mi barco desembarcó en
 Cannes. Lío de sindicatos portuarios.
 Fue el vino rosado fresquísimo que nos invitó a Helena y a mí el que iniciara mi cariño por su ciudad, mi fervor por sus historias
 todavía no publicadas. Cincuenta años después me doy cuenta de que conocerla fue para mí entrar en Barcelona por la puerta grande.
 Pronto estaríamos con Vila-Matas y Paula en el Boadas, con Gonzalo Herralde y Juan Marsé al lado. Y con el único Gómez de Pablos
 ganándole a Carlos Trías en altísimas carcajadas.

