Yo nací en un lugar agreste de la alta montaña, y presumo que fui engendrado en un hotel de Maracaibo. Nunca supe el nombre del hotel, pero puedo imaginar la disposición y el ambiente que se respiraba en la bendita habitación donde mi padre, don Felipe, un señor del páramo de cincuenta y tres años y mi madre, Rosa Montilla, una bella muchacha de dieciséis se abrazaron una sofocante noche de mediados de junio del 46. ¿Qué hacían Rosa y Felipe, aquella pareja peculiar, tan lejos del caserón familiar? Ya verán: se trata de una historieta muy curiosa que me dispongo a recrear en esta crónica familiar sesenta y pico años después.
Mis padres se habían casado en un pueblo de las montañas de Trujillo, en una ceremonia muy rumbosa, dos años atrás. Vivían felices y comían perdices, y se amaban con intensidad. Sin embargo, de aquella unión casi incestuosa no se veía ningún signo que indicara el pronto advenimiento de un heredero, y el patriarca comenzaba a preocuparse. Felipe tenía varios hijos, algunos mayores que su mujer. El inconveniente al parecer residía en su joven esposa. ¿Se habría casado con una muchacha estéril o acaso la extremada juventud de su amada le impedía concebir?
Por esos días estuvo de visita en casa de mis futuros padres un hermano de don Felipe que se había ido a vivir a Lagunillas, cerca del lago de Maracaibo, tras la quimera del oro negro. Mi padre le contó la tribulación y Humberto, que así se llamaba mi tío, le aconsejó a su hermano que viajara con su muchacha hasta una aldea perdida en la costa oriental del lago. Allí, dijo, vivía un brujo muy afamado, que curaba cualquier dolencia. Él le recetará a tu Rosa una pócima para la fertilidad. Mi abuela materna se opuso a que su niña fuera tratada —o manoseada— por algún individuo ardiloso capaz de hacerle daño. Al fin se impuso la opinión de Felipe; nada perdemos con probar, dijo, además señora Lorenza, no se preocupe por Rosita que yo la cuidaré bien. Felipe le mostró a su suegra el revólver calibre 38 que siempre llevaba consigo, y ante aquel argumento mi abuela se calmó.
Felipe y Rosa pasaron unos días en Lagunillas a fin de que la joven esposa del señor de la montaña se aclimatara en aquel clima infernal. La travesía hasta los predios del brujo fue larga y bochornosa. El periplo por el lago, en una lancha fuera de borda, se grabó en la memoria de mi madre como si se tratara de una carrera de obstáculos. La estela espumosa dibujada en la superficie del agua le recordaba su velo de novia, y los rostros de los pasajeros, entre los que destacaba el cetrino y cenizoso de una mujer, se le aparecerían con frecuencia insidiosa en sus pesadillas del futuro. También tuvo mareos, y la sensación de que algo siniestro la aguardaba al llegar a la orilla. Una vez en tierra y luego de una larga espera, el brujo los invitó a pasar a un aposento estrecho, lleno de cachivaches, y allí a la luz que se filtraba a través de una mampara amarillenta le hizo unas cuantas preguntas a mi madre, ninguna capaz de ruborizarla. Mi padre, sentado en una silleta, miraba de reojo al curandero, un individuo enjuto y bajito de rasgos achinados y bigote a lo Fu Manchú, al tiempo que palpaba la cacha de su revólver y pensaba que el león no era tan fiero como lo pintaban. Acabado el interrogatorio, el curandero le dijo a Rosa que necesitaba examinar sus “aguas” y le señaló una bacinilla de peltre, muy blanca aunque un poco desportillada, ubicada en un rincón. Con un gesto le indicó a mi padre que debería salir, y don Felipe, levantándose con la parsimonia que lo caracterizaba le dijo: «con mucho gusto, después de usted». Afuera atardecía, y mi padre y el brujo compartieron un cigarrillo. Antes de volver al aposento el brujo se acercó a mi padre y le dijo algo al oído. Un secreto, supongo. Nunca sabré qué rara fórmula estaba contenida en aquel susurro vespertino, pero lo cierto fue que mi padre sonrió. Lo que sucedió después pertenece al campo de lo previsible y no amerita una descripción detallada. El curandero vació los orines de Rosa en un frasco de vidrio y los observó al trasluz. Escribió su receta. Don Felipe pagó un estipendio voluntario y generoso. A las diez y media de la noche la lancha atracó en el puerto de Maracaibo, y la pareja se encaminó rumbo al hotel.
