CUANDO TODOS VIVÍAN [Café Perec]

rue du SeinePara esta columna contaba ayer, once de setiembre, únicamente con el título, al que consideraba intocable. Porque la expresión “Cuando todos vivían” la había deslizado días antes en Palma de Mallorca una persona muy querida en medio de un discurso triste que derivó en llanto por la desaparición y muerte de su hermana.

              Tenía el título, pero no el contenido. En cualquier caso, si acababa no encontrándolo, siempre podría recurrir a los recuerdos de los diversos onces de septiembre que entraran en mi memoria cuando pensara en esa fecha vinculada, por lo general, a catástrofes. Pero era obvio que, aunque me resistiera a entrar ahí, lo que en realidad estaba detrás de aquel “Cuando todos vivían” era la música que estaba al fondo del fondo de todas las melodías: un silencio sin notas al que llamamos Muerte y que es la palabra central de un libro extraordinario, Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, de Rainer Maria Rilke.

              En busca del contenido y, dado que, como si de un amuleto se tratara, había llevado a París el libro de Rilke, decidí volver a aquella primera página que un día soñé que había aprendido de memoria y resultó que era verdad: “¿Es aquí donde la gente viene para vivir? Yo diría que aquí se viene a morir. He salido. He visto hospitales. He visto a un hombre que daba tumbos y caía al suelo…”

              Así fue cómo con la tarde ya avanzada y mientras me preguntaba en la Coupole si era a Paris adonde la gente iba para vivir o más bien para morir, di paso, sorteando las sombras de aquella pregunta, a los diversos onces de septiembre que iban entrando en mi memoria: golpe de estado de 1973 contra Salvador Allende; el largo domingo en el que supimos que Javier Marías había muerto; la mayor derrota del Imperio Romano en la batalla de Teutoburgo, la Diada de Cataluña; el derrumbe de las Torres Gemelas; la inundación que arrasó la ciudad de Almería en 1891…

    Para mi sorpresa (no había antes reparado en esto), vi que Rilke había fechado la primera página de Los cuadernos de Malte en un once de septiembre en París, en la rue Toullier. Fue como si algún espectro me hubiera mandado una señal. Ni había oído hablar nunca de esa calle. La busqué primero en el móvil y era un rincón triste, de muy pocos metros, situado justo detrás del edificio principal de la Sorbona. Me propuse ir caminando hasta ella, pero algo desvió mis pasos y acabé pasando por delante de las pequeñas tiendas de la rue de Seine que siempre me intrigaron por su discreta elegancia y la falta de clientes. Quienes están detrás de los escaparates son anticuarios, vendedores de viejos libros y grabados. Aparentemente, no hacen negocio. Parecen tiendas conectadas a una antigua y casi olvidada plenitud, la de cuando todos vivían. Recordé que Rilke confesó que le gustaría comprarse uno de aquellos escaparates de la rue de Seine tan llenos de cosas ysentarse allí detrás, con un perro, durante años

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