No todo el mundo sabe que, a finales de 2066, el grupo literario OuLiPo, el brillante Taller de la Literatura Potencial que fundaran en 1960 en París Le Lionnais y Queneau, se disolvió para siempre después de una nerviosa reunión. La desaparición del legendario grupo se describe en Diario de un viejo cabezota (Reus, 2066), un thriller distópico y última entrega de la muy personal e inimitable trilogía novelesca que ha publicado Pablo Martín Sánchez en Acantilado. El autor de ese Diario de 2066 tenía 89 años cuando lo escribió en Reus, al sur de Cataluña, en unos días del futuro que aún nos quedan lejanos, por no decir que imposibles. El Diario parte de la premisa –tan rabiosamente actual, dicho sea de paso– de que en determinadas circunstancias puede pasar cualquier cosa en cualquier lugar. Por ejemplo, puede suceder que ese último cónclave del OuLiPo haya sido en realidad el agitado sueño que el diarista tuvo 106 años después de la creación del grupo. En esa reunión del futuro el “viejo cabezota” se habría cruzado tanto con los miembros del OuLiPo ya fallecidos y que no llegó nunca a conocer (Perec, Duchamp, Calvino…) como con los que trató personalmente, y también con los que llegaron después y tampoco conoció porque, acomplejado por haberse convertido en “un escritor del No”, dejó precipitadamente el grupo.
Habría presidido aquella última reunión Clementine Mélois, la autora de la divertida y hasta memorable, Sinon j’oublie. Y a tenor de lo que nos cuenta el diarista de Reus, el desorden era grande en la sala, por lo que Clementine Mélois se afanaba por evitar que allí siguiera hablando todo el mundo al mismo tiempo con frases que empezaban siempre por un “Me acuerdo de”, lo que delataba lo mucho que les habría gustado a todos haber escrito un libro como Je me souviens, de su envidiado Perec.
Y en fin, me acuerdo de que mientras me sumergía en lo escrito por Martín Sánchez sobre aquel agitado sueño, quedé irremediablemente dormido y pude dar rienda suelta a mi personal particular Je me souviens, una letanía que regresa ahora a mí, fluida, muy libre, en plena mañana de este incierto 2020: “Me acuerdo de la vida que llevaba antes”. “Me acuerdo de haber acompañado a Port Bou al Cristo de Pasolini” “Me acuerdo de Enrique Irazoqui, el Cristo de Pasolini, diciéndole a Duchamp en Cadaqués, en el verano de 1966, que le había vencido al ajedrez” “Me acuerdo del día de hace 45 años en que asesinaron a Pasolini y de aquel otro día en Roma en el que, siguiendo la ruta mostrada en el film Caro Diario, viajé a Ostia, al lugar exacto donde fue asesinado, y también de cómo con los amigos acabamos riendo de puro horror, allá en el litoral de Ostia, y nuestras miradas fueron en busca de un punto fijo, de algo a lo que pudiéramos aferrarnos dentro del movimiento desesperado de nuestros ojos perdidos en el tejido enfermo de nuestra época” Y me acuerdo también de que alguien dijo que aquello que situábamos en el futuro trataba siempre de lo que nos producía pánico en el presente.