[Del libro E-mails con Roberto Bolaño. —-AUTOR: JJ Maldonado
Publicado por Seix Barral, Perú]

Cada vez que veo esta fotografía, me pregunto lo siguiente: “¿A quién mira Enrique Vila-Matas?”. La respuesta, al menos para mí, es un misterio. Cualquiera diría que el barcelonés mira al lente de la cámara, al instrumento de aquel anónimo fotógrafo que sacó la imagen en la Calle Rosellón 343 de Barcelona, un viernes 11 de junio de 1954; o diría que mira, ese mismo día, el sombrero del fotógrafo o, quizá, un dibujo distractor exclusivo para niños que sufren de hiperactividad. Lo pienso, pero por ahí no va el asunto. Nadie con tres dedos de frente podría aceptar tantas simplezas. Y eso porque el niño Vila-Matas está mirando algo más, una cosa, sustancia o concepto que se escapa de nosotros y que en los últimos años he intentado descubrir como un desesperado Ahab. He analizado la foto, la he agrandado hasta la desfiguración, he lanzado mis arpones conceptuales, he utilizado una lupa para ver la dirección exacta de los ojos del niño –su reflejo, su propia captura–, pero todo ha sido en vano.
El escritor francés Pierre Michon, pensando en una fotografía que William Faulkner se sacó en 1931, en Mississippi, señala que el autor de Luz de agosto está mirando –en esa foto– algo que nosotros no podemos ver: un elefante. ¿Y qué es ese elefante? Es Faulkner; es, en otras palabras, la Literatura. Porque, nos dice Michon, hay un elefante llamado Shakespeare, un elefante llamado Melville, un elefante llamado Joyce, y por eso el joven William Faulkner supo que no tenía otro remedio que convertirse personalmente en elefante para así tumbar a esos otros monstruos de colmillos gigantes. Ante el clic de la cámara, Faulkner miró a su yo elefante y desde entonces no hubo vuelta atrás.
Siguiendo esta caprichosa idea michoneana, me pregunto: ¿Enrique Vila-Matas está mirando a su propio elefante? ¿Acaso está viéndose así mismo? La respuesta, por ahora, es no.
Escogí esta fotografía, y no otra, porque creo que representa el principio, el íncipit vital de Enrique Vila-Matas. Podría haber optado por las estupendas fotos que Daniel Mordzinski le hizo al autor de Suicidios ejemplares –aquellas donde sale con lentes de sol y con una gabardina que esconde en su interior dos hileras de retratos–, o por las fotos en las que sale fumando y con pinta de vampiro durante su etapa de director de cine, pero no, finalmente me decidí, hace ya varios años, por la que le sacaron en 1954 en la Calle Rosellón. La foto por sí sola es inquietante. Un pequeño Vila-Matas, muy formal con su camisa dalton blanca, la corbatita a medio cerrar, el chaleco sin cuello y el pantalón de lino –que lo imagino corto–, en pose de accidentado monarca, no expresa emoción alguna. Inquieta que a esa tierna edad el niño tenga la misma seriedad que un pantocrátor o un archimandrita en plena liturgia. ¿Qué es, pues, lo que lo ha dejado tan adusto? ¿Qué fuerza material o metafísica ha captado toda su atención? No lo sabemos. ¿Lo sabe, tal vez, el dueño de esa mano que coge su cuello e intenta jalarlo, desviarlo de aquello que lo hipnotiza? Me inclino por la respuesta negativa.
A veces pienso que esa fotografía, a diferencia de las muchas otras en donde aparece Enrique Vila-Matas –incluso en una que sale de niño, quizá a la misma edad, leyendo concentradamente una revista– posee una retórica propia, y que eso me hace ver en ella el relato documental de un asesino en serie, la revelación de un anticristo reencarnado o la estampa de un antiguo príncipe caído en desgracia. Una vez le enseñé la fotografía a una reportera de televisión con la que salía y le pedí su opinión. Me dijo que el niño le parecía el hijo menor de un capo de la mafia y que, de seguro, ya se había cargado a todos sus hermanos para hacerse con el clan. También le mostré la foto a un taxista conversador de Madrid y, sin siquiera meditarlo, me dijo que el niño era un nazi, uno de esos infantes adoctrinados por las Waffen-SS que habían sido enviados fuera de Alemania para continuar con la expansión de los ideales hitlerianos. Un fotógrafo, un poco más realista, me dijo que el niño de la foto era el retrato de un famoso prelado de Europa que había dado su vida por la Sola Scriptura. Y mi madre, sin ambages, me dijo que el pequeño Vila-Matas era el pasado de un actor porno que impactó a toda su generación.
