(café perec de enero 2019, que en ocasiones parece haber sido escrito en plena pandemia)
A László Krasznahorkai la palabra futuro le remite a un utópico deseo: que a partir de una buena mañana los lectores abran siempre el periódico por un lugar insólito, por la sección de Cultura. Por cierto, no había prensa escrita el pasado martes, primer día de este año, y me pregunté seriamente –aunque sonriendo a la manera de La Gioconda– si algo había frenado para siempre el tiempo. No había que descartarlo. En aquellas primeras horas de la mañana, el silencio era absoluto, sencillamente brutal, y nada impedía pensar que el mundo había dejado de rodar. Hasta que creí oír el silbido de la cafetera del vecino. ¿Era la vida que volvía? No estaba tan claro. Miré por la ventana y no se movía nada, ni una hoja. Miré en Internet en el digital de un periódico local y allí un titular decía: El mundo da la bienvenida al año nuevo. Quedé estupefacto. ¿Dónde podía estar sucediendo aquello? Aún más temible se volvió el titular cuando cesó de golpe el silbido de la cafetera, un sonido que comprendí que había engendrado yo mismo, es decir, que era pura “cosa mentale”, aquel concepto que manejara Da Vinci para definir al arte como un proceso intelectual y con el que 400 años después iba a conectar Marcel Duchamp para revolucionarlo todo.
Cuando en 1919 llegó el cuarto centenario de la muerte de Da Vinci, fue memorable la sucesión inacabable de elogios y cavilaciones que acaparó su figura. Sigmund Freud, por ejemplo, fue exhaustivo analizando detalladamente las neurosis de Leonardo. Y Paul Valéry le consideró nada menos que “el primer pensador capaz de resolver el conflicto entre inteligencia y emoción”. Da Vinci se convirtió en un genio tan supremo y universal que al entonces dadaísta Duchamp le entraron ganas de discutirle tanto boato y tanta popularidad extrema, alcanzada sobre todo después del extravagante robo, años antes, de su Gioconda. La Mona Lisa robada y luego restituida se había convertido en algo tan adorado en todas partes que en una tarjeta postal Duchamp le pintó bigote y perilla y reveló al mundo que lo curioso de aquel retoque era que, cuando mirabas a la Mona Lisa, esta se convertía en un hombre. Años más tarde diría Duchamp: “No es una mujer disfrazada de hombre; es un hombre de verdad, y ahí estaba mi descubrimiento, aunque entonces no me diera cuenta de ello”.
Al recordar esto el pasado martes, temí que el fin de los tiempos fuera a impedirme presenciar, no tanto los festejos del quinto centenario de Leonardo –que se preveían inmensos–, sino el atractivísimo Año Duchamp que, vía Marie-Pierre Bonniol (de la Internacional duchampiana), me había sido anunciado por correo dos días antes. Y justo andaba lamentándome de ir a perderme todo aquello cuando volví a oír el silbido. ¿Era la vida reiniciándose? No. Volvía a tratarse de nuevo de aquel “proceso mental”, de la “cosa mentale”, que seguía ahí, como el dinosaurio, o como el propio mes de enero, en la incertidumbre misma, en ciernes, y yo no sabía si deseaba que volviera a rodar la vida y empezara el año.