David Vallès, retratista del absurdo [por Patrick Stasny]

PATRICK STASNY: Con una infancia relativamente anodina, unos estudios de perito industrial en una ciudad comarcal y un trabajo de vendedor de contadores eléctricos, la vida de David Vallès (Barcelona 1946-2023) parecía relativamente a salvo de la llamada del arte. Pero por muchas precauciones que uno tome, a veces la conversión es inevitable.

La suya es tardía pero fulminante. Después de que un marido celoso mate a su amante, cierra todos sus negocios, se traslada a la punta más remota del país y se declara pintor. Exiliado en un torreón de un minúsculo pueblo gallego y rodeado de una soledad casi perfecta, emprende su aventura artística sin recurrir a escuelas ni manuales. No sabe nada del arte. O mejor dicho, lo único que sabe es que es fiel al credo de Groucho Marx, su héroe de la adolescencia: “bueno, el arte es arte, ¿no? Aunque por otro lado, el agua es agua, y el este es el este”. Es decir, que del arte no se sabe nada y que todo es un fraude. Y él no sabe de composición, no sabe dibujar de forma realista, no sabe tan siquiera usar las herramientas necesarias para pintar, pero no importa: deja el saber para los profesores. De algún modo intuye que casi todo lo realmente necesario para pintar puede aprenderse en una semana y sin más ayuda que su propia voluntad.

No aprende en la academia, pero aprende. No tiene profesores, pero tiene maestros: Pollock, Kandinsky, Dubuffet, Chagall, Poliakoff, Klee, Delaunay, Heron, Baselitz, pintores que ha visto en viajes de negocios a París y cuyos libros ha coleccionado con devoción hagiográfica. De ellos aprende el gusto por la abstracción, que para él es el gusto por la libertad. La abstracción es el martillo que permite liberarse de las cadenas de la figuración y el clasicismo. Pero la abstracción también es la declaración de independencia de la realidad entendida de un modo simple, el primer paso hacia la comprensión que todo es posible —incluso olvidar las propias heridas sentimentales.

Todo es posible. La sencillez, la radicalidad de la idea le fascina. Es como si en ella redescubriera algo que ha sabido desde siempre pero que nunca se ha atrevido a confesarse. Y una vez recupera ese conocimiento ya no lo olvida. Así, aún si en esta primera época sus cuadros permanecen temáticamente enraizados en las circunstancias de la conversión —la pareja, el amor, el hogar— y su estilo cercano al de sus maestros —sobre todo a Miró, Chagal y Klee— ya hay en ellos algo personal, aunque este algo sea tímido y casi imperceptible: un germen del sentido del humor que dominará las obras posteriores, una inclinación incipiente hacia el sinsentido. ¡Todo es posible! Ese será para siempre el corazón de su temperamento artístico: la ironía, la irrealidad, la risa ante el absurdo de la existencia, la intuición de que las cosas siempre pueden verse y representarse de otro modo.

Pasan los años… Profundiza en el misterio de la abstracción e incluso aprende un poco a pintar. Finalmente, una vez siente que ha inhalado y exhalado suficiente a los maestros, se da el permiso definitivo para ser él mismo. ¿Cómo? Muy sencillo: inventa un idioma indescifrable y pasa un lustro escribiendo textos que nadie puede comprender. Algunos pintores crean, de forma metafórica, un lenguaje propio. Él decide llevar la metáfora un poco más lejos y crear, literalmente, un lenguaje. Primero pieza por pieza, y luego en modo fortíssimo, hasta que, con la ayuda de las fuerzas simbólicas de Kandinsky y Miró, compone un alfabeto de ideogramas, signos formados a partir de formas a veces arbitrarias, a veces humanas o astrales. Juntos, estos símbolos conforman un lenguaje de apariencia casi arcaica, venerable, o que sería venerable si no fuese todo una broma, una especie de homenaje tardío a Groucho Marx.

Una vez tiene el idioma, comienza a escribir, texto tras texto, a los que se refiere como “cartas». ¿A quién escribe las cartas, qué dice en ellas? Tanto da, esa es la gracia de las cartas: que simplemente son cartas, igual que el arte es arte y el este es el este. Las cartas son cartas y una carta que expresa cosas es interesante, pero una carta incomprensible es divina. Las cartas son, ante todo, oportunidades para disfrutar con su lenguaje privado, un abecedario que ni siquiera él mismo está seguro de comprender, pero que le divierte. Expresan algo, tal vez, pero nadie sabe qué: son destellos de comunicación de un mudo a un sordo, una forma de visibilidad suprema en la oscuridad más impenetrable. ¿Un símbolo universal, una crítica de la comunicación humana? Quizás, o quizás no. O quizás son, simplemente, carcajadas de un humorista con afición a la pintura.

Tras producir varios centenares de cuadros y acumular años de existencia más o menos errante, experimenta con aquello que se suele llamar “sentar cabeza”, aunque en este caso el término no es del todo adecuado. Porque sí, ahora vive con su familia y vuelve a tener un trabajo más o menos corriente, pero su cabeza sigue volando por el cielo del absurdo. Ya no tiene tiempo para ir al estudio, pero entretanto se ha vuelto un zorro viejo y, como tal, sabe que el arte no se agota en el estudio. En realidad lo que sabe es que el arte no tiene nada que ver con el estudio, ni con sus cuadros, porque el arte no es ni un lugar ni una cosa, y mucho menos una cosa que se pueda vender y comprar. El arte es una experiencia. Y para él es una experiencia del absurdo, es decir, de lo maravilloso. Deja el estudio, y deja ahí sus cuadros acumulando polvo. Ya no son obras de arte, sino reliquias de anticuario.

El arte es una experiencia que puede vivir cada día, y en cualquier parte. Con la edad descubre que a veces no hace falta hacer nada: le basta con mirar las hojas en el suelo, o observar los movimientos de una persona en el autobús. Contempla como la persona se sienta, suspira y se toca el lóbulo izquierdo, y se maravilla: ¡qué extraño es el mundo! Otras, decide tomar parte y provocar él mismo las condiciones necesarias para reavivar lo maravilloso. Pero se ha vuelto un hombre sencillo e incluso cuando opta por la actividad no le hace falta recurrir a las telas en gran formato, ni a los derroches de oleos del pasado. Basta con una servilleta, con un mantel o el reverso de una factura para poner en juego las posibilidades de su imaginación.

En sus últimos años sufre su tentación en el desierto. Ha perdido la energía, le han derrotado las circunstancias sentimentales y una demencia incipiente señala el final. Los amigos le han abandonado, su familia se ha dispersado: todo se acaba. Por si no fuese suficiente, en el peor momento del peor día se le aparece el diablo de la seriedad; es el ser más feo que ha visto en su vida, pero está tan débil que no le queda otro remedio que escucharle. El diablo le muestra sus perspectivas funestas y explica en tono solemne que lo correcto sería dedicar sus últimos años a reflexionar sobre la dimensión trágica de su situación. Al fin y al cabo, la vida pega fuerte, y el dolor no es una broma… Tal vez. Pero también oye otra voz, esa vocecita que siempre le ha dicho que todo es posible y que no se apaga del todo, ni siquiera con tanto dolor. Tal vez esto también sea una broma, dice la voz, ¿acaso no es la desgracia también una oportunidad para reír? Quizás no en la vida cotidiana, quizás en ese mundo tan rígido, tan contundente, es demasiado difícil, pero sí en el arte. Ahí todo es posible, todo el rato. ¡Todo es posible! Le da las gracias al diablo y lo despide de una patada.

Con las pocas fuerzas que le quedan emprende su último proyecto artístico: desterrar a la seriedad del mundo, o al menos de su mundo. Hace acopio de páginas y páginas de periódico, cargadas de noticias sobre quiebras económicas, guerras, pandemias, desastres naturales, políticos que salvan a la nación, políticos que atacan a la nación… Cuando tiene frente a sí a toda la gravedad, la severidad, la responsabilidad, y el rigor que ha podido acumular, estalla en una carcajada silenciosa y se pone manos a la obra. Comienza a pintarrajear por encima de las noticias: al empresario que cierra un trato le pone un bigote y lo convierte en un payaso, a las imágenes de la guerra les añade unos borrachos felices, y a los nuevos movimientos artísticos los envuelve en una sinfonía de sinsentido. Es demasiado viejo y desengañado para creer en obras cumbre, pero si creyera, sabría que con estos garabatos en la prensa provincial alcanza la cúspide de su arte. En su existencia cotidiana es una sombra en vida, un anciano que se desvanece. Pero frente a un periódico y armado con un rotulador, es un titán del absurdo. Sus conocidos y familiares contemplan sus garabatos y los encuentran infantiles, o ven en ellos otra señal de la demencia. También esto le parece una broma. Sus obras cúspide, despreciadas y juzgadas con gran sensatez por todos, sin que nadie comprenda su verdadero propósito. Otra broma. Sus grandes obras perdidas, quemadas. A veces las abandona en cafeterías, a veces las tira, otras las olvida, desmemoriado. En sus últimos momentos  de lucidez le arrolla la sospecha de que extraviarse en la demencia es el destino auténtico del arte. Carcajada tras carcajada, hasta que se hace el silencio.

 

 

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