Con respuestas como estas concluí que ver esa fotografía era como verse a sí mismo y hacer de nuestra imaginería una realidad. Quizá por eso A. G. Porta tituló uno de sus libros, con mucha inteligencia, Me llamo Enrique Vila-Matas, como todo el mundo. Pero ni siquiera así, llamándome Enrique Vila-Matas, he podido descubrir qué mira ese niño que tiene el nombre de todo el mundo. No es a su elefante al que mira, desde luego, porque a diferencia de Faulkner, que ya estaba adulto y que ya era escritor cuando le sacaron su fotografía, Vila-Matas apenas rozaba los seis años y no tenía forma de saber que había unos elefantes llamados Laurence Sterne, Herman Melville, James Joyce, Robert Walser y Franz Kafka, a los que a fuerza tendría que montar –o mantear a lo Cervantes– para convertirse en Shandy.
Pero si no es un elefante lo que ve el niño Enrique Vila-Matas, ¿entonces qué diablos mira?
Ni el fotógrafo ni el modelo ni el acompañante de la imagen saben que de su peculiar conjunción nacerá la incógnita que me persigue desde hace mucho tiempo. ¿Cuándo fue la primera vez que me pregunté qué observaba Enrique Vila-Matas en la fotografía de su niñez? Creo que fue durante mi visita a Charleville, mientras me dedicaba a buscar la calle Rimbaud del propio Arthur Rimbaud. Al no encontrar nunca esa dichosa calle y al sospechar, entre maldiciones y carajos, que la calle Rimbaud era un estado mental y no un trozo de asfalto, me sentí estafado y estúpido, y aproveché el momento para echarle toda la culpa de mis gastos a Enrique Vila-Matas. Ya de vuelta a mi hotel, releí su artículo “La calle Rimbaud” y, antes de mandarle un e-mail amenazante por todos los daños y perjuicios, vi, en un apartado de la web, la pequeña foto y mi furia se convirtió en maravilla. No era la primera vez que veía la imagen, sin duda, pero en ese instante me pareció muy novedosa, completamente inédita, pues observé en ella algo que antes se me había pasado de largo en otras ocasiones: la mirada de Enrique Vila-Matas.
Desde ese instante no he parado y la fotografía me acompaña a todas partes, incluso a mi propia calle Rimbaud, la cual terminé por descubrir y por colocar, en cada una de sus puertas, la foto del pequeño Vila-Matas bajo un rótulo que dice: “Se busca”.
Todos los personajes de Enrique Vila-Matas están enfermos de literatura y no quieren curarse, aunque a veces digan lo contrario. Tras reflexionar mucho sobre este asunto, he llegado a la sabia conclusión de que no solo son los personajes de Vila-Matas los que están enfermos de literatura, sino también lo están sus lectores, y sus editores, y sus agentes, y sus amigos, y su familia, y sus reseñistas, y sus haters, y sus fans, y todos los que orbitan alrededor de él y que saben, de alguna forma u otra, que la literatura los va a llevar a la tumba. ¿Existe alguna cura para esa enfermedad? Responde el hipotético Montano: sí, la felicidad del no escribir, la tranquilidad del no mirar.
Enrique Vila-Matas niño mira lo que tú y yo no podemos ver. En esa mirada hay un momento biográfico o histórico, cuya duración no se logra medir en los segundos de un clic de cámara, sino solo en relación al espacio de toda una vida, incluso al de un futuro que todavía no existe. Lo que mira le dice, a través de su propio lenguaje, algo que posiblemente escapa de su propio entendimiento, pues Vila-Matas está demasiado joven como para comprenderlo o asimilarlo. Así como el rey Josías de Juda –a los ocho años– mira absorto al profeta Jeremías mientras este le suelta una profecía ininteligible, el pequeño Vila-Matas mira confundido aquello que posiblemente nunca se nos revelará. Y eso lo sé porque la mirada no es silencio, sino todo lo contrario: es elocuencia pura. Pero hay que saberla interpretar, aunque cueste demasiado. Creo que fue John Berger quien dijo que la mirada es la escritura de los ojos, y que, a veces, el lenguaje de esa escritura tiene más importancia que el lenguaje de la palabra. Así lo prueba la fotografía del niño Enrique Vila-Matas.
