THOMAS WOLFE ERA UNA FIESTA ——————[Café Perec]

twThomas Wolfe creía que había que producir una obra de peso (en todos los sentidos de la palabra) para poder considerarse escritor. “Quería ver libros gordos, con muchas páginas”, según James Thurber. Y Faulkner lo vio como el mejor de su generación, colocándose en segundo lugar él mismo, y a Dos Passos tercero del podio. Y aunque hoy sabemos que el mejor era Faulkner, nos equivocaríamos menospreciando la espectacular energía narrativa que inyectó Wolfe en todo lo que hizo. Para Piglia fue un Fausto moderno que intentó lo imposible: que entrara el mundo entero en sus novelas. De toda su obra lo que hoy más atrae la atención de los lectores son las piezas breves: sus cuentos (reunidos por Páginas de espuma) y brillantes libros como Historia de una novela, que acaba de publicar Periférica y donde Wolfe condensa la historia de cómo escribió su gigantesca segunda novela, Del tiempo y el río, y nos da detalles de su imperiosa necesidad de introducir al mundo entero en lo que escribía, como si cada momento para él fuera una ventana sobre el tiempo y ese instante estuviera conectado con todo, hasta con el pasado más remoto.

Adicto a la más radical desmesura, hasta resulta raro que Ítalo Calvino no lo incluyera en el capítulo dedicado a la Multiplicidad en Seis propuestas para el próximo milenio. Ya ese afán por reinar sobre el tiempo estaba en su celebrada y torrencial primera novela El ángel que nos mira: “Buscamos el gran lenguaje olvidado, el perdido sendero (…) Cada uno de nosotros es el total de sumas que aún no ha sumado: reducidnos de nuevo a la desnudez y a la noche, y veréis cómo empezó en Creta, hace cuarenta mil años, el amor que ayer terminó en Texas…”

Se dice que el original de El ángel que nos mira apenas cabía en el despacho del gran editor Maxwell Perkins, que advirtió el genio del principiante, pero supo especializarse en rebajarle el desbordado tono de sus fiestas textuales. La historia de la compleja relación entre Wolfe y Perkins nos la han contado en un largometraje indolente, sin alma (El editor de libros, de Michael Grandage), pero es también la que Wolfe narra con sumo talento en Historia de una novela, donde sintetiza a la perfección el clásico conflicto que nace del éxito de un primer libro y las dificultades para avanzar en la escritura del segundo. Las dificultades llegaron cuando la desbordante alegría por el inesperado triunfo comenzó a convertir a Wolfe, más que nunca, en la fiesta ambulante, móvil, que siempre había sido, lo que le obligó a reaccionar: “De repente, me vi en la penosa necesidad de asumir que mi tarea requería un trabajo diario constante. Y aunque a muchos les parecerá un descubrimiento elemental, no estaba preparado para ello”.

Para Wolfe, nuestro Fausto moderno, los días se desgranaban en minutos y zumbaban como moscas que volaban de nuevo hacia la muerte, “aunque cada momento era una ventana sobre el tiempo”. Gigante absoluto de la escritura megalómana, se da la gran paradoja de que sólo sus excepcionales obras breves siguen hoy a la altura de aquella ventana alta.

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