Al despertar, hormigas y dinosaurios seguían allí. Y era como si el silencio reclamara, con crueldad, el regreso de la cháchara política. Para desviarme de la avalancha mediática, abrí al azar la genial Las tempestálidas, de Gueorgui Gospodínov: “Tras la dictadura del futuro llega el turno de la dictadura del pasado”.
No me desvié demasiado, porque, al pensar en el pasado –ese que no está muerto, que ni siquiera es pasado, y que nunca termina de pasar– me acordé de cuando Flaubert advirtió lo injusto que era criticar el embrutecimiento de la plebe. ¿Criticarla? Pero si lo que había que hacer, dijo, era ilustrar al embrutecido Poder, en alarmante situación de ignorancia supina.
Y no pudo ser más explícito en una carta veraniega: “Esta mañana me he presentado ante el príncipe Napoleón, pero había salido. He oído cómo hablaban de política. Es algo inmenso. ¡Ah! ¡Que vasta e infinita es la Estupidez humana!”.
Sabemos que solo hay dos cosas infinitas: la estupidez y el universo, aunque de lo segundo aún no estamos seguros. Si de algo creo estarlo es de que la estupidez tiene a veces un atractivo irresistible. De ahí que la gran literatura se haya sentido fascinada por lo estúpido en el sentido más extremo de la palabra. Y es que una persona especialmente estúpida puede resultar muy seductora para el observador agudo. De eso habló Robert Musil en Viena en su última conferencia. En ella, habló de “hombres inteligentes, e incluso ingeniosos” que se complacían en el trato con los estúpidos y los toscos. Y habló de cómo todo esto las mujeres, enemigas declaradas de la tosquedad, no lo entendían y acostumbraban (incluso las casadas con un merluzo) a acusar a los hombres de ese trato solo para ampliar su superioridad intelectual.
Y, sin duda, algo de cierto había en la acusación. Pero veo una razón mejor para justificar que se espíe y analice lo estúpido: la morbosa curiosidad que uno puede sentir por las personas singulares, por las grandes individualidades. La formidable estupidez mundial provoca que a veces seamos indulgentes con las individualidades, con genios que no representan a nadie más que a ellos mismos. Aunque algunos de éstos se atrofian porque, cuando les llega el inefable día en el que se sienten amenazados por la estupidez, no saben ver que ésta es una simple etapa en el desarrollo del pensamiento, al que la propia estupidez amenaza desde dentro para conseguir que el pensamiento se eleve. Y ahí se quedan tirados, como tantos representantes de multitudes a los que estos días hemos visto inmersos en la sonora “no conversación” de los partidos. No conversación, porque hemos oído cómo hablaban de política y cómo brillaba por su ausencia una forma de hablar que mínimamente se pareciera al lenguaje político. ¿Reaparecerá por fin ese lenguaje el 10 de julio en el “espectacular” cara a cara? ¿Hablarán ahí los invitados como dos individualidades que se representan a sí mismas, o como representantes de dos colosales partidos cuya suerte paradójicamente depende de otros?