SOSPECHOSOS NO HABITUALES [Café Perec]

En fin, que volví a verme en París con Gennaro Serio (Nápoles, 1980), que en su novela Notturno di Gibilterra me convirtió en un asesino. En los encuentros con Gennaro nunca vislumbro el momento para preguntarle –lo doy por sabido– por qué me eligió como asesino y por qué me situó en Barcelona, en el Gran Hotel Rodoreda de la calle Pau Claris, enfrascado en una discusión con un entrevistador al que acabo aplastando la cabeza.

Sé que no llegará el momento de preguntarle, porque con Gennaro, además, converso con interminable diversión sin fisuras, y ya no digamos con asombro y admiración por su escritura. Conversamos con alegría, como si quisiéramos mostrarle a tanto personaje bronco de hoy ese camino más “civilizado” y actualmente casi utópico que es el diálogo, la charla inquieta que buscaría lo que se llamó “el bienestar común”.

Pero sobran señales de que lo civilizado, en el sentido estricto de la palabra, está descalabrado, como un sueño occidental roto. Sobran señales, aunque todas parezcan mínimas, como la que percibí la semana pasada en la iglesia de Saint-Germain al espiar los movimientos de un zumbado grupo de turistas asiáticos que se detenía en todas partes de la abadía para escuchar del guía minuciosas explicaciones sobre cualquier nimio detalle del lugar, pero que, al desfilar por delante de la tumba de René Descartes, pasaron de largo.

 Horas después, en el café Jussieu y tras despedirme de Gennaro, que fue el primero a quien conté el “momento Descartes”, iniciaba un largo paseo junto al Sena, compraba un periódico, me sentaba en el CafédelaMairie, leía noticias verídicas y encontraba el artículo, Suspects inhabituels, en el que Tiphaine Samoyault hablaba de la novela en la que Pauline Toulet había convertido al antropólogo Claude Lévi-Strauss en un recalcitrante asesino.   

No voy a negar que me complació tan inesperada compañía en la lista de los sospechosos no habituales. Fui a la librería Tschann y compré la novela, Anatole Bernolu a disparu. Al héroe, Anatole, le obsesionaba tanto desaparecer que terminaba desapareciendo. O le obligaban a desaparecer, por haber abierto una investigación sobre la incómoda historia de la escalada profesional de Levi-Strauss, al que Anatole veía implicado en las extrañas muertes de sus rivales más directos: el súbito desplome mortal de Franz Boas en aquel banquete de Columbia en 1942 (cayó encima mismo de donde estaba sentado Levi-Strauss), el final del gran Alfred Kroeber en 1960, y el largo silencio en vida al que se vio abocado en 1969 Émile Benveniste.

La novela de Toulet, con su registro tan perecquiano (Anatole no pisa una sola calle de Paris que lleve en el nombre la letra e), parece una alegoría de cómo tantas reputaciones en ciertos mundillos se construyen por la vía del asesinato de algunos antepasados ​​y la eliminación de ciertos contemporáneos. ¿O acaso, salvo excepciones, hay alguien en todo ese ámbito que no defienda su territorio, busque su reconocimiento, defina a sus aliados, proyecte liquidar a sus adversarios?

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