Pensando en la mirada, he ido a parar en el caso de Jean Paul-Sartre, más conocido en Lima como el “Ojo Loco”. En toda la obra de este escritor debe haber más de cinco mil referencias a la mirada. Annie Cohen-Solal, su estupenda biógrafa, apunta que ese exceso con la mirada tal vez tenga una connotación muy psicológica por la intensa fobia que Sartre tenía con su propia imagen. El autor de La nausea perdió el ojo derecho a los cuatro años, sufría de estrabismo divergente y estaba afligido por su miopía y fealdad. En otras palabras, no quería ni mirarse. A los 77 años tuvo una trombosis venosa en su ojo izquierdo y la fobia empeoró. “El infierno son los otros que nos miran”, decía cuando, realmente, él era su propio infierno tan temido al mirarse en el espejo o en una fotografía. Sin embargo, hay una frase suya que me interpela. Es la siguiente: “La mirada ajena, la mirada del otro se me escapa, ya no soy dueño de la situación”. Eso es lo que me pasa al ver la foto de Enrique Vila-Matas. Su mirada se me escapa. Ya no puedo ser más dueño de esta horrible situación.
Una vez, hace mucho, le mandé un e-mail a Enrique Vila-Matas para preguntarle qué estaba mirando en esa foto. Al cabo de unos días me respondió diciendo que no iba a pagarme su deuda y que lo sentía, pero iba con prisas, porque salía de inmediato hacia las ruinas de Pula, donde –ya sabría disculparle– lo había dispuesto todo para suicidarse esa noche.
Me quedé estupefacto. Por prudencia, no le dije nada a nadie, y escribí en respetuoso silencio un obituario para adelantarme a cualquier periodista cultural. Unos días después, mientras esperaba la noticia de su muerte, me sorprendió uno de sus habituales artículos en El país. Entonces supe que me habían tomado el pelo. En su texto, Enrique Vila-Matas decía que, durante su breve estancia en la bahía de Nora, se había dedicado a responder humorísticamente algunos e-mails sin leerlos. Quería imitar y homenajear así a Eric Satie, pianista francés que nunca abría las cartas que recibía de sus fans o amigos, pero que igual las contestaba todas.
En el listado de respuestas que Enrique Vila-Matas adjuntó a su artículo, vi el e-mail que me había enviado. Estaba idéntico; sin una coma más, sin una coma menos. No supe qué decir. Sobre todo cuando al cierre de su texto se despidió con la promesa de que no volvería a revisar un solo e-mail durante lo que le quedara de vida. All the rest is silence.
Después de leer a Enrique Vila-Matas, es imposible volver a leer otros libros de la misma forma, incluidos los libros del propio Vila-Matas. Y esto se debe a que una de las lecciones más significativas del magisterio del escritor barcelonés es, para suerte nuestra, la de mirar la literatura desde otro ángulo, desde otra puerta, fuera de convencionalismos y de lugares comunes, y fuera, también, de las teorías, síndromes y enfermedades literarias que el mismo autor suele inventarse en cada libro. En otras palabras, lo que nos enseña Vila-Matas es a mirar distinto. Eso puede ser algo muy valioso, pero también una desgracia. Miren mi caso. Deliro por mirar diferente la foto de alguien que mira, como nadie, la mirada del mundo, la mirada de todas esas fuerzas extrañas que hacen la literatura.
“¿Qué hay tras la ventana?”, decía Roberto Bolaño en Los detectives salvajes. “¿Qué hay tras la puerta?”, dice Enrique Vila-Matas en Montevideo. Yo, desde mi humilde y polvorienta calle Rimbaud, digo ahora: “¿Qué hay tras la mirada del niño de la foto? Descubrir ese misterio o, mejor aún, inventarlo, creo que es lo que me está convirtiendo en escritor en contra de mi voluntad. Qué desgracia, la verdad. Siento que pronto me saldrá la penosa joroba del narrador de Bartleby y compañía.
Podríamos llamar “Estética del claroscuro” a ese tipo de imágenes que, como en el caso de la fotografía de Enrique Vila-Matas, guardan una fuerte incógnita que no se puede resolver o desentrañar. Pienso, por ejemplo, en todas las pinturas o fotos en las que aparece Rimbaud. ¿Qué es lo que mira el genio de Charleville en esas estampas? En Rimbaud el hijo, Pierre Michon especula que en ese famoso retrato que le hizo Étenne Carjat, Rimbaud no miró una maceta en la que su planta se encaramaba hacia octubre y quemaba su carbono, sino que divisó al vigor del futuro, a la capitulación literaria, a la Pasión poética, a la Temporada y a Harar, a la sierra sobre su pierna en Marsella, y seguramente, dice Michon, miró a la poesía con total petulancia como en otro tiempo, en ese mismo lugar, quizá incluso en la misma silla, se sentó Baudelaire para mirar todo lo que el pobre niño no miró.
