De los museos –que tantas veces atravieso corriendo como en Bande à Part, de Godard– lo que más me interesó siempre fueron los retratos pintados. Hay en ellos una escenificación mínima, muy codificada, en la que al pintor le queda muy poco margen, y aún así, si hay un gran artista al otro lado, una y otra vez consigue que se produzca en el cuadro ese gran milagro de la presencia real. Es, sin ir más lejos lo que sucede, por ejemplo, con los espectrales retratos de Manet.
A veces, esa presencia real no se asoma al mundo desde una pintura, ni desde la vida corriente, y nos encontramos entonces con “apariciones fantasmales”, de las que sabe mucho Dominique Gonzalez-Foerster, que en las dos últimas décadas ha trabajado con pasión en ellas, encarnándolas en los más diversos escenarios. DGF (Dominique Gonzalez-Foerster) ha sido Fitzcarraldo, Lola Montez, Edgar Allan Poe, Marlene Dietrich, Franz Kafka… No descarto que su gusto por esas “súbitas” apariciones provenga de la instalación que en 2001 tituló Petite. En esa obra, una niña, en un cuarto acristalado, veía cómo aparecía y desaparecía en la pared una figura que invadía y transformaba el espacio. DGF cuenta que, cuando tenía la edad de la niña de Petite, pasaba mucho tiempo entre el espacio construido y el espacio pensado o imaginado. Le pregunté hace poco cómo veía Petite ahora y me dijo que en la actualidad esa obra no tenía únicamente el significado de un regreso a aquel estado infantil, sino que era también la rememoración de aquella pionera primera “aparición” suya, que había tenido lugar en Yokohama, en Japón, en un país con tantos fantasmas y tantos espacios cerrados, todos siempre muy inspiradores.
“Y, claro, ese sobrecogimiento, ese efecto de una presencia humana brutal mezclada con el colmo del arte que me aporta el retrato pintado, he querido utilizarlo en literatura. Querría evocar hombres con ese efecto casi alucinatorio que es la fuerza de los grandes retratos. Lo que busco es un arte de la evocación, un arte de la aparición. Al igual que lo que intenta un pintor, lo que quiero conseguir que aparezca es una imagen, una imagen de mujer o de hombre. Un arte de la aparición. No hay nada más sencillo; pero qué difícil me parece llegar a poder decir como Da Vinci dijo un día: Señores, hice una imagen de mujer realmente maravillosa” (Pierre Michon)
La autenticidad procede de ser fiel a una sola cosa: la ambigüedad de la experiencia. La extrema fidelidad que muestra Gerard Richter a la ambigüedad de la experiencia es la que convierte I.G., su retrato pintado, en una obra maestra. No me resulta fácil ver a ese cuadro de otra forma. Y tanto es así que creo que si se diera un día la circunstancia de que alguien quisiera reconstruir en su memoria la exposición Cabinet d´amateur, haría bien en situar dónde le viniera en gana las seis obras que a principios de 2019 reuní para los cien metros cuadrados de la Whitechapel, siempre y cuando el punto de partida del recorrido del visitante, la puerta de entrada al Cabinet, fuera el óleo de Richter, una especie de gran reverso del retrato de una mujer. De hecho, I.G. ya fue en todo momento, en los meses en que en Londres se pudo ver el Cabinet d’amateur, el secreto eje de pivote (king pin) alrededor del cual orbitó toda la exposición, compuesta por obras que, en los dominios internos de mis particulares asociaciones, estaban todas conectadas con mi biografía literaria. (…)