Apoyado en la esquina de Aribau Provenza, vi que pasaba un autobús. Y de pronto, tuve la impresión de estar viviendo una de esas sensaciones que a uno se le antojan como ya vividas en un pasado remoto. Enseguida me acordé de un científico, del inolvidable Jorge Wagensberg, que un día me habló de esa clase de sensaciones. Al parecer la experiencia previa efectivamente existía, me dijo, pero desde luego no se remontaba a la infancia y aún menos a una vida anterior, sino… ¡a pocos segundos antes! En muchas ocasiones, la percepción inyectaba información en un rincón del cerebro y éste la archivaba, sin registro de entrada, saltándose olímpicamente la conciencia. Segundos más tarde, la misma información, pero ahora consciente, ingresaba en el mismo lugar del cerebro y allí chocaba con la que acababa de entrar a hurtadillas. Así es, dijo Wagensberg, como se produce la sensación de algo ya vivido.
Era una sensación que él había conocido una noche en Barcelona, hacia la una de la madrugada, cuando subía a pie por el paseo de Gracia. Acababa de aburrirse en el estreno de una película de un director catalán de escaso talento. Y, al abordar el último tramo de acera que llevaba ya a la avenida Diagonal, se puso a pensar en un insignificante compañero de escuela y de cuyo nombre ni se acordaba. Caminaba recordando con absurda precisión la blanca papadita y la nariz colorada de aquel compañero de pupitre que hablaba poco, pero tenía una risita aguda inconfundible. En veinte años nunca había vuelto a pensar en él, eso seguro, y sin embargo Wagensberg tenía la fortísima sensación de que aquella situación ya la había vivido antes. “¿Qué raro mecanismo, se preguntó, le volcaba de repente en el cerebro un recuerdo tan nítido, desempolvándolo de una región tan banal y tan lejana de su memoria? ¿Y cómo se llamaba aquel niño? Ah, sí. ¡Sancho! Poco después, se cruzaba con él. El pobre ciudadano, inquieto al sentirse escrutado de aquel modo, apretó el paso. Y es que, entre otras cosas, no era Sancho. Ni siquiera se le parecía. Pero, un minuto después, Wagensberg vio al verdadero Sancho a unos cincuenta metros. Le llamó, pero él ni se enteró. Iba del brazo de una mujer, y se reía sin cesar con aquella risita aguda.
Pasaron más de diez años de aquel extraño encuentro cuando un día estaba mirando un escaparate y Sancho se le acercó por detrás para decirle que seguro que no sabía quién era él. Se volvió y vio que seguía del brazo de la misma mujer y con aquella risita. Hola, Sancho. Y éste, sorprendido de que tan instantáneamente se hubiera acordado de su nombre, le dijo que hasta tenían amigos comunes, como un director de cine en una de cuyas primeras películas él incluso había intervenido como figurante. Wagensberg le preguntó enseguida si se acordaba del título y de si había asistido a la proyección del estreno. Pues sí, respondió Sancho, aterrado. Y más lo estuvo cuando, antes de despedirse, Wagensberg se interesó también por el trayecto que la parejita había seguido, diez años antes, al salir del cine aquella noche.