[MARC CAELLAS Domingo 1 de marzo 2020]: Decidimos empezar delante de un supermercado, el Bolu, en previsión de que el frío hiciera incómodo estar de pie en la calle un rato mientras esperábamos a Robert llegar, y tuviéramos la alternativa de entrar dentro del local y esperarlo calentitos y atentos y receptivos para cuando empezara a saludarnos uno a uno, mirada fija, ingenua y sincera, a los ojos, establecida desde el minuto uno la relación unipersonal con cada espectador. Que quede claro que los espectadores no forman parte de una asamblea sino que son personas, individuos que se relacionan directamente con el personaje y con el escenario que se enmarca allá donde pone la mirada él. Tras esta escena inicial asistimos al estrépito que emanaba de la bocina de un coche de bomberos y cruzamos la calle. Giramos a la derecha y nos adentramos a la plaza Hohenstaufenplatz para encontrarnos inmediatamente con unos señores mayores polacos jugando a la petanca. Dobra, dobra. Nos detuvimos a observar como lanzaban las bolas, dos cada uno. Dobra, dobra. Tras el segundo lanzamiento salían corriendo tras la bola como conejos enfebrecidos. Dobra, dobra. Me di cuenta entonces de la belleza de las plazas y parques berlineses, donde se evita al máximo delimitar las zonas para cada actividad ¡No hace falta construir pistas de petanca! Es mucho más lindo ver a los jugadores adaptarse, como siempre se ha hecho, a la rugosidad del suelo. No necesitas montar el Camp Nou de la petanca en cada plaza. Robert divisó una librería, la Bartleby&Co ni más ni menos, y hacia allá encaminó sus pasos. Al requerimiento walseriano sobre cuál era el libro más leído y ponderado del año, la joven librera respondió sacando de la estantería un ejemplar de Porno para mujeres, de Erika Lust, una respuesta muy berlinesa. Por algo acá se inventó el festival Xplore, que es una suerte de Sónar del sexo en todas sus múltiples variantes. Otra vez en la plaza Robert divisó a un turco que lo miraba de lejos, bajo un árbol, al lado de su bien surtida bicicleta. Fueron unos segundos de tensión, casi de spagetti western germano, género aún no inventado pero, visto lo de hoy, con posibilidades. Todo acabó con un leve saludo sombreril y a seguir la ruta hasta el Zaza café, repleto a esta hora de madres, dilentantes o madres diletantes, y hasta de un grupo de brasileños muy atentos a lo que Robert le tenía que decir a esta supuesta ex actriz que se encuentra cada tarde que pasea en Berlín en la misma mesa del mismo bar. No diremos nada del WOMA, la Window of the Modern Art, porque preferimos destacar al gato que se exhibía como la obra arte de es, tan aristocráticamente distante como solo un gato berlinés puede aparentar ser a las 5 de la tarde de un viernes tan poco invernal como éste. Al llegar a la esquina por poco no colisionamos con un rebaño de ovejas de raza turista que avanzaban en pelotón tras un pastor poco memorable. A media cuadra un perro bien peludo llamó nuestra atención, una leve distracción antes de entrar a un sórdido casino en el que cinco tragaperras ocupaban un considerable espacio ludópata decorado con un estilo de difícil encaje en alguna de las corrientes estéticas que se han sucedido en esta ciudad a lo largo de los siglos. Un jugador jugaba a dos máquinas a la vez bajo el ojo avizor de una muy seria Frau que, protegida tras un cristal a prueba de escupitajos, observaba atónita el devenir de nuestro grupo. Cruzamos la avenida y, tras comprobar el estado del calzado de cada uno de los paseantes, nos dirigimos a la galería SOMOS, situada en un primer piso con vistas. Una muestra incomprensible de un artista japonés no dejó huella en nuestra alma, al contrario que la voz de la joven Sara, la futura gran cantante en persona de Barcelona, Berlín o Sabadell. Consiguió callar a un ruidoso grupo de españoles y los puso a todos a seguir el ritmo chascando los dedos. Con gran pesar, por abandonar a la cantante, seguimos paseando y atravesamos el mercado turco para desembocar en un entrañable puente encima del río donde Robert aprovechó para tomarse una foto en el Photomatón. Luego lo habitual, una peluquería con un cartel horroroso, un parque interior silencioso y la visita a un instituto monetario para hacer esas preguntas que sólo se hacen en un susurro. La casita preciosa seguía en su sitio, a pocos metros de la sucia y desordenada galería comercial turca donde terminó este primer paseo berlinés.
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