EN LA DESPEDIDA DE JOAN DE SAGARRA. por Sergi Pàmies.

Joan-Sagarra-para-Jot-Down-13RUMBAS, COPAS Y BASTOS /  Sergi Pàmies

«El mayor mérito de un articulista es que a sus lectores les guste leerlo y que, cuando deje de escribir, lo echen de menos. No solo por el egoísmo de dejar de acceder a un universo culto, pero no refinado sino por lo mucho que aprendieron leyéndolo. Hablo de Joan de Sagarra, que ha anunciado que deja de escribir en La Vanguardia ahora que Barcelona y el periodismo le resultan definitivamente extraños. Sentimental, vitriólico, amante de la camaradería de sobremesa, generoso cuando le toca enfrentarse a la ausencia prematura de sus amigos (Javier Coma, Juan Marsé, José Martí Gómez), Sagarra entiende el oficio de columnista como una opción artesanal de vida. Alérgico a la ramplonería y la falsa trascendencia, el único dogma que admite es el espacio asignado y el plazo de entrega.

La libertad y la ironía que ejercía desde el Tele/eXpres espolearon vocaciones. Una prueba: Quim Monzó compró todos los ejemplares que quedaban de Las rumbas , que la editorial había imprimido defectuosamente (y que Libros de Vanguardia reeditó). Lo sé porque me regaló un ejemplar, con el prólogo fundacional de Josep Maria Carandell (que después convirtió a Sagarra en personaje de la novela Prínceps ). Sagarra ha sabido construir su propia mitología sentimental a partir del gorila albino, los rones antillanos, los aforismos de Bernard Frank, el teatro de los que le hicieron amar el teatro (y el teiatru de los que le hicieron aburrirlo), el barrio, la amistad fraternal con Salvador Távora, las terrazas (Le Select, el Zurich), la finezza de aceptar la definición de iconoplasta cuando le halagaban con la medalla de “iconoclasta”, la lectura, Juliette Greco, Polonia, el pub Tuset, el Jazz Colón, los tres