Decidí a medianoche apostarme en una esquina del barrio y, de entre lo que alcanzara a ver allí a lo largo de cinco minutos exactos, ni uno más y ni uno menos, elegir lo más insignificante, o lo contrario. ¿Experimento oulipiano? ¿Homenaje al Perec de la Place Saint-Sulpice? Tal vez solo un intento de centrar mi atención en una esquina sin nombre y sin historia. Estuve plantado en ella más de cuatro minutos sin que ocurriera nada y, por no pasar, no pasó por allí ni un ser humano, hasta que en los últimos segundos dobló la esquina un tipo de mediana estatura, con sombrero y gabardina, que de pronto se detuvo para atarse los cordones de su zapato izquierdo.
Retuve la imagen del desatado zapato y, mientras regresaba a casa, no podía dejar de pensar en la mañana de verano en la que Ernst Jünger, siendo un niño, despertó con unas ganas inmensas de ir al bosque. Era muy temprano, aún no habían traído el pan y el silencio reinaba en toda la casa paterna. No había inconvenientes para escapar. Pero tenía un problema: aunque sabía ponerse las botas, no sabía hacer la lazada. “Pero querer es poder y todavía me acuerdo de la alegría que me entró cuando logré hacer la maniobra”, explicaba el longevo Jünger en Bilbao cien años después, orgulloso de no haberse contentado aquel día con hacer un nudo y haber preferido la lazada, algo que más adelante le había llevado a comprender que para escribir había que saber trenzar lazadas.
Lo que son las cosas: a Giorgio Manganelli, en cambio, ser un inepto para las lazadas le llevó directo a la escritura. ¡Manganelli! Me divertí una barbaridad el año pasado con él y con su restrictivo ejercicio o brevísima Vida de Samuel Johnson, publicada por Gatopardo. Fue un narrador de genio, hoy un tanto olvidado, quizás porque pertenece a la época en la que todavía se valoraba en el arte lo verdaderamente difícil, el libro excelente detrás del que había un intenso trabajo.
Para Manganelli fue decisiva su incapacidad para anudarse los zapatos: “No sabía atármelos. Ahora bien: no solo no es imposible, sino del todo razonable, suponer que en aquel entonces nació lo que por pura diversión podría llamar la vocación del escritor […] ¿No sé atarme los cordones de los zapatos? Bien, escribiré libros”.
Jünger y Manganelli y la sombra de la medianoche me transportaron hasta George Steiner y la reveladora frase que cerró la “entrevista póstuma” que le hiciera su amigo Nuccio Ordine: “Uno de los logros más bellos de mi existencia fue cuando conseguí atarme los zapatos por primera vez con la mano impedida”. Creo que con esas palabras Steiner elevó a la máxima potencia la máxima de Spinoza que, a modo de consigna, su padre le había repetido en la infancia tantas veces: “Todo lo excelso es tan difícil como raro”. Frase que, por lo demás, me recuerda siempre a esa explosión de alegría que Steiner decía que solo se puede alcanzar cuando no te lo han puesto nada fácil, pero has vencido un buen número de dificultades: “Porque entonces, cuando llega el éxito, este es una risotada de alegría”.