No sé por qué en la escena que me apresto a narrar veo a mi madre sentada en la esquina de una cama. Lleva un vestido verde de flores rojas que se empeña en alisar. Con el dorso de su mano repasa una y otra vez un pliegue invisible del vestido, a la altura de su muslo izquierdo. Y también fuma. Es éste uno de los hábitos que conservará durante toda su vida. Mi madre fuma y espera. En voz muy baja tararea una canción. Tenía vocación de cantante o de comediante, de ella heredé cierto histrionismo que a menudo se convierte en ironía y humor negro. Rosita está exhausta por lo que le ha parecido un viaje al fin del mundo y se pregunta cómo será eso de tener un hijo. Todavía juega con muñecas; Felipe se las trae, muy bonitas, de trapo o porcelana, de sus continuos viajes a una ciudad lejana llamada Mérida. Pero un bebé será algo mucho más delicado, piensa. La idea la desconcierta y siente ganas de llorar, se contiene pues Felipe está a punto de llegar. Salió a buscar cigarrillos al bar del hotel. Se palpa el cuello y siente el sudor como un rocío cálido y perfumado. Arriba el ventilador gira con lentitud exasperante. Más que refrescar el aire lo enrarece. Lanza bocanadas calientes como si en algún lugar se abriera la puerta de un horno. Las aspas, tan parecidas a la hélice de un helicóptero, producen un ruido líquido que penetra los dientes y hace vibrar la piel.
¿Un helicóptero? ¿Qué demonios hace un helicóptero en este relato prenatal? ¿De dónde proviene mi fascinación por esos artefactos semejantes a una máquina de escribir provista de alas? Los veo en sueños, aparecen en mis relatos, en alguno de ellos he sobrevolado las selvas feraces de Caparo. Y en una ensoñación post mortem escucho al último, el postrero, que zumba como un tábano sobre las montañas del Guirigay. Ahí viajan mis cenizas dentro de un frasco de mayonesa, que alguien muy cercano a mi corazón arrojará al viento de los páramos cumpliendo mi voluntad.
Pero el helicóptero tendrá que aguardar, el pasajero hecho cenizas aún no ha nacido. Apenas si será concebido esta noche en un hotel de Maracaibo. La tentación de describir con pelos y señales la escena memorable de mi concepción zumba sobre mi cabeza de narrador como un zancudo fastidioso y tenaz. Don Felipe, un hombrón atlético de piel aceitunada, desnudo, sudando como un caballo, inclinado sobre su muchacha. Mi rosita, mi flor. Y mi madre, con esa piel suya tersa y delicada, capaz de producir escalofríos, abierta como una flor. Comprendo que se trata de un acto íntimo, particular, y me alejo en puntas de pie. Apago la luz.
Mi madre se despierta en la alta madrugada, a esa hora que llaman del lobo. Un haz de luz tenue se cuela desde la puerta entreabierta que da a una pequeña terraza e ilumina el rostro del señor Felipe: radiante de felicidad, tan parecido a un bebé satisfecho. Rosita se desliza con movimientos de culebra para no despertar a su marido, busca a tientas los cigarrillos y camina como sonámbula hasta la terraza. Sentada en una mecedora de ratán contempla la noche de Maracaibo, ese resplandor de cuchillos en el horizonte, estrellas y luceros arracimados en el cielo de un azul desvaído, el aire cargado de salitre. Fuma y espera. Se palpa el vientre, qué ingenua soy, y retira la mano, espantada, como si desde el interior de sus entrañas hubiera brotado un repentino temblor, el eco del grito de un ser recién llegado del espacio sideral. ¡Qué ingenuo soy!
Aquella noche en Maracaibo, mi primera noche en este planeta hostil, acompañé a mi madre en la terraza de un hotel. Y desde mi refugio inexpugnable, en la frontera del no-ser, escuchaba fascinado el zumbido del ventilador colgado del techo, escuchaba el zumbido de un helicóptero sobre las montañas del Guirigay.
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