El vecino me adelanta para quitarme el ascensor y, a modo de disculpa o chufla, me dice que, ahí donde lo veo, lleva en realidad confinado veinte años y por tanto está muy adaptado al horror. Me quedo esperando el siguiente turno y como venganza imagino que me ha confesado que los viajes que no realiza le parecen cada día más una categoría mental, una forma de perderse en paisajes de la memoria antes de quedarse dormido. Con esto, sitúo impunemente en el mismo plano sus viajes imaginarios y su no solicitada confesión de dos décadas de confinamiento. Y lo hago en parte influenciado por una página del atractivo nuevo ensayo de Cristian Crusat, La huida biográfica (Pre-Textos) en el que se nos recuerda que una vida no contiene únicamente lo que hacemos, sino que está también integrada por lo que no llegamos a hacer, por lo que soñamos un día que haríamos. Es el caso, pienso ahora, del ciudadano Steiner, para quien su biografía y los viajes que le quedaron por hacer (“Ayers Rock en Australia y la ciudad de Petra, que se han vuelto difíciles a mi edad”) podían situarse, al final de sus días, en el mismo plano, y de ahí que sus memorias llevaran el muy atinado título de Errata, pues en conjunto su vida contenía ya una notable serie de proyectos perdidos que formaban parte también de ella.
Una página no sólo incluye lo que dice, y la prueba está en que sigo ahora mismo anclado en la de Crusat, atrapado por la analogía que en ella se establece entre la sospecha de que nuestras vidas contienen lo que nunca llegamos a hacer y aquello que afirmaba Antonio Tabucchi de que un libro –al igual que una página– no sólo incluye lo que dice, sino también aquello que los lectores buscan en su lectura.
Lo que los lectores acababan encontrando en sus libros siempre le deslumbró a Tabucchi. Creo haber vivido yo también esa experiencia: la repentina impresión de que la lectura es una actividad más noble que la escritura. Que haya lectores que busquen y lleguen a encontrar en lo que escribo algo que nunca había sospechado me recuerda a veces que el lector más inteligente de mis libros fue un amigo muy intransigente que se pasó años reprochándome todo lo que yo escribía. Hasta que un día en plena calle, para mi sorpresa, me cerró el paso para mirarme muy de frente y decirme que la página 343 de mi último libro le había dejado huella. Dijo exactamente eso, y hasta lo repitió: me ha dejado huella. No me lo podía ni creer y fui corriendo de inmediato a casa para revisar aquella página y enseguida comprobé que cuantas más veces me empeñaba en leerla con la mente de mi amigo superior, más veces fracasaba en el intento de captar qué había podido impresionarle de ella. No me quedó otro remedio que abandonar la vana tarea de intentar que mi cerebro suplantara al suyo. Pero desde entonces siempre se mueve algo en mí cuando alguien por ahí insinúa que una página o un libro no sólo incluyen lo que dicen, sino que pueden ser la proyección de los deseos de ciertos lectores, incluido –me digo enseguida– los del más agudo, los del más sabio.