EL OTRO FRANKFURT [Un texto de ‘El viajero más lento’]

Schopenhauer escribió que la ciudad de Frankfurt era una galería de sombras que a veces parecía un hospital de locos y otras un encuentro de gente creativa. Exactamente lo mismo podría decirse, hoy en día, de su monumental Feria del Libro que es ek kugar ideal para que un escritor caiga en la depresión y el vacío. Al recordar lo feliz que era cuando en la soledad de su gabinete se sentía el centro del universo, lo más probable es que el escritorse muera de asco y de soledad y se vea insignificante entre toda esa multitud de vendedores y compradores de libros sobre plantas y perros que suben y bajan por las escaleras mecánicas de ese monumental recinto con cinco mil stands y noventa restaurantes: toda una ciudad dentro de la ciudad, dentro de esa ciudad a la que muchos, por ser uno de los grandes centros financieros del mundo, llaman Bankfurt.

TinteroGreene1022Los bancos y rascacielos se alinean a derecha e izquierda del río Mein en el barrio Westend, conocido también como la Manhattan europea, metrópoli financiera de Alemania y en la que uno puede visitar, en lasede del Deutsche Bundesbank, nada menos que el Museo del Dinero. En realidad, toda la ciudad es un museo del dinero. Al mediodía, en Westend o en la Hauptwache, puede respirarse, en restaurantes y merenderos, la sofisticada paz burguesa de la ciudadanía acomodada. Rostros felices y el inconfundible olor a dinero, la alegre ostentación del lujo a la sombra de los estilizados y pomposos rascacielos. Pero al caer la tarde, mientras se van desmayando los últimos colores del día, son otras las sombras que comienzan a enseñorearse de Bankfurt.

Poco a poco la clase financiera, justo a la hora en que a pocos metros de allí la Feria cierra sus puertas hasta el día siguiente, va retirándose en interminables colas de taxis hacia sus cálidos hogares y hoteles, y entonces un nuevo personal va apoderándose de las calles de la ciudad. Josep Pla escribió que la revolución era un simple cambio de personal. En Bankfurt, cuando cae la tarde, comienzan a aparecer los pájaros, esos individuos que, altérmino de una novela de Juan Goytisolo, están afilando sus cuchillos al fondo de la más secreta de las estancias. En Bankfurt, cuando cae la tarde, se puede asistir diariamente a un homenaje a esa secuencia de Hitchcock en la que en silencio bandadas de pájaros van posicionándose sobre los alambres de postes telefónicos. La permuta de personal se realiza en riguroso silencio, y poco a poco los pájaros nocturnos se van apoderando del centro de la ciudad, haciendo patente que no es oro todo lo que reluce en este Bankfurt que al atardecer da paso a otros rostros, otras voces que vienen de lejos, de otros ámbitos. Muchos no lo saben, pero también en la Feria, a cuatro pasos de los stands españoles, se encuentra representado ese otro Frankfurt. Lo hallé por pura casualidad. Faltaba una hora para que la Feria cerrara sus puertas, y algunos ultimaban sus negocios, otros desmantelaban ya sus stands. Al cruzarme por las escaleras mecánicas con Patricia Highsmith, decidí salir en su persecución —o, mejor dicho, en persecución de mi editor, que al verla cambió de dirección para saludarla— y acabé perdido, felizmente perdido, embarcado nada menos que en un viaje alrededor de los stands del tercer mundo. Confusión de colores, banderas y olores; nombres de vagas resonancias viajeras: Macao, Tanzania, Singapur. Nada que ver con los lujosos stands con circuito cerrado de televisión de los americanos. Ahí estaba, posicionado en sus frágiles alambres librescos, un sensacional mundo de pájaros de otros ámbitos, y todo eso a cuatro pasos de los stands españoles y de esa escalera mecánica en la que fatal pero felizmente me perdí al cruzarse en mi camino la señora Highsmith.

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Lo primero que vi fue un enigmático stand de una editorial de Argel que no exhibía ningún libro, tan sólo a un individuo que tal vez era un hombre-libro y que me esbozó una tímida mirada de complicidad. Todavía sorprendido, recalé en el stand de Libia, dominado espectacularmente por el color verde y por Gadafi, de quien había tantas biografías como libros, todos con portadas verdes, que es color de la bandera de este país en el que no abunda precisamente ese color sino más bien el de la arena del desierto. Me ofrecieron los libios un folleto verde de propaganda, y mi sorpresa fue grande al ver que en él no había nada escrito. Me marché pensando si no estarán en ese país todavía en un estado de preescritura. Tras una tranquila excursión por Vietnam, Burundi y Madagascar, llegué a un singular stand en forma de caja de pequeñas proporciones donde exhibían exclusivamente las páginas amarillas de la guía telefónica de Moscú. El inquilino de ese stand me convenció de que todo aquello tenía una perfecta lógica, pues esas páginas amarillas de la guía telefónica son hoy en día en Moscú una absoluta novedad editorial; son tanta novedad como para nosotros pueda serlo American Psycho. Convencido, reemprendí la marcha. En un stand de una supuesta editorial de Ankara, vi a un hombre que, con tan solo —los conté muy bien— siete libros en las estanterías, se quedaba mirando fijamente a todos aquellos que se detenían ante el stand sin duda intrigados no por la escasa mercancía sino por el reclamo publicitario que el hombre de Ankara sehabía inventado: justo al lado de sus folletos publicitarios, había un plato con dos manzanas y dos plátanos.

Definitivamente desconcertado, busqué la salida. Recordé unos versos de Juan Ramón Jimenez: «Y yo me iré / Y se quedarán los pájaros cantando.» Ya había encontrado la salida cuando lancé una última mirada furtiva a todo aquello. Vi cómo el hombre-libro de Argel cerraba de la manera más sencilla su stand. Se limitó a levantarse de la silla, encender un cigarrillo y poco después perderse entre las sombras del atardecer de Bankfurt.

Enrique Vila-Matas, 1992

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