Estás en Europa.

BartlLlevaba pocas horas en Viena, la neutral y bella Viena, me habían dicho. En el Café Central leí en internet que había cinco mil espías en la ciudad. ¡Cinco mil! Todos pro-Putin. Un servicio civil de inteligencia se dedicaba a localizar para la Federación Rusa las rutas del armamento occidental que iba a Ucrania. No era una falacia, ya llevaba meses publicada por Financial Times, y también se encontraba en Viena directo, el blog que fundara en 2006 Paco Bernal.

Decidí continuar con lo que había programado y descendí a la imponente Cripta de los Capuchinos. Al alcanzar de nuevo la calle, supe que en la ORF hablaban de un “incidente” ferroviario de aquel domingo: en el tren regional que unía Innsbruck con Viena, los altavoces habían emitido, durante veinte minutos, fragmentos de un discurso de Adolf Hitler. Saber esto, me dejó de piedra, y hasta más silencioso que cualquiera de los sarcófagos de la Cripta de los Habsburgo.

Me resultó inevitable relacionar el incidente con aquel fragmento de El mundo de ayer –no me separé del libro en todo el viaje–, donde Zweig contaba que, ya en el continente americano y, creyéndose lejos de Europa y del horror nazi, viajando a toda velocidad en un coche Pullman por Texas, entre Houston y otra ciudad petrolera, oyó de pronto que alguien despotricaba a gritos en alemán: un pasajero había sintonizado, en el receptor de radio del coche, por azar, una emisora berlinesa, de modo que, rodando en el tren a través de la llanura de Texas, Zweig tuvo que escuchar un discurso de Hitler.

Por la noche en Viena, me disponía a revisar algunos de los fragmentos que, en años lejanos, había subrayado de El mundo de ayer cuando me acordé de la bibliomancia de la que me hablara un día Olga Merino: una práctica adivinatoria, popular en la Edad Media, que consistía en abrir un libro (entonces un códice) por una página al azar, e interpretar el párrafo adaptándolo a la circunstancia presente.

Decidí practicar la bibliomancia. Y abrí al azar el libro de Zweig entrando en la página donde comentaba que, cuando alcanzó Hitler el poder, había detrás de la impresión que daba de ser un pelagatos, una calculada contención para no precipitarse y dejar ver demasiado pronto el radicalismo total de sus intenciones. Semejante táctica le funcionó. Era una estrategia construida con osados movimientos, como la quema de libros en la plaza de la Ópera de Berlín, movimientos seguidos de pausas para ver hasta dónde podría llegar cuando decidiera mostrar su verdadero rostro. Y sí, le funcionó, en gran parte gracias a la arrogancia de los intelectuales y de los políticos alemanes que preferían ver en él a un grotesco agitador de cervecerías.

Cerré el libro y agradecí a la bibliomancia que me hubiera permitido interpretar aquel párrafo de Zweig adaptándolo a las circunstancias actuales de una Europa en la que, por incomprensible que parezca, muchas veces los errores, como las tácticas de engaño, no se leen a tiempo, no se ven o no se quieren ver venir, y, dando paso a la barbarie, fatalmente se repiten.

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