Estoy, en mi cuarto habitual, donde me parece haber estado siempre. ¿Lo esencial? El optimismo, la alegría de estas primeras horas, el sol naciente, la casa, el balcón, los geranios, la música, el café, el trabajo, el quiebro al vacío y al tedio, el regreso diario al discurso propio. Todo es posible. Incluso que mañana, 18 de julio, vuelva a leer lo que estoy escribiendo ahora y note la ausencia de referencias al fatídico “Alzamiento nacional”. Pero es que prefiero correr el riesgo de quedarme sin tema para estas líneas que voy escribiendo, lo prefiero a acabar añadiéndome al tradicional zumbido que envuelve siempre un nuevo aniversario de la fecha. Además, no corro el menor riesgo de quedarme sin tema porque precisamente, en el doble fondo del tema ausente, siempre está de servicio de guardia la escritura.
Para mí, después de tantos años de recordar el “dichoso” día, ya basta, es suficiente. Puesto que no podemos cambiar de país, decía Joyce, cambiemos de conversación. Y también: “Pase lo que pase, lo correcto es largarse”.
Me iría, pero me quedo. De haberme marchado, sin duda no habría sido por ojeriza (que la tengo) al maldito día 18, sino porque hace tiempo que en este cuarto habitual descubrí que sólo la escritura me salvaría. Ya otro irlandés, John Banville, decía que la mejor forma de irse de Irlanda era quedarse.
Quiero creer que la escritura, que me sacó en su momento del pozo más oscuro que había visto hasta entonces, dispone de una perfecta munición para afrontar una semana como la que nos espera, semana de contexto pringado, enfangado, que amenaza con ser un plano secuencia que culmine con los saltos en un balcón de alguien embriagado con la inmoralidad de sus propias mentiras, un borracho de la moral.
Es una semana, hasta el domingo 23 que amenaza con parecerse al plano secuencia que abre Sed de Mal, donde Orson Welles logra que el espectador y la cámara crucen la frontera de Tijuana sabiendo que es inminente el estallido de una bomba que previamente Welles nos ha mostrado en el primer fotograma de la película.
Me relajo, me distraigo escuchando a Ray Orbison (Ooby Dooby), tratando de olvidarme también de cualquier posible susto o suceso inminente. Pero acaba de entrarme en el móvil un Whatsapp de alguien que, sin rodeos, me dice que la tumba de Robert Walser ocupa ahora un espacio más discreto, casi oculto, en el cementerio de Herisau. Es algo que me afecta, porque un día escribí que la tumba de Walser se hallaba en un lugar demasiado visible, justo a la entrada misma del camposanto, un sitio no acorde con su legendaria tendencia radical a estar en un rincón aparte, como puede leerse en su lápida: “Sigo mi camino/ que está a un paso más allá/ vuelvo a casa y, sin ruido, / aparte me quedo ya”
Me pregunto, para reírme, si no seré una agencia de noticias minúsculas relacionadas vagamente conmigo.
Y me animo y alegro de repente así, viéndome como una web de noticias literarias relacionadas con las transformaciones que viven algunas páginas que escribí en el siglo pasado. Pasa un rato y, como si quisieran confirmarme que soy una agencia de noticias minúsculas, alguien me envía un Whatsapp desde Nueva Inglaterra diciéndome que la estatua de una mujer con un panel de abejas vivas en la cabeza, la estatua que en la edición de Kassel 2012 formaba parte de la instalación de Pierre Huyghe, podía uno encontrársela ahora –once años sin saber de ella– en un patio del Moma, de Nueva York.
Después de todo, me he dicho, lo minúsculo remite al mismo Walser, que iluminaba lo pequeño, lo desatendido, y que dedicó una prosa bellísima a un humilde botón. Y también pertenece lo minúsculo al mundo secundario de las abejas vivas de Huyghe. Es mi mundo, me siento tentado a decir en voz alta, lo que podría haber hecho impunemente, porque estoy solo, en mi cuarto habitual, donde me parece haber estado siempre.
Pienso por unos segundos en aquellos que el domingo en la batalla no pensarán en mí y acabarán brincando en un balcón por la noche. Ooby Dooby, me digo. Y reitero mentalmente mi preferencia por el lado Walser, donde sé que puedo pasarme mucho rato pendiente de la inminencia de un suceso, consciente de que estoy donde mejor me encuentro. Mejor no puedo estar aquí, quizás porque escribo y porque me acuerdo de Roberto Bolaño en el veinte aniversario de su muerte, y lo veo en su estudio de Blanes, escribiendo con su hijo Lautaro en las rodillas, “escribiendo hasta que cae la noche / con un estruendo de los mil demonios. / Los demonios que han de llevarme al infierno, / pero escribiendo”