“Escribo porque no sé escribir”, le oí susurrar a John Banville en cierta ocasión. Y pensé que un día haría una antología de textos de mis autores favoritos, de todos los que escriben porque no saben escribir. En las semanas que siguieron fui componiendo una lista espectacular de nombres, aunque el proyecto al final no fue adelante porque pronto vi que me daría mucho trabajo si lo tomaba en serio, y la prueba la tenía en que, por mucho que me esforzara, no alcanzaba a verle nunca el final a aquella lista de grandes nombres. Si no recuerdo mal, el mismo día en que renuncié a la lista espectacular me vino a la memoria otra a la que también había renunciado y que me había sugerido con malicia César Aira en los Andes venezolanos: rastrear los momentos en que escritores muy consagrados mostraron su profundo arrepentimiento –lágrimas incluidas– por haber escrito las birrias que habían escrito.
Aquel proyecto de Aira lo relaciono a veces con el que planeé de jovencito con el malogrado J.H, mi mejor amigo del colegio: consistía en vengarnos de los Maristas y de su insistencia en que “escribiéramos bien” (como Pemán ó Alfonso Paso, nos decían) componiendo una terrorífica lista de paisanos que hubieran escrito con aquel atroz estilo pulcro que nos habían querido imponer, un “estilo nacional”, como de examen de reválida.
No fue el único proyecto que J.H y yo abandonamos. Compartimos otro muy divertido, pero que pronto se reveló irrealizable a causa de la falta de autores que hubieran utilizado expresamente el punto de vista de una esponja para narrar una historia. Y es que sólo encontramos a dos: el primero, Ramón Gómez de la Serna, en su brillantísimo El incongruente (reeditado en 2010 por Blackie Books), y el otro, Julio Cortázar, que en uno de sus textos de primera hora habló de participar lo más posible “de esa respiración de la esponja en la que continuamente entran y salen recuerdos…”
Un día descubrí que lo abandonado era mi paisaje más familiar. Imperturbable, me lancé, no obstante, a un nuevo proyecto, que, eso sí, también acabé aparcando: reunir en un libro a los más sonados casos de escritores españoles con estilo de examen de reválida, pero quedé desbordado cuando comprendí que, detrás del tópico de la expresión “escribir bien”, se encerraba una monumental cursilada y un desastre general ya experimentado en Francia, por ejemplo, donde quedaron atados al estilo Paul Bourget, a un “estilo nacional” derivado del estilo Voltaire: frases siempre bien hiladas, pulcras, bien escritas y tan de muerte en Venecia que todavía hoy horrorizan por su perfección y acartonamiento.
Cambié aquel proyecto por el estudio minucioso del ciclo precario, fugaz, de toda civilización, en concreto de la nuestra. Y pronto reparé en esa variante del frío estilo oficial y perfecto, funcionarial, como de iceberg antes del Titánic, muy fin de época, de la inepta (se ha visto últimamente con claridad) Unión Europea. Por cierto, en el estudio de ese lenguaje glaciar andaba ayer mismo inmerso cuando decidí también abandonarlo.