ESE FAMOSO ABISMO (fragmento)

gjAM. – ¿Seguiste el debate entre Franzen y Ben Marcus? Al final, la posición adoptada por Franzen apostando por la facilidad es la de aquellos que -y utilizo tus propias palabras- “trabajan en sintonía con el capitalismo y no ignoran que uno no es nada si no vende, o si su nombre no es conocido”

V-M -Lo desconozco todo sobre ese debate, pero ya me imagino de qué discutían. Vender o no vender. Pero muchas veces he pensado que éste es un falso dilema, porque, salvo unos cuantos best-sellers, en realidad casi nadie vende nada. Y entonces me digo: si nadie vende nada, ¿qué sentido tiene que escribamos con un criterio comercial? Yo sobre todo hoy en día, cuando más crudo se ha puesto todo, opino que, puestos a vender poco, lo mejor es que escribamos con toda libertad todo lo que no nos atreveríamos nunca a escribir.

AM:- Decías antes que Bartleby parece haber sido escrito para que lo leyera Kafka. Esto me hace pensar en el texto de Borges, Kafka y sus precursores, pues creo que algo así haces tú cuando estableces relaciones entre autores y obras más allá de cualquier marco temporal o de cualquier tradición literaria.

V-M: -Es probable que las cosas vayan por ahí. De hecho, cuando apareció Dietario voluble, Christopher Domínguez Michael señaló que el lugar que mi obra ocupaba en la narrativa del momento se debía, en no poca medida, a mi presencia como el postulante de un canon, es decir, a mi trabajo de crítico literario ejercido a través de mis narraciones, de mis ficciones. ¿Te dije alguna vez que para mí, mientras la literatura es para algunos críticos un campo de experimentación para ciertas hipótesis que son previas, la crítica ejercida por los escritores tiende a ser al revés, es decir, toma la literatura como un laboratorio para, a partir de ella, entender lo real, para extraer hipótesis sobre el funcionamiento de la literatura? Según Christopher, di “orden y concierto a una literatura que ya estaba en las librerías, como lo estaban, en 1940, los libros de Wells y de Chesterton que reseñaba Borges”, y además divulgué a Kafka (en concreto el escritor privado cuyas cartas leían las desdichadas Felice y Milena), le di mantenimiento a los clásicos de Borges (a Melville, a Stevenson, a Schwob), me adentré en el mundo de Robert Walser para convertirlo, gracias a Doctor Pasavento, en un santo laico, y estudié a fondo tanto el mundo de Georges Perec (al que he doblado, duplicado) como el universo de Fernando Pessoa (¿o acaso mi trabajo con las citas no exige muchos heterónimos?) y el de tantos otros.

AM:-Volviendo a ese negativo de la escritura y recordando tu frase, el “fracaso lo conocen todos los escritores serios”, diría que los autores de esta genealogía que has creado, empezando por Kafka y por Walser y siguiendo por Beckett, podrían inscribirse dentro de una poética del fracaso.

V-M: George Steiner solía decir que cuando estaba cara a cara con alguien se preguntaba por las experiencias que había tenido esa persona y cuál había sido su victoria, o su gran derrota. Victoria y gran derrota ahí se equiparan y, recordando sus palabras, he planeado a veces escribir un libro en el que, a través de una ficción sobre la continuidad del fracaso en los escritores serios, me ocuparía de las más grandes y más dignas derrotas de la literatura contemporánea. Sería un libro que tendría algo de sucesión de momentos de grandes derrotados y se iniciaría, por ejemplo, con un estrecho seguimiento de los movimientos de Herman Melville en uno de los penosos viajes diarios que a partir de 1866, estuvo haciendo cada mañana, indefectiblemente, en un tranvía tirado por caballos que recorría Broadway en dirección sur, camino de las oficinas aduaneras de Battery, donde le daban cuatro dólares al día por su trabajo de funcionario.

AM:-En este libro, debería aparecer Gombrowicz entonces.

V-M: Ah, sí, por supuesto. Aparecería Gombrowicz en su momento más bajo no mucho después de haber llegado a la Argentina: sin un centavo, desanimado, trabajando en un banco, caminando por las calles del Bajo, jugando en cafés de mala muerte partidas de ajedrez para ganarse la vida. Witold Gombrowicz, el noble polaco que acabó convirtiéndose en el escritor más argentino de todos. Bueno, en realidad, a día de hoy, el más argentino de todos sigue siendo Macedonio Fernández, que comenzó a escribir Museo de la novela de la Eterna en 1904 (una especie de Tristram Shandy rioplatense) y la prolongó hasta su muerte, durante casi cincuenta años. Para este genio la novela perfecta era la nunca concluida, la obra siempre en realización; no concebía la obra como orden cerrado y sólo escribía para lectores que no buscaran desenlaces.

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