Podría pensar que eso también sucede con las fotografías en las que aparece Jim Morrison o el gordo Balzac o Virginia Woolf. ¿Qué mira, pues, la autora de Orlando en las fotos que le sacó su esposo Leonard Sidney Woolf? Puede ser que e qué mira ese niño que tiene el nombre de todo el mundo sté mirando la violencia del río Ouse, pero no el mismo río que la mató, sino el río Ouse que era su mente, ese caos que ni siquiera la propia literatura pudo ordenar. ¿O es que estará mirando su deseada habitación propia? ¿O su apasionamiento bisexual?
Toda esta “Estética del claroscuro” se repite en las fotos de Pierre Michon, de Samuel Beckett, de William Faulkner, de James Joyce, de Flannery O´Connor, de César Vallejo, de Martín Adán, de Margarite Duras, de Julio Ramón Ribeyro, de Shirley Jackson, de Franz Kafka, de Robert Musil y, por supuesto, de Enrique Vila-Matas. Estas fotografías, doblemente porosas, permiten evocar no solo los “dos cuerpos del rey”, sino también otras imaginerías de potente magnitud. Así, la propia imagen se convierte en un relato permanentemente abierto, en una inmensa amalgama de datos inventados, de materiales no reconocibles y de procesos de origen diverso y de sentido siempre relativo e incierto. Es decir, en la “Estética del claroscuro”.
Paul Valéry nos dice: “Reflexionar sobre la mirada del otro no es más que reflexionar sobre la mirada de uno mismo”.
¿Pero es realmente Valéry quien nos regala esta frase? ¿O no es más que una frase mía que hago pasar por una de Paul Valéry? ¿Y si es una frase de Valéry que paso por mía? ¿O si es una frase de mi madre que adjudico a Valéry y, luego, me la atribuyo a mí? ¿Y si todo ocurre todo al revés, siendo una frase mía que asigno a Valéry y que, finalmente, este concede a mi madre? ¿Y si la frase, para ser más exactos, no existe? Esta chanza literaria es Enrique Vila-Matas en estado puro.
Viajé a Barcelona para averiguar, de primera fuente, qué era lo que miraba Enrique Vila-Matas en la fotografía que tanto me perturba. Aunque hice todas las averiguaciones posibles, no llegué a dar con la respuesta. Ni siquiera el día que conocí al propio Vila-Matas y le pregunté a boca jarro qué diablos estaba mirando en esa foto.
Aquel desdichado abordaje se hizo manifiesto en los interiores del bar Belvedere. Luego de una presentación de Federico Falco en La Central de la calle Mallorca, encontré al escritor barcelonés en la terraza del bar tomándose una copa con Paula de Parma y con Rodrigo Fresán. Los tres parecían muy felices y muy jóvenes y muy vampíricos, en especial el inventor de los Shandy, quien llevaba las solapas de su abrigo levantadas y la piel extremadamente pálida. Tuve ganas de abrazarlo allí mismo, pero me contuve porque tenía una misión. De modo que pedí un vermut en una mesa lejana y esperé que el escritor fuera al baño para interceptarlo en el camino.
Demoró sus buenos cuarenta minutos hasta que al final se levantó y, con su enorme abrigo que le tapaba todo el cuerpo, empezó a subir las gradas del zaguán del Belverede como si estuviera flotando. Salí a su encuentro y a la altura de la barra le bloqueé el paso. Enrique Vila-Matas quedó asombrado frente a mi temeridad. Era más alto de lo que me imaginaba y parecía más vampiro que el propio conde Drácula en la Noche de Walpurgis. Retrocedí un poco indeciso, pero Vila-Matas continuó mirándome con esa misma intensidad con la que miraba en su fotografía de niño en la Calle Rosellón.
–Con permiso –dijo.
Lo dejé pasar, aunque al instante me arrepentí.
–Espere –ordené.
Enrique Vila-Matas volteó y creí ver unos colmillos en su boca. Me sentí como en una de esas extrañas novelas de Irlanda en las que todo puede pasar. No me hubiera sorprendido que el catalán saliera volando del bar si le mostraba un crucifijo. Pero en lugar de una cruz tenía su fotografía –la cual siempre cargo conmigo, por si acaso–, y eso fue lo que le mostré.
