GUADALUPE NETTEL SOBRE RICARDO PIGLIA: LA EXTINCIÓN DE UNA ESPECIE.

1968. Jovencísimos, Ricardo Piglia y León Rozitchner en el Congreso Cultural de La Habana.

1968. Jovencísimos, Ricardo Piglia y León Rozitchner en el Congreso Cultural de La Habana.

CLARIN REVISTA Ñ. Conocí a Ricardo Piglia en Barcelona, en el bar Belvedere, donde me había dado cita Enrique Vila-Matas, y donde sin que yo lo supiera había quedado con él una hora más tarde. Yo lo había descubierto a mis dieciocho años, gracias a Juan Villoro, quien nos leyó en su taller las “Tesis sobre el cuento”. Desde ese momento, mi manera de escribir, aun en estado larvario, quedó marcada para siempre. “Una historia visible esconde una secreta. La segunda se narra de forma elíptica y fragmentaria”, decía Piglia. “Esa historia secreta se cuenta con lo no dicho, con lo sobrentendido, con la alusión”. También había leído los relatos incluidos en Nombre falso, donde está publicado el fascinante “Prisión perpetua”. Es muy extraño conocer a un escritor que ha influenciado nuestra vida. Se crea una atmósfera incómoda en la que uno duda entre exteriorizar agradecimiento y salvar la dinámica relajada e informal del momento. Casi de inmediato Piglia empezó a envolvernos con su conversación, un arte en el que era experto. El gin-tonic que pedí me otorgó la lucidez suficiente para comprender que de cada lado de la mesa tenía un ejemplar de una especie rarísima, que se alimenta de literatura, transforma cada experiencia en literatura, piensa y sueña con literatura, y ve el mundo como un enorme libro por descifrar. Dos exiliados permanentes en el país de las letras, los únicos que he tenido la suerte de conocer. Uno hablaba como catalán, el otro como argentino. Aunque deseaba quedarme el resto de la tarde, imaginé que tendrían cosas que conversar a solas, y me alejé sintiéndome insólitamente afortunada. Nunca más volví a verlos juntos.

Al despedirse, Piglia me había sugerido contactarlo si alguna vez pasaba por Buenos Aires y le tomé la palabra. Me recibió en una salita casi a la entrada de su casa. Habría deseado ver su estudio y su biblioteca, pero una vez más la timidez me impidió pedírselo. Recuerdo que en esa conversación salió Princeton, nuestra fobia común a la escritura académica, la figura del doble y los heterónimos. También hablamos del OuLiPo. A Piglia le interesaba mucho Perec, más que el procedimiento de la traba, le gustaba que tanto él como otros escritores del grupo (entre ellos Calvino, Benabou o Queneau), abordaran en sus novelas los problemas que plantea la narración, es decir, la escritura misma como tema del relato. “Tienes mucho en común con Perec, recuerdo que le dije, además del peinado”. El me miró con sospecha, y terminó riéndose del chiste.

Nos seguimos escribiendo esporádicamente. Me recomendaba libros y autores que siempre me interesaron. Si leí a Saer y a Levrero fue por sugerencia suya, si entendí mejor a Kafka y a Borges fue gracias a sus ensayos. Nunca pude expresarle abiertamente mi admiración. Esa fue la historia soterrada, pero estoy convencida de que, para un lector como él, las pistas que sembré a lo largo del tiempo fueron más que suficientes. Lo que probablemente nunca imaginó es la tristeza que iba a sentir el día en que el miembro americano de su reducidísima especie dejara para siempre este planeta.

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