Paseando por la Diagonal de Barcelona veo en la puerta de un local en obras un cartel que anuncia “inminentes grandes cambios”. Algunos viven, me digo, de un modo parecido a como escuchan la radio: esperando la siguiente canción, la canción que vaya a cambiarles un poco, si no la vida, al menos la mañana. Y me siento incluso cómplice de quien haya escrito aquel cartel, quizás porque estoy habituado a vivir con una cierta “sensación de inminencia”, siempre a la espera de un instante epifánico, o de un movimiento político providencial, o de que Trump lea a Galdós o, en fin, de que suceda cualquier cosa y lo de siempre no vuelva a parecerse a lo de siempre.
Si resistí tantos años como “esperador” fue porque nunca perdí de vista la famosa conclusión de Kafka: “la espera es la condición esencial del ser humano”. Y por eso ayer me desconcertó tanto saber que la reconfortante frase admitía otra traducción, o versión: “Existimos en un patrón de espera en torno a la verdad”. Tom McCarthy decía haberla encontrado en un libro de Laurence Rickels, aunque cabía la posibilidad, añadía, de que Rickels la hubiera imaginado, “lo cual aún sería mejor, por no decir que perfecto”.
Fuera como fuese, obviamente era chocante que Kafka hubiera hablado de un “patrón de espera” (Holding Pattern) cuando la expresión pertenece a nuestra era, la del transporte aéreo en masa. El Holding Pattern, llamado también “vuelo en circuito de espera” viene siendo, como es sabido, una maniobra que mantiene al avión en una ruta auxiliar mientras aguarda instrucciones para su aproximación a tierra. Vista así, la frase de Kafka estaría diciéndonos que la verdad se encontraría en la pista de aterrizaje, el hogar al que se nos convoca, pero donde nunca estamos, pues en realidad vivimos en el patrón de espera.
¿No será Europa, con sus vientos populistas cada vez más supremacistas y regresivos, ese circuito recurrente? Ya no sabemos cuánto tiempo llevamos embarcados en un patrón de espera que nos ha llevado al estancamiento y a no poder apenas ya ni pensar, a movernos como muertos, agarrados a una miserable “sensación de inminencia”, a la espera siempre de que algo, por leve que sea, modifique nuestro horizonte de catástrofe. Vivimos esperando pequeños cambios, pues lo que hay –nada sucede que no sea parecido a lo de siempre y no sabemos ya cuanto tiempo llevamos sin que suceda nada– ya no hay quien lo soporte. Pero al mismo tiempo tememos que con los leves cambios aun podamos ir a peor, porque a fin de cuentas la descripción de Primo Levi de su aterrizaje en la verdad, es decir, en el “hogar” de Auschwitz, se ajusta cada vez más peligrosamente a la de nuestro más íntimo circuito de espera: “Esto es el infierno. Una sala grande y vacía y nosotros cansados teniendo que estar en pie, y hay un grifo que gotea y el agua no se puede beber, y esperamos algo realmente terrible y no sucede nada y sigue sin suceder nada. ¿En qué podemos pensar ahí? No se puede pensar ya; es como estar muertos. Algunos se sientan en el suelo. El tiempo transcurre gota a gota»