André Gabastou ha sido durante décadas puente vital entre la narrativa hispanoamericana y la lengua francesa. Su muerte, el pasado 11 de noviembre, priva a la literatura escrita en español de un hombre de alta exigencia crítica y un finísimo talento para la traducción. Sabíamos que, a la hora de ser crítico, era rápido y divertido: solía, por ejemplo, ser breve, pero delicadamente cruel, cuando despachaba un libro que no le gustaba. Y sabíamos también de una virtud actualmente ya rara: su confortable, profunda humanidad. No sabíamos, en cambio, y nos intrigaba, su infalible método para obtener, en cada problema que pudiera crearle una traducción, una mejora automática del original.
Tradujo a algunos de los mejores escritores contemporáneos. De Bernardo Atxaga, con pasión y maestría, casi toda su obra. Una vez soñé que Gabastou, al leer a Bernardo, se sentía transportado a sus primeros años en el pueblo de la comarca de Bearn, donde nació. Otros contemporáneos traducidos: Bioy Casares, Silvina Ocampo, Carmen Laforet, Onetti, Sánchez Ferlosio, Alan Pauls, Martin Solares, Juan Gabriel Vásquez, Rosa Montero, Eduardo Lago, Gabi Martínez, Ricardo Piglia…
Llegó a traductor del español sin haber salido de su pueblo en toda la infancia. No fue ni siquiera a Pau, ni a Burdeos, ni a París, puesto que, en su lugar de nacimiento en Bearn, a dos pasos del País Vasco, el errante río Adour formaba una barrera que pocos cruzaban. Contaba Gabastou que un político de la época solía decir que, cuando iba en tren a París, sólo al partir de Pau se sentía realmente en Francia, lo que para Gabastou era “una forma de decir que veníamos, quizás, del antiguo reino de Navarra, de la Baja Navarra, a pesar de su lejana conexión con Francia”
Gabastou no recordaba su aprendizaje del español, pero suponía que fue fluido, como suele ocurrirles a los niños. La lectura de un libro de Bioy y Ocampo (Los que aman odian), le resultó tan agradable que le propuso al hoy legendario editor Christian Bourgois traducirlo, y éste accedió de inmediato a su petición. Ahí comenzó su trayectoria de traductor. Pasados los años, Gabastou descubriría que los antepasados de Bioy eran de Bearn. Y no le pasó inadvertido que, al igual que el uruguayo Jules Supervielle, Bioy fuera originario de Oloron-Sainte-Marie, lo que le hizo sentirse miembro de una “cofradía bearnesa”, que era una construcción identitaria razonable, aunque invisible a ratos, tal vez porque tenía una vocación tan errante como el Adour que la atravesaba.
Hará dos años, Gabastou desapareció por largo tiempo y no hubo forma de dar con él. Lo buscamos, no estaba, reapareció sin más. En París, hará tres semanas, nos reencontramos. Físicamente mermado, pero en buena forma mental, eludió contar qué le había sucedido. En el momento de la despedida, me informó de que ya sólo leía a Balzac y Proust. Balzac y Proust, repitió. Y me pareció entonces comprender por qué, cuando me traducía, sus palabras eran siempre de otro mundo, por mucho que ese otro mundo pudiera parecer el mío.