–¿Qué es esto? –dijo el escritor, pasmado.
–Es mi maldición –contesté.
El autor de Doctor Pasavento me arrebató la foto con una de sus garras y se quedó mirándola.
–Este de aquí soy yo –dijo.
–En efecto.
–¿Y de dónde lo sacaste?
–De mis lecturas –respondí.
El vampiro parecía confundido, casi como si le hubieran clavado una estaca bañada en agua bendita en la pierna y no en el corazón. Yo también estaba confundido, y ansioso y medio borracho, aunque no había tomado más que un vasito de vermut.
–Escuche –dije–, solo quiero hacerle una pregunta para dejarlo en paz. ¿Qué mira usted en esta fotografía?
Vila-Matas observó mejor la imagen y al instante entendió el sentido de mi pregunta.
–Miro lo que tengo que mirar –respondió.
Me quedé en shock. Sin darme cuenta, el vampiro de los Shandy había empezado a chuparme la sangre. Vila-Matas agregó:
–Y aquello que miro, me mira a mí también.
–¿Y qué es eso? –dije–. ¿La literatura?
El novelista se rio.
–No –dijo.
–¿Acaso somos nosotros sus lectores?
–Tampoco.
–¿Se mira a sí mismo?
–Menos.
–Ya sé. Está mirando al estilo y el estilo le devuelve la mirada.
Enrique Vila-Matas se quedó pensando un rato, luego dijo:
–Bueno, eso puede ser. Pero no.
–¿Entonces qué diablos está mirando usted?
–La verdad, no lo sé. Y está bien que sea así, pues esa es una mirada que no conviene destrozar comentándola. Creo que todo el mundo puede entenderla, ver –desde su centro – hacia donde apunta esa mirada.
–Entonces debo ser el único pobre diablo en no entenderla para nada –dije.
–¿Pero por qué quieres entender esa mirada?
–Porque si no entiendo una mirada, no podré entender el mundo, y si no entiendo el mundo, no podré entenderme a mí mismo.
–¿Esa no es una frase mía?
–No –dije–. Es mía.
–¿Cómo te llamas?
–J. J. Maldonado –dije.
–Bueno, Maldonado, voy con prisas. Ha sido un gusto.
–Oiga, ¿usted siempre va con esas prisas? –pregunté pensando en el e-mail que me había mandado desde el poblado fenicio de Pula.
–Sí. Y la culpa de eso lo tiene Duchamp –contestó Vila-Matas misteriosamente.
–Solo deme algo, por favor; cualquier respuesta para estar al fin en paz –rogué– ¿Qué es lo que mira en esa fotografía?
–Eso debe descubrirlo usted mismo, Maldonado.
–Se lo suplico…
– I would prefer not to.
–Por favor.
–Vale –dijo–. Lo que veo allí es un punto de vista. Ahora, con su permiso, paso a los servicios.
–¿Lo puedo acompañar?
–Por supuesto que no –dijo Enrique Vila-Matas.
Quedé mucho más desorientado que al principio. Todo mi viaje transatlántico había sido en vano. Salí tambaleante del Belverede y escuché a mis espaldas las risas de Fresán y de Paula de Parma, como si se estuvieran burlando de mi desgracia. Entonces eché a correr hacia mi piso con la siguiente frase de Vila-Matas rondando en mi cabeza: “Lo mejor de la vida es viajar y perder las teorías, perderlas todas”.
¿Imitar a Enrique Vila-Matas, sustituirlo, es cometer un suicidio literario, un suicidio ejemplar? Creo que no. Su cuento Sucesores de Vok ironiza sobre eso y explica cómo podrían repartirse la herencia literaria Shandy unos cuantos escritores con sus respectivos “estados de serenidad”. Bajo ese contexto, pienso en algunos narradores que han logrado aprehender mejor que nadie las lecciones del Bartleby barcelonés: el británico Lars Iyer en Magma, por ejemplo; o el catalán Albert Forns con su novela sobre Albert Serra; o los norteamericanos Ben Lerner en Saliendo de qué mira ese niño que tiene el nombre de todo el mundo la estación de Atocha y Tom Drury con The Driftless Area; o las españolas Elisa Rodríguez Court con su espléndida Decir noche y Alicia Kopf con Hermano de hielo. Y yo, el peruano J. J. Maldonado, ¿soy vilamatiano?, ¿soy acaso un sucesor de Vok? Creo que no, pues para mi desgracia, mi única influencia soy yo mismo.
Ayer vi a un shandy por Paseo Colón; lo seguí un rato, hasta la avenida Wilson, pero al final lo dejé ir.
El 31 de marzo de 2018 me invitaron, junto a un puñado de amigos escritores, periodistas y críticos literarios, a la Casa de la Literatura Peruana para dar una conferencia sobre Enrique Vila-Matas por sus 70 años de vida. Acepté el encargo un tanto desasosegado, pues sentí que ya se había dicho demasiado sobre el autor de Aire de Dylan y que yo, J. J. Maldonado, no tenía nada nuevo qué decir. Mis amigos, por el contrario, parecían unos locos entusiastas y no los vi para nada preocupados pese a que el organizador del evento nos advirtió de que expondríamos durante veinte minutos exactos; ni uno más ni uno menos.
En los días previos al congreso intenté redactar un texto, pero me di cuenta enseguida de que nunca lo terminaría. No solo era la falta de ideas lo que me volvía inútil, sino también mi pereza, mi falta de estilo, mi terror al abucheo, mi pequeñez frente a un público leído y a unos exponentes especialistas en Vila-Matas en quienes no funcionarían mis patéticos blufs. Pensé en rechazar el encargo, pero lo hice muy tarde y ya era imposible dar vuelta atrás. Me pareció que podía inventarme una entrevista con Enrique Vila-Matas y leerla en público, pero mis intentos fueron un desastre. En vez de parodiar la voz del catalán, parecía estar haciendo un homenaje al oscuro Tongoy de El mal de Montano.
Cuando finalmente llegó el día del evento, no tenía una sola línea preparada. Nunca había sentido tanto miedo en toda mi vida. Estaba horrorizado. Para excusarme, imaginé diversas formas de accidentes. Podía dejarme atropellar por los taxis informales de Lima, o sufrir una cuchillada por causa de un asalto. También podía surgir un imprevisto doméstico como el corte de un dedo o un brutal golpe en la frente al igual que Dahlmann en El sur de Borges.
Ya estaba decidiéndome por el corte de un dedo, cuando me acordé de la fotografía de Enrique Vila-Mas y, por defecto, de mi obsesión por su enigmática mirada. Aunque no era un gran tema, por lo menos tenía un planteamiento novedoso. Imprimí la fotografía y decidí improvisar algunas respuestas a partir de la pregunta “¿A quién mira Enrique Vila-Matas?”. Luminoso, despreocupado, me presente a la Casa de la Literatura Peruana pensando que tenía el asunto bajo control.
Como todo el mundo sabe, al frente de la Casa está el famoso bar Cordano, búnker de Martín Adán y punto ideal para tomarse unas copas. En las terracitas de aquel sitio encontré a varios de mis colegas intercambiando pareceres sobre Vila-Matas y sobre la literatura en general. Me senté con ellos y no tuve mejor idea que zamparme unos chilcanos con el estómago vacío. Mi propia incompetencia en esos menesteres hizo que, en menos de media hora, terminara tan borracho como Alfredo Bryce Echenique.
Para cuando el evento comenzó, no sabía ni quién era y había olvidado todos mis puntos de referencias con respecto a la fotografía de Enrique Vila-Matas. Recuerdo que me precedieron cuatro expositores que cumplieron su deber a cabalidad, sacando aplausos y aprobaciones del público presente. Yo estaba sentado en su misma mesa y hacía como si atendiera a todo lo que decían, asintiendo muy risueño, carcajeando de sus private jokes, encantado con su inteligencia, satisfecho de estar en una mesa llena de shandys y cronopios.
Al llegar mi turno, acepté de buen grado el pase de palabra y mostré a todos –como una pancarta de protesta– la fotografía del niño Enrique Vila-Matas. Luego, me quedé en blanco. Estuve así, por casi quince minutos, ante la incomodidad absoluta de la gente. Algunos pensaron que era una suerte de performance; otros, que yo era un perfecto imbécil y un horrible borracho. Me faltó muy poco para quedarme dormido, pero de pronto, en medio de mi borrachera, empezaron a surgir las palabras y las ideas, y no sé en qué cesura poética, no sé en qué estado de reanudación, no sé en qué especie de torpe imitación al buen Montano, le di la vuelta al “preferiría no hacerlo” y me despaché con cada una de las frases que concatenan este texto, esta conferencia que ahora lees, que ahora leemos, y que empieza así: “Cada vez que veo esta fotografía, me pregunto lo siguiente: ´¿A quién mira Enrique Vila-Matas?´. La respuesta, al menos para mí, es un misterio”.