Recordaba Marta Rebón, el otro día, unas palabras de Tolstói: “Bajo el influjo de la música me parece que siento lo que en realidad no siento, que entiendo lo que no entiendo, que puedo hacer lo que no puedo”. Creo que es así, que la música puede ayudarnos a ser otros. De hecho, en ocasiones la música ha logrado que mi entusiasmo por una lectura fuera más allá de lo razonable. La última vez que me ocurrió esto fue leyendo a W.G. Sebald. Es posible que esto sea algo que también ha experimentado Cristian Crusat, que en W. G. Sebald en el corazón de Europa (WunderKammer) subraya con fervor pensamientos de este autor, entre ellos uno de Los anillos de Saturno: “La modernidad encierra un rasgo terrible: nunca regresamos”.
Esta sentencia, que parece decirnos que el mundo contemporáneo es un río sin retorno, habla también para Crusat del modo en que se viaja en nuestros días, pues se sabe que Sebald prefería conocer media docena de ciudades que significaran algo para él que decir, al final de su vida, que había estado en casi todas partes. Esa media docena de sitios me hace acordarme de Joan de Sagarra, al que le basta con seis contados lugares del mundo a los que vuelve siempre. Cristian Crusat, por su parte, regresa cada año a Ámsterdam al 107 de la calle Wijenburg, donde estuvo un día su vivienda y donde imagino que, por mínimos que sean, registra los cambios que en su ausencia se han producido en la casa y el barrio, al tiempo que confirma la dura ley de la modernidad: esa sensación de que regresar al hogar sólo puede ser un espejismo. Porque nunca regresamos. Tengámoslo en cuenta y así evitaremos malentendidos, me digo mientras escucho Time Waits For No One (El tiempo no espera a nadie) y recuerdo que en la primera semana de este mes –con medio país convencido ilusamente de que pronto continuaremos con todo igual que antes: sin virus y como si nada hubiera ocurrido–, Daniel Mendelsohn publicó en The Paris Review un artículo en el que advertía de la oscuridad en la que desembocaban todas las incursiones de Sebald en el sombrío e inaccesible pasado.
Y decía Mendelsohn que en Homero estaba muy claro ese regreso, mientras que, por ejemplo, en un libro como Los anillos de Saturno, todo lo que se refería al pasado aparecía oscuro y hundido en mil enigmas, tal como ocurre, me digo ahora, en esa página de Sebald en la que le vemos llegar a la playa de Schveningen, en La Haya, y creer que ha comprendido, medio en sueños, la totalidad de lo que ha ido oyendo en holandés, lo que le lleva a la equivoca impresión de haber reencontrado su hogar. Si los anillos narrativos de Homero nos encauzan hacia la luz y la revelación, dice Mendelsohn, los de Sebald conducen a una serie de puertas cerradas. Por eso, al releer a este autor, uno acaba advirtiendo que internarse en él es navegar por el rio sin retorno de una prosa que convive con la mayor de nuestras certezas: la tiniebla y misterio en el que, de un modo imparable día tras día, con gran vorágine, se va hundiendo nuestro pasado; lo dice la canción: el tiempo no espera a nadie.