Repentinamente Jaeggy

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Quizás no sea una casualidad que veamos algo en un momento concreto.

Ayer de pronto sentí, misteriosamente, que tenía que desviar la mirada hacia una presencia gélida, apenas visible, como si no quisiera ser captada. Desvié la mirada, y allí estaba, como si ya lo supiera yo, allí estaba la Señorita Ocasión, la que tiene alas en los pies y pasa veloz y dice en italiano “Io sono l´Occasione”, la que pasa ágil y sin tocar tierra, la que pasa por ahí, pasa para todos los mortales, y cada uno de ellos, sin excepción, la ve en un solo momento en concreto, un momento en la vida.

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Los rumores dicen que, si la Ocasión se junta con alguien, no está segura de ser ella quien habla. Por eso, en las entrevistas escasas que concede, todo se enrarece. Aunque a la vez todo en ellas se vuelve extraordinario. Ver la entrevista con Andrés Barba, con las arañas como tema central.

Los rumores aseguran que cuando, por ejemplo, soñó que flotaba en un torbellino del Infierno de Dante, fue una de las más grandes alegrías de su vida.

Observo ahora que, para hablar del enigma de la súbita aparición de ayer, he utilizado el comodín “de pronto” que parece que fuera un adverbio pensado para los perezosos, porque remite a la casualidad y evita tener que explicar los sucesos y recuerdos personales que antecedierona la aparición en realidad nada casual, de la Señorita Ocasión, llamadla Jaeggy. Son sucesos y recuerdos que normalmente se consideran “inaccesibles”, por lo que renunciamos a investigar de cuáles puede tratarse, salvo, como es mi caso esta tarde, queramos coincidid con la misma Jaeggy, para la que “lo interesante es topar con dificultades, porque el placer de escribir está en resolverlas”

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Me han preguntado muchas veces cómo distinguía a los escritores verdaderos de los otros. Simplemente son libres, suelo decir, hacen lo que quieren, no les preocupa nada lo que puedan comentar los imbéciles de todo cuanto ellos llevan a cabo. Porque, a fin de cuentas, imbéciles los hay en todos los círculos, y solo se trata de oír lo que dicen y entenderlos y luego crearse un mundo en el que los idiotas no entren. El punto de vista diferente, que en muchas ocasiones habita en los escritores verdaderos va siempre más allá de lo razonable y viene cubriendo las mejores etapas –a veces, las obras enteras– de los más únicos, singulares, grandes, verdaderos escritores.

No he acabado siquiera de decirme esto cuando vuelvo a ver, aunque esta vez reconstruido en mi imaginación, el momento en que desvié ayer la mirada hacia una dirección que apenas entraba en mi punto de vista. Y, aun así, por ser una reconstrucción de algo ya ocurrido, he vuelto a ver cómo pasaba la Señorita Ocasión, ahora cruzando veloz por mi mente y repentinamente transformada en una vertiginosa verdadera escritora que nunca había tocado tierra firme. Casi volaba y me ha parecido que, con su punto de vista diferente a todos, cruzaba por mi mente como si fuera ese gato suyo del que siempre dice que está en otra parte.

–¿Está muerto? –le pregunta Guillermo Piro en una entrevista de este libro.

–No, no está muerto, es de otro mundo –dice Fleur Jaeggy.

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En los últimos tiempos, hay un pensamiento de Paul Valéry que recuerdo con frecuencia, como si fuera ya o se estuviera convirtiendo en mi lema preferido: “Los demás hacen libros, yo hago mi mente”. Y bueno, hará unos segundos, estaba literalmente haciendo mi mente cuando ha cruzado por ella, con aparición fulminante, el cometa Jaeggy. Y, al verlo pasar, he recordado y aún celebro la sorpresa de haber dado con este recuerdo que segundos antes aún se encontraba entre los inaccesibles: el recuerdo del día en Barcelona, un 25 de agosto de 2009, en el que, no habiendo leído todavía nada de ella, abrí distraídamente Los hermosos años del castigo y me quedé de piedra, de piedra antigua de Herisau, del cantón suizo de Appenzell.

Ya las primeras líneas me dejaron la impresión de haber recibido, en muy breve tiempo, una lección inolvidable y absoluta de gran literatura. Pero a la vez me dejaron muy tocado, tal como me ocurre cuando paso a vivir en el glacial territorio de Jaeggy de las frases simples que sin embargo me abren a extrañas emociones en gélidos remansos tropicales. Remansos, sí. Recovecos como los que uno encuentra en la Suiza germánica, sobre todo en las reprimidas pequeñas ventanas con franjas blancas y las laboriosas y ardientes flores en los balcones de Appenzell, pura lujuria contenida.

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Cuando en agosto de 2009 leí aquellas primeras líneas de Jaeggy, se estaba cerrando una década en la que mi vida se había visto dominada por la aproximación de la sombra interna de Robert Walser.

Abrí y leí:

“A los catorce años, yo era alumna de un internado de Appenzell. El lugar por el que Robert Walser había dado muchos paseos cuando estaba en el manicomio, en Herisau, no lejos de nuestro instituto. Murió en la nieve. Hay fotografías que muestran sus huellas y la posición del cuerpo en la nieve. Nosotras no conocíamos al escritor (…) Es una verdadera lástima que no hubiésemos conocido la existencia de Walser, habríamos recogido una flor para él. También Kant antes de morir, se conmovió cuando una desconocida le ofreció una rosa”.

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Es que es del otro mundo, respondió tajante una amiga a modo de excusa cuando alguien le preguntó porque era Jaeggy tan única. Esta respuesta de la amiga podría decir mucho de su obra de no ser porque ésta es inclasificable en el mejor sentido del adjetivo. Pero no por eso la respuesta deja de acercarse al espíritu de Jaeggy, forma parte de estos latigazos libres como el viento, giros habituales en su escritura y que se dan en su obra a menudo, con escalofrío incluido.

En su Adelphiana 2 (Öde), cariñosa y a veces aterradora aproximación al mundo de Robert Walser (“Ahora él está en Herisau. En contra de su voluntad. Ingresado para siempre. No escribe más”) están algunos de esos latigazos, la mayoría en términos germánicos, especialmente términos compuestos. Nada demasiado extraño en Jaeggy para la que, según le dijera a Enric González, el alemán es su lengua perdida, es la lengua que le ha precedido, el idioma de sus muertos, el idioma que vuelve. 

La técnica no es tal técnica, porque a la misma velocidad que aparece desaparece, es la técnica más inimitable, la que es tan veloz que borra sus huellas por lo que en modo alguno se la puede atrapar. Aunque sí puede uno sentarse y analizarla, aunque de ella no quede nada y al mismo tiempo todo. Analizarla observando cómo, primero, su prosa crea un silencio radical –su prosa se planta, por decirlo de alguna forma– para luego, sin salirse del silencio, cargar la atmósfera con una tensión de bomba de relojería a punto de estallar. Tras esto, a medio camino todavía entre la paz y la explosión, algo acaba siempre siendo infalible: deja caer una frase que nos desconcierta, que cambia el ritmo, porque es del otro mundo, del universo único de Jaeggy, si acaso relacionado con los de los otros cuatro componentes del quinteto de autores que llegaron del frío y al que a mí me parece que ella, aunque sin perder su inconfundible individualidad, pertenece: Dickinson, Beckett, Kafka, Robert Walser. Porque es esencial y despojada de toda distracción ajena a lo que desea contarnos, como Emily Dickinson; controladora sabia de las pausas estratégicas, como Samuel Beckett; silueta pensativa de todos los umbrales, como Franz Kafka; demente ingresada para siempre, como Robert Walser.

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 A los componentes del quinteto (recuerdo el título de un film inglés que me tuvo de niño obsesionado: El quinteto de la muerte) parece unirles, por encima de todo, una cierta tendencia a adscribirse a la expresión “mantenerse apartado”, divisa tácita de aquel tipo de escritor que esencialmente es un ser “fuera de todo”, lo que conlleva sus ventajas, especialmente la de facilitar la persecución obsesiva de una obra muy personal, implacable y sin fin.

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Adentrándome justo ahora en el área de los recuerdos inaccesibles y, en la geografía de estos, buscando la de aquellos sucesos que podrían estar detrás de la aparición fulminante ayer de Jaeggy, es decir, voy viendo aclararse la bruma de los laberintos previos al momento “casual”, voy haciendo más posible lo teóricamente imposible: explicar por qué no hubo casualidad cuando tuve que desviar ayer la mirada, en aquella calle atronadora que aullaba a mi alrededor y en la que no hubo en realidad la menor casualidad cuando pude ver a la Ocasión pasar.

Repentinamente Jaeggy.

9

Robert Walser había muerto sobre la nieve, por lo que yo siempre había imaginado al manicomio de Herisau rodeado de prados y abetos verdes nevados. Ese día en el que lo visité, sin saber que antes Jaeggy (una total desconocida entonces para mí) había hecho ya ese viaje, parecía estar claro que la nieve, con su ausencia, era lo único que no estaba ayudando a que todo cuadrara a la perfección en aquella incursión al montículo del manicomio, convertido en los nuevos tiempos en “hospital psiquiátrico”.

Me llevaban de visita al hospital, eso es lo que más recuerdo. En cuanto empezamos a ascender por la carretera hacia el montículo y el sagrado reloj que parecía dar la hora a todo Appenzell, me quedé por un momento extasiado contemplando los inesperados, repentinos copos ligeros detenidos en el aire, golpeando el cristal de la ventana del coche.

Años después, todavía bajo el efecto Walser, leería las páginas de Jaeggy sobre su retorno a Appenzell de la misma forma que un asesino acababa volviendo al lugar del crimen. Fue ella a ver el internado de señoritas de su novela y se enteró de que había pasado a ser una clínica para ciegos. Y después, como ese antiguo internado estaba muy cerca de Herisau, fue a ver cómo era el sanatorio mental en el que había pasado Walser tantos años de su vida, ingresado para siempre. Era un lunes de Pascua, y de entrada sólo vio a una enfermera que le dijo que no la podía atender demasiado porque estaba muy ocupada. Como no había nadie más, compró unas tarjetas postales. De pronto, la enfermera se volvió gentil y acabó presentándole a algunos pacientes, con los que pudo hablar.

“Fue como si yo hubiera hecho un viaje tras las huellas de Walser, buscando los árboles que le vieron morir”, escribió Jaeggy después de la visita que a mí llevó a entrar en su mundo implacable y sin fin. 

10

Una vez dije, en un segundo viaje a Herisau (cuando ya sabía que Jaeggy había estudiado en el Bausler Institut de Appenzell, a cuatro pasos del allí), que Fleur era alguien que iba siempre a lo esencial y, como si tuviera bien aprendida la involuntaria lección de Kafka, conseguía muchas veces en una sola página, y en otras en una sola línea, que se hiciera visible de golpe, a modo de repentina revelación, la estructura desnuda de la verdad. Ese pavoroso desvelamiento siempre llega acompañado de la inevitable crueldad, jamás desligada de la rutinaria, aunque secreta, vida de la verdad.

Tal vez por eso se dice a veces de esta escritora que es tan peligrosa. Pero es que su arte del despojamiento, al dejar sólo en pie lo esencial, no tiene a veces salida más natural que la inteligencia y la crueldad. La frialdad la añade la propia autora, y acaso sea éste el rasgo suplementario más destacado de su estilo; un rasgo que acude siempre sigiloso a su cita con las frases simples –algunas tan terribles como sencillas– y que, en el fondo, muy en el fondo, es también su trazo estilístico más divertido. Porque Jaeggy ríe, sabe también reír.

“Una cierta glacialidad también revela sentimientos”, dijo en cierta ocasión, la única vez que la vi personalmente. Asistimos los dos, junto a otros tres ponentes, a un homenaje a Walser en la sala de actos de la embajada suiza de París. Ahí apareció esa risa de fondo que es su trazo más divertido. Cuando uno de los ponentes dijo, imitando a Walser, que afuera en el patio, la nieve caía en copos grandes y húmedos, ella no pudo contener la risa. Para colmo, sobre el escenario otro ponente, alguien sin duda de espíritu boy scout, había instalado una tienda de campaña, se suponía que para que el público, principalmente helvético, comprendiera el sentido de las caminatas del autor de, entre otras obras maestras, El Paseo.

Hice verdaderos esfuerzos para no cruzarme una mirada con Jaeggy que, a mi lado, murmuraba “serán mamarrachos”, lo oí perfectamente. A pesar de mis esfuerzos, se produjo ese cruce de miradas, no hubo forma de evitarla y hoy, ahora, recuerdo la felicidad inesperada de risa absoluta que siguió, como un oasis de calor en pleno Ártico, como un aviso que, en aquel encuentro único con la Señorita Ocasión, hubiera venido a recordarme que en Jaeggy, después de todo, su rasgo más definido era esa dolorosa, trágica huella de humor glacial que a la larga deja siempre una rara marca de agua veraniega.

Nada más encontrar en la embajada suiza aquel oasis de calor en pleno Ártico, vi venir que de aquello a que apareciera una fulminante Jaeggy en el horizonte había ya un solo paso. Y así fue, ha sido, sigue siendo, “io sono l´Occasione”. La hemos visto pasar con su paso único, ágil y sin tocar tierra firme, pasar por ahí y pasar para todos los mortales. Y algunos hasta hemos comprendido que su aparición ayer fulminante podía ser cualquier cosa, menos casual.

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