(Vila-Matas)
La primera vez que volé sola fue en un vuelo transatlántico. Tenía 15 años y viajaba a Estados Unidos, donde iba a pasar un mes como monitora en prácticas de un campamento de verano. Todo estaba planificado: aterrizaría en JFK, y ahí me recogía un taxi que me acompañaría hasta mi destino. Durante el vuelo había estado practicando mi inglés con la pareja de al lado, un matrimonio de Boston que me hizo partícipe de sus juegos de cartas y anécdotas de verano. Como no dominaba del todo el idioma, no entendí bien qué estaba pasando cuando empezamos a descender varias horas antes de lo previsto. Pegada a la ventana, el paisaje que veía no se parecía en nada al horizonte urbano de rascacielos neoyorquinos —de hecho, solo atisbaba una enorme llanura verde—. La pareja me explicó que estábamos haciendo un aterrizaje de emergencia por falta de combustible. Cuando el avión tocó tierra llamé a mi madre, que me contestó sobresaltada desde la madrugada española. Le confirmé que estaba en una base militar no identificada, pero todo iba bien, había hecho amigos.
No hay nada más democrático que un avión, donde los pasajeros van comprimidos, obligados a compartir durante horas espacio vital con desconocidos. Pero cuando hay una emergencia todas esas personas ajenas se convierten en compañeros de batalla, en tu comunidad, al menos durante el tiempo que duran la crisis y la incertidumbre. Recuerdo perfectamente a esa pareja de Boston, el cartel bajo el que me tocó esperar (Menores no acompañados). Los aviones y los aeropuertos tienen algo de limbo: al cabo de unas horas es fácil sentirse como Tom Hanks en La terminal, sin casa ni rumbo fijo. Enrique Vila-Matas tiene una reflexión maravillosa sobre los vuelos. “¿Cuándo comienza algo? Si voy de viaje, en el momento de salir el avión, siempre se pone para mí en marcha una trama. Pero ¿en qué momento realmente empezó esa trama, esa historia? ¿Fue al facturar la maleta, o bien cuando paré un taxi para ir al aeropuerto, o cuando la azafata se negó a darme más de un periódico, o cuando, diez años antes, comencé a soñar en ese viaje, o bien cuando me dormí durante el vuelo y soñé que volábamos sobre las convulsiones azules de unos acantilados en el Pacífico?”. La pregunta no es dónde viajas, sino cuándo empieza el viaje.
Hace poco volví a embarcar en un vuelo Nueva York-Barcelona. Me estaba empezando a hacer efecto la pastilla que me había tomado para cruzar el Atlántico de noche cuando el piloto emitió un anuncio. “A causa de un problema con las mascarillas de oxígeno, estamos dando la vuelta”. Por un momento pensé que estaba soñando, un delirio febril fruto del cansancio acumulado. Adormilada, le pregunté a un miembro de la tripulación qué estaba pasando, y me confirmó que no podían decirnos cuándo íbamos a volar ni dónde pasaríamos la noche. En las casi 24 horas que siguieron hasta que despegamos, volví a sentir esa extraña sensación de colectividad. Pienso en el jugador de tenis que se encargó de que todo el mundo tuviera habitación en el hotel de carretera en el que nos instalaron, y en la periodista y música que se acercó a hablarme cuando anunciaron que volvíamos, y que acabó siendo compañera y confidente en conversaciones sobre la vida durante horas. Pienso en los aviones y los aeropuertos, esos espacios suspendidos en el tiempo donde todo puede pasar, y en la canción de Andrés Calamaro que dice “sé que te quiero y que me esperan más aeropuertos”. Y sé también que siempre se vuelve a despegar y aterrizar.