para María Manuel Viana.
Fui a Valencia y en la librería Ramon Llull me hablaron de Umbrales, bellísimo y turbador ensayo de Óscar Martínez (Almansa, 1977) que se concentra en un viaje por la cultura occidental a través de sus puertas y nos recuerda que hemos levantado millones de edificaciones de todo tipo y en ellas siempre hemos colocado alguna puerta. “Somos constructores de umbrales”, escribe Martínez, lo que me lleva a preguntarme si no convendría detenerme en el que estoy.
¿Me detengo, o entro ya directamente en materia, suponiendo que la haya? Quedo paralizado por mi propia disyuntiva y resuelvo el entuerto recordando que, a fin de cuentas, el libro de Martínez es umbral y, al mismo tiempo, invitación al viaje. Opto por lo segundo, y paso a transitar por lugares tan reales como enigmáticos: la abadía de Sainte Foy; la reja de la finca Güell, en Barcelona; el edificio de la Bauhaus, en Dessau; la iglesia de Santa María de los Reyes, en Laguardia; la Quinta da Regaleira, en Sintra…
La descripción de la mítica finca de Sintra me conmociona, como si lo que Umbrales nos cuenta me afectara –de hecho, me afecta– muy directamente. Y es que, hará veinte años, estuve frente a la Regaleira, pero caía la tarde y se hallaba ya cerrada al público, y me limité a fotografiarme en la puerta con unos amigos. Hoy me pregunto cómo habría reaccionado si, de haber llegado una hora antes, hubiera escuchado el consejo que le dieron a Martínez frente a la Regaleira: “Deja los edificios y los jardines para más tarde y ve en primer lugar a los túneles”
¿Los túneles? El autor de Umbrales no lo pensó dos veces. Estaba claro que los secretos de la Regaleira se escondían bajo tierra. Y, al entrar en uno de los túneles que se infiltraban en la montaña, dejó atrás la luz para avanzar por las tinieblas, por la húmeda negrura, consciente de que aquello tenía algo de muerte simbólica. Avanzar a tientas en las profundidades de la tierra, escribe Martínez, es el tránsito que debemos superar si queremos renacer. Y añade esto: “Bautismo de noche y de sombras antes de la definitiva renovación espiritual”.
De la mano del autor, los lectores, que nos hemos vuelto también exploradores de lo subterráneo, acabamos llegando al pozo iniciático, donde hay una cruz templaria al fondo. Y, al vernos envueltos en la luminosidad que se derrama desde lo alto, comenzamos a atisbar el destino final de nuestra odisea. Sólo nos falta ahora ascender, elevarnos, tratar de ir hacia la luz por una escalera en espiral, sustentada por columnas esculpidas. Y también nos falta escalar por los nueve rellanos circulares del pozo, separados entre sí por quince peldaños que rememoran los nueve círculos concéntricos de La Divina Comedia.
Elevarse, de eso se trata. Cuando, cumplido nuestro rito iniciático, logramos salir al exterior, nos encontramos en lo más alto de la quinta. A lo lejos, una carretera, que podría ser la de Sintra, se pierde en la línea del horizonte, justo donde alguien ahora, susurrando, propone construir otro umbral.