“A veces, cuando la jornada es triste, me la cuento a mí misma imitando la voz y el acento de Werner Herzog, y todo va mejor”. Esto lo escribía el otro día Jakuta Alikavazovic, y me pareció un buen hallazgo. Porque la voz de Herzog siempre parece darle un mayor interés a las historias, no hay duda. Es una de las características de sus films tan únicos, del mismo modo que en ellos jamás la naturaleza es algo artificial. Esto último explicaría la pregunta que en 1985 en París me hizo –estupefacto, literalmente traspuesto– un amigo catalán al que llevé a ver la entonces insólita Aguirre, la cólera de Dios: “¿Quién te recomendó que viajáramos a la selva?”
Por aquellos días me compré un libro de Herzog, Del caminar sobre hielo, sólo porque tenía un arranque arrebatador, memorable: “Me dijeron que Lotte Eisner estaba enferma en París y que sin duda iba a morir…”. Se contaba allí el viaje de treinta días a pie que él llevó a cabo de Múnich a París, convencido de que mientras estuviera de camino, su amiga Lotte sobreviviría.
¿Y sobrevivió? A todos nos impresionó que hubiera resistido diez años más, como que aquel libro lo documentara todo: bosques, tormentas, brumas extremas, aldeas sin una sola alma, enigmas de la vida profunda, reflexiones sobre la soledad. Estos días, por cierto, Pablo Maqueda lo ha convertido en un film, Dear Werner, que conecta con la obra cinematográfica de Herzog, rey de todos los laberintos y las selvas y del que se ocupó en julio de este año, en estas mismas páginas, Elsa Fernández-Santos: “autodidacta que no se considera artista sino soldado, un explorador del alma humana (y por lo tanto de la naturaleza y sus paisajes) con una filmografía que lleva décadas enrolada en descifrar los enigmas de la representación y la verdad”
A tales exploraciones se ha añadido recientemente el documental Encuentro con Gorbachov, en codirección con André Singer. No es la mejor obra del genio alemán, pero no carece de interés, porque Mijaíl Gorbachov, el hombre que sin proponérselo cambió el mundo, no desentona al lado de los grandes personajes de la filmografía de Herzog. Gorbachov se muestra ahí como un viejo honesto, inteligente, vulnerable y humano, demasiado humano, que recurre a un poema de Lermontov (tan admirado por Nabokov) para definir su estado de ánimo: “Salgo solo al camino; / en la bruma brilla el sendero pedregoso…”. Cuando recita ese poema, tenemos la impresión de que está contándole a Herzog, casi imitándole la voz y el acento, su soledad al final de su vida. Y en su voz trágica resuenan la profundidad, la poesía, el sentido del espacio, la belleza de las brumas extremas, las tormentas de la grandiosa Rusia a la que encarna a las mil maravillas. Herzog le pregunta entonces qué desearía leer en su lápida. Largo silencio. “Lo intentamos”, responde Gorbachov finalmente. ¿Y qué es lo que se intentó? Pues, señores, algo bien razonable: que Rusia fuera un aliado más natural para Occidente que otras potencias y se uniera al proyecto de la casa común europea.