Pronto hará un cuarto de siglo que llegaba, un día de invierno, a Tunquén, Chile, a la casa frente al mar de los Brodsky, en el Pacífico Sur. Y al encontrarme, por vez primera en mi vida, con el imponente océano, quedé inmovilizado un buen rato por el rumor del oleaje, por una sonoridad brava que alguien insinuó que provenía de batallas antiguas y que, desde entonces asocio al origen mismo de mi novela El mal de Montano (2002). Porque fue allí, frente al mar, donde compuse el inicio de mi nuevo libro: “A finales del siglo XX, el joven Montano, que acababa de publicar su peligrosa novela sobre los escritores que renuncian a escribir…”
Había llegado a Tunquén con la sensación, tras la buena acogida a Bartleby y compañía (2000), de haber comenzado a ser leído en mi país, y alrededores. Sin embargo, como suele pasar con cualquier tipo de alegría, se camuflaba en ella un lado problemático: si quería ser coherente con lo que en el fondo había propuesto en el libro, convenía que renunciara a seguir escribiendo.
El dilema de Tunquén podía sintetizarse así: O me incorporaba al sonámbulo mundo de los “ágrafos trágicos”, o me desplazaba al territorio radicalmente opuesto, aquel en el que dominaba una pasión extrema por “vivir en literatura”, por pasarse al territorio de la angustia excesiva del espíritu por nada.
En aquella encrucijada se divisaban sólo dos caminos. O la inactividad, o la acción. Una encrucijada que tenía que serle bien familiar a Kafka, que escribió: “Dos posibilidades: hacerse infinitamente pequeño o serlo. Lo segundo es perfección, o sea, inactividad; lo primero inicio, o sea, acción”
Al día siguiente, resolví el dilema al optar por continuar la frase de aquel inicio de El mal de Montano. Empecé allí mismo a poner en marcha el que ha sido el ritmo de mis dudas y de la continuidad de mi escritura en estos veinte años últimos y me ha dejado ante las puertas de Montevideo (2022), novela hoy vista como un posible puente de unión entre dos continentes y sus culturas, tal como ya sucediera, dos décadas antes, con El mal de Montano.
Veinte años separan un libro del otro, pero mi impresión es que, a excepción del punto y aparte de algunas desviaciones y otros viajes mentales, las mezclas de pensamiento y ficción de mis novelas, desde el arranque en Tunquén de El mal de Montano, no se han alejado nunca demasiado del eje principal: la búsqueda de la naturaleza y sentido de la escritura. Una búsqueda que implicaba la elección de un camino que trataría de ir siempre hacia adelante y sin posible retorno. “No evoluciono, viajo”, escribió Pessoa, y así creo que ha venido sucediendo en mi caso desde entonces, desde que, escuchando el rumor guerrero del Pacífico, decidí que, puesto que la vida era un tejido continuo, una novela podía ser como un tapiz que se disparaba en muchas direcciones: material ficcional, autobiográfico, ensayístico.
Una máxima de Paul Valéry (“Los demás hacen libros, yo hago mi mente”) me empuja ahora a decir que los demás hacen libros y algunos de ellos son extraordinarios. No viene ahora al caso dar nombres de los que leo con entusiasmo, o con la mayor atención, pero sí pienso que debo decir que de la literatura contemporánea la corriente que más me interesa es la que no está muy segura de sí misma y a la vez maneja una prosa audaz, capaz de pensar sin la menor represión: una escritura de crítica cultural libre, que es intempestiva y disiente de su tiempo y huye del vocerío general.
Y bueno, es cierto que una mayor altura de miras en las prácticas literarias se echa cada vez más en falta en nuestros días, pero, aun así, quiero creer que aún estamos a tiempo de evitar que sigan perjudicando, de modo tan alarmante, la creación literaria del futuro.
foto: Paula de Parma y Brodsky junior (alias ‘el congelado’) en la casa de Tunquén de Paula Recart y Roberto Brodsky