Hace varios años, durante una entrevista en Buenos Aires, Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) explicó que, para entender el interés por su obra, no había que pensar en algún encuentro azaroso ni calculado entre sus libros y los lectores, sino en el fruto de un trabajo que hoy se remonta a medio siglo de férrea disciplina desde la aparición de Mujer en el espejo contemplando el paisaje, su primera novela. Con paciencia y no sin algunas contrariedades, decía Vila-Matas, él había “creado” desde el comienzo a sus lectores.
Sin duda, esta es la premisa a partir de la cual, a propósito de Montevideo, su nueva novela, adquiere pleno sentido la comparación (publicitaria, pero aun así acertada) de Emmanuel Carrère acerca de la “genialidad” de dos proyectos narrativos tan distintos como los de Vila-Matas y Philip K. Dick. Podría adquirirlo también cualquier otra fórmula que aludiera al modo en que ciertos autores, a veces, ya no dejan en suspenso la voluntaria credulidad del lector, como escribió Samuel Coleridge, sino las del mundo y la realidad.
Escrita como una transición espacial, temporal y literaria entre París, Cascais, Montevideo, Reikiavik y Bogotá, Montevideo es una pieza más de este ambicioso proyecto que, tal como lo han presentado antes novelas recientes como Mac y su contratiempo o fundacionales como Historia abreviada de la literatura portátil, borronea de raíz los límites inmediatos entre la literatura y la vida, hasta el punto en que un escritor puede “inventarse una nueva identidad, aunque siempre acabe descubriendo que, por mucho que desee ser muchas personas y haber nacido en muchos lugares distintos, no hay día en que no acabe constatando que somos demasiado parecidos a nosotros mismos”.
Mezcladas, confundidas o simplemente erradicadas estas fronteras, Montevideo no ofrece tanto una trama (si bien hay un protagonista escritor que relata viajes, conversaciones y especulaciones) sino una voz. O, como el propio narrador escribe, un “estilo”, que al desplegarse página a página pronto adquiere el volumen y la complejidad suficientes para que Montevideo funcione como “la biografía de mi estilo”.
Por otro lado, tan voluntarioso como para haber “creado” a sus lectores, desde hace ya algunos libros Vila-Matas ha tomado también las riendas de la “creación” de sus críticos. Y es por eso por lo que, en esta ocasión, al igual que en novelas como Esta bruma insensata o Bartleby y compañía (que aparece ironizada en Montevideo bajo el título de Virtuosos de la suspensión), el barcelonés desliza su voz, de a ratos, hacia el tono explícito del ensayista sin miedo a la polémica.
Es entonces cuando aparecen algunos golpes contra, al menos, tres zonas de la literatura actual por completo ajenas a la fuerza pura de la imaginación: “los imbéciles digitales”, fascinados con la misión de retratar lo que las corporaciones en Silicon Valley dictan que el mundo es y será; la “autoficción”, que no existe, “porque todo es autoficcional, ya que lo que se escribe siempre viene de uno mismo”; y la “no ficción”, que tampoco existe “porque cualquier versión narrativa de una historia real es siempre una forma de ficción”. En el balance, estas zonas caen en lo que la literatura de Vila-Matas juzga como el error de “aburrir contando todo”. Es precisamente esto lo que Montevideo, por principio estético pero también contra la inercia de las modas editoriales, evita desde el instante en que la existencia de su narrador resulta indistinguible de lo que este leyó, como si cualquier prueba de una vida corriente con el espacio habitual para el trabajo, la amistad, el amor o el miedo solo pudiera traducirse frente al lector apenas bajo los signos imprecisos de lo que, a falta de una palabra mejor para contrastarlo con lo “autobiográfico”, podría llamarse lo “autoliterario”.
En su cruzada en favor de la continuidad total entre vida y literatura, sin embargo, hay un hecho que sí obsesiona al narrador: encontrar la puerta oculta en una habitación del segundo piso del hotel Cervantes, en Montevideo, que inspiró a Julio Cortázar para escribir el relato “La puerta condenada” (relato que tendría por sí mismo una segunda vida fantástica, ya que Adolfo Bioy Casares, sin noticias de Cortázar, también escribió en la misma época sobre el mismo hotel). “Ocurre en ocasiones que un muro es un muro y una puerta al mismo tiempo. Tal vez se estaban dando en aquel momento las circunstancias favorables para que eso ocurriera”, piensa el narrador después de considerar las palabras de un arqueólogo entrevistado en el documental de Werner Herzog La cueva de los sueños olvidados.
Esta “parcialidad fría”, que es la que experimentan quienes “viven las cosas que les pasan siempre distanciándose de ellas para así poder pensar en cómo las narrarían si decidieran narrarlas”, será la cinta de Moebius definitiva de Montevideo: la circunstancia literaria que promueve una indagación real que, a su vez, deberá encontrar de una manera u otra el camino de vuelta a la literatura, para así volver a la vida.
Real o inventada, autobiográfica o plagiada, cita escondida o guiño filosófico, lo cierto es que, en apenas una fugaz concesión acerca de la vida privada del narrador, su madre dejará la llave necesaria para entenderlo todo: “Tras haberle preguntado con insistencia por qué era tan y tan extraño el mundo, se plantó en medio del paseo de San Juan y me dijo que ya estaba cansada de la pregunta y que iba a decírmelo por última vez: el gran misterio del universo era que hubiera un misterio del universo”.