Cuando menos lo esperaba, me viene a la memoria el clima pacífico de una apartada aldea de montaña en la que transcurrieron los primeros años de Werner Herzog. Los únicos sonidos allí provenían de la naturaleza, de las herramientas manuales y de los materiales de las casas cuando crujían al variar la temperatura. Hasta los once años, estuvo sin radio, sin música, y sin saber que existía el cine. Pero con la literatura fue diferente, ha contado Herzog, porque en la aldea su madre “leía libros a sus hijos y a los hijos de los vecinos y, por lo tanto, los libros estuvieron desde el primer momento”
Como escritor, Herzog tiene una breve, pero intensa trayectoria de cuatro libros, que va desde el inolvidable Del caminar sobre hielo hasta su muy reciente novela El crepúsculo del mundo, publicada ya entre nosotros, con traducción de Marina Bornas. De hecho, Werner Herzog –como sucede con otro genio, Gonzalo Suárez, que acaba de publicar los prodigiosos relatos de El cementerio azul– es tan buen escritor como director de cine, aunque la ley de la jungla les reconoce más por sus películas. Nada que pueda parecernos extraño en un mundo en el que se impone lo visual, pero también nada que pueda afectar a Herzog, que siempre ha dicho que su prosa sobrevivirá a sus películas, por lo que automáticamente uno piensa: también esto podría pasarle a Gonzalo Suárez.
Pero por ahora, en el despótico reino del Ojo, las sobredosis de imágenes siguen creando, en la actividad lectora, un vacío del que la reflexión, el pensamiento, se resienten, por no decir que se eclipsan. Afortunadamente, cruza por El crepúsculo del mundo un ritmo antiguo de pensamiento, un aire fresco de aldea alta que convierte a los ríos de la Realidad y de la Ficción en una audaz corriente de un solo caudal.
El crepúsculo del mundo se ocupa de la vida de Hiroo Onoda, el soldado japonés que, años después de acabada la Segunda Guerra Mundial, seguía creyendo que ésta proseguía y, cual Robinson moderno, fue construyendo su vida ficticia en la jungla de una isla filipina; la construía, como un novelista paranoico, es decir, a base de convencerse de que desbarataba todas las artimañas que urdía en la jungla un nutrido grupo de adversarios.
Y ni qué decir tiene que Herzog, entrando sutilmente en la historia real y a la vez ficticia de Onoda, acaba hablando del mundo de ahora y disolviendo las fronteras entre lo verdadero y lo inventado, lo que debería hacer que nos preguntáramos, sea cual sea el contexto cultural y el país donde uno viva, si no estaremos todos evolucionando, en diferentes grados, hacia una noción del mundo como simulacro.
¿Y no explicaría tal evolución que la historia real de Onoda comunique con la ficción que Herzog inventara en 1968 para su primer film, Signos de vida? Ahí, un joven soldado alemán, durante la Segunda Guerra Mundial, enloquece en una isla griega ante la absoluta inutilidad de su misión de guerra, ante la absurdidad de todas las guerras, y acaba divisando cientos de molinos de viento que sólo su quijotesca sombra puede ver.