“Embarulló tanto a los personajes en la larga novela que estaba escribiendo que hasta olvidó quiénes eran y qué hacían esos personajes. A una mujer muerta, por ejemplo, la hizo reaparecer a la hora de cenar. Y el día en que se suponía que el asesino iba a ser electrocutado, le hizo comprar flores para una niña…”
Leo todo esto de pie en la plataforma iluminada del tranvía que, al atardecer, me devuelve, como todos los días, a casa. Levanto un momento la vista, y después sigo leyendo: “Y sin embargo nunca hizo nada por mí. Fui haciéndome más viejo y gruñón, como era de esperar, en un pequeño pueblo descuidado que él siempre describía como muerto e irrelevante.”
En la plataforma del tranvía crepuscular quedo raptado por este comienzo de cuento. Y me llega la impresión de estar dirigiéndome a un hotel de algún pequeño pueblo, muerto o irrelevante. Comienza a llover…