FRAGMENTO DE BARTLEBY Y COMPAÑÍA

Bartleby_And_Company

Sometimes one stops writing because one simply falls into a state of madness from which one never recovers. The best example of this is Hölderlin, who had an involuntary successor in Robert Walser. The former spent the last thirty-eight years of his life enclosed in the attic of the carpenter Zimmer, in Tübingen, writing strange and incomprehensible verses which he signed with the names Scardanelli, Killalusimeno and Buonarotti. The latter spent the last twenty-eight years of his life shut up in the mental hospitals first of Waldau and then of Herisau, engaged in a frenetic activity of microscopic handwriting, fictitious and indecipherable gibberish scrawled on minute pieces of paper.
I think it might be said that, in a certain way, both Hölderlin and Walser carried on writing. “To write,” Marguerite Duras remarked, “is also not to speak. It is to keep silent. It is to howl noiselessly.” Of Hölderlin’s noiseless howls, we have the record of, among others, J. G. Fischer, who gives the following account of his final visit to the poet in Tübingen: “I asked Hölderlin to write some lines on anyone topic, and he asked me if I would have him write on Greece, on Spring or on the Spirit of Time. I replied the last of these three. And then, with what might be described as a youthful fire burning in his eyes, he settled himself at his desk, took a large sheet of paper, a new pen, and began to write, marking the rhythm on his desk with the fingers of his left hand and expressing a hum of satisfaction at the end of each line while nodding his head in a gesture of approval … ”
Of Walser’s noiseless howls, we have the copious testimony of Carl Seelig, the loyal friend who continued to visit the writer when he ended up in the mental hospitals of Waldau and Herisau. Out of all the “portraits of a moment” (the literary genre Witold Gombrowicz was so fond of), I choose the one where Seelig caught Walser at the exact moment of truth, that instant when a person, with a gesture — Hölderlin’s nodding of the head, for example — or a phrase, reveals who they really are: “I shall never forget that morning in autumn when Walser and I were walking together from Teufen to Speichen, through a thick fog. 1 told him that day that perhaps his work would last as long as Gottfried Keller’s. He stood rooted to the spot, viewed me with utter seriousness and asked me, if I valued his friendship, never to repeat such a compliment. He, Robert Walser, was a walking nobody and he wished to be forgotten.”
Walser’s entire work, including his ambiguous silence of twenty-eight years, is a commentary on the vanity of all initiative, the vanity of life itself. Perhaps that is why he only wanted to be a walking nobody. Someone has compared Walser to a long-distance runner who is on the verge of reaching the longed-for finishing-line and stops in surprise, looks round at masters and fellow disciples, and abandons the race, that is to say remains in what is familiar, in an aesthetics of bewilderment. Walser reminds me of Pique mal, a curious sprinter, a cyclist in the sixties who suffered from mood swings and would sometimes forget to finish a race.
Robert Walser loved vanity, the fire of summer, women’s ankle boots, houses illumined by the sun, flags fluttering in the wind. But the vanity he loved had nothing to do with the drive for personal success, rather it was the sort that is a tender display of what is minimal, what is fleeting. Walser could not have been further from the heady heights, where power and prestige dominate: “Were a wave to lift me and carry me to the heights, where power and prestige are predominant, 1 would destroy the circumstances that have favoured me and hurl myself downwards, to the vile, insignificant darkness. Only in the lower regions am I able to breathe.”
Walser wanted to be a walking nobody and what he most desired was to be forgotten. He realised that every writer must be forgotten almost as soon as he has stopped writing, because the page has been lost, has literally flown away, has entered a context of different situations and sentiments, answers questions put by other men, which its author could not even have imagined.
Vanity and fame are ridiculous. Seneca claimed that fame is horrible because it depends on the judgement of many. But this is not exactly what made Walser desire to be forgotten. More than horrible, worldly fame and vanity were, to him, completely absurd. This was because fame, for example, seems to assume that there is a proprietorial relationship between a name and a text that now has an existence, yet which that pallid name can surely no longer influence.
Walser wanted to be a walking nobody, and the vanity he loved was like that of Fernando Pessoa, who once, on throwing a chocolate silver-foil wrapper to the ground, said that, in doing so, he had thrown away life.

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A veces se abandona la escritura porque uno simplemente cae en un estado de locura del que ya no se recupera nunca. El caso más paradigmático es el de Hölderlin, que tuvo un imitador involuntario en Robert Walser. El primero estuvo los treinta y ocho últimos años de su vida encerrado en la buhardilla del carpintero Zimmer, en Tubinga, escribiendo versos raros e incomprensibles que firmaba con los nombres de Scardanelli, Killalusimeno o Buonarotti. El segundo pasó los veintiocho últimos años de su vida encerrado en los manicomios de Waldau, primero, y después en el de Herisau, dedicado a una frenética actividad de letra microscópica, ficticios e indescifrables galimatías en unos minúsculos trozos de papel.
Creo que puede decirse que, de algún modo, tanto Hölderlin como Walser siguieron escribiendo: «Escribir —decía Marguerite Duras— también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido.» De los aullidos sin ruido de Hölderlin tenemos el testimonio, entre otros, de J. G. Fischer, que cuenta así la última visita que le hizo al poeta en Tubinga: «Le pedí a Hölderlin algunas líneas sobre cualquier tema, y él me preguntó si quería que le escribiera sobre Grecia, sobre la Primavera o sobre el Espíritu del Tiempo. Le contesté que esto último. Y entonces, brillando en sus ojos algo así como un fuego juvenil, se acomodó en el pupitre, tomó una gran hoja, una pluma nueva y escribió, escandiendo el ritmo con los dedos de la mano izquierda sobre el pupitre y exclamando un hum de satisfacción al terminar cada línea al tiempo que movía la cabeza en signo de aprobación…»
De los aullidos sin ruido de Walser tenemos el amplio testimonio de Carl Seelig, el fiel amigo que siguió visitando al escritor cuando éste fue a parar a los manicomios de Waldau y de Herisau. Elijo entre todos el «retrato de un momento» (ese género literario al que tan aficionado era Witold Gombrowicz) en el que Seelig sorprendió a Walser en el instante exacto de la verdad, ese momento en el que una persona, con un gesto —el movimiento de cabeza en señal de aprobación de Hölderlin, por ejemplo— o con una frase, delata lo que genuinamente es: «No olvidaré nunca aquella mañana de otoño en la que Walser y yo caminamos de Teufen a Speichen, a través de una niebla muy espesa. Le dije aquel día que quizás su obra duraría tanto como la de Gottfried Keller. Se plantó como si hubiese echado raíces en la tierra, me miró con suma gravedad y me dijo que, si me tomaba en serio su amistad, no le saliese jamás con semejantes cumplidos. Él, Robert Walser, era un cero a la izquierda y quería ser olvidado.»
Toda la obra de Walser, incluido su ambiguo silencio de veintiocho años, comenta la vanidad de toda empresa, la vanidad de la vida misma. Tal vez por eso sólo deseaba ser un cero a la izquierda. Alguien ha dicho que Walser es como un corredor de fondo que, a punto de alcanzar la meta codiciada, se detiene sorprendido y mira a maestros y condiscípulos y abandona, es decir, que se queda en lo suyo, que es una estética del desconcierto. A mí Walser me recuerda a Piquemal, un curioso sprinter, un ciclista de los años sesenta que era ciclotímico y a veces se le olvidaba terminar la carrera.
Robert Walser amaba la vanidad, el fuego del verano y los botines femeninos, las casas iluminadas por el sol y las banderas ondeantes al viento. Pero la vanidad que él amaba nada tenía que ver con la ambición del éxito personal, sino con ese tipo de vanidad que es una tierna exhibición de lo mínimo y de lo fugaz. No podía estar Walser más lejos de los climas de altura, allí donde impera la fuerza y el prestigio: «Y si alguna vez una ola me levantase y me llevase hacia lo alto, allí donde impera la fuerza y el prestigio, haría pedazos las circunstancias que me han favorecido y me arrojaría yo mismo abajo, a las ínfimas e insignificantes tinieblas. Sólo en las regiones inferiores consigo respirar.»
Walser quería ser un cero a la izquierda y nada deseaba tanto como ser olvidado. Era consciente de que todo escritor debe ser olvidado apenas ha cesado de escribir, porque esa página ya la ha perdido, se le ha ido literalmente volando, ha entrado ya en un contexto de situaciones y de sentimientos diferentes, responde a preguntas que otros hombres le hacen y que su autor no podía ni siquiera imaginar.
La vanidad y la fama son ridiculas. Séneca decía que la fama es horrible porque depende del juicio de muchos. Pero no es exactamente esto lo que llevaba a Walser a desear ser olvidado. Más que horrible, la fama y las vanidades mundanas eran, para él, completamente absurdas. Y lo eran porque la fama, por ejemplo, parece dar por sentado que hay una relación de propiedad entre un nombre y un texto que lleva ya una existencia sobre la que ese pálido nombre ya no puede seguramente influir… Walser quería ser un cero a la izquierda y la vanidad que amaba era una vanidad como la de Fernando Pessoa, que en cierta ocasión, al arrojar al suelo el papel de plata que envolvía una chocolatina, dijo que así, que de aquella forma, había tirado él la vida. (ver más en la página dedicada a Bartleby y compañía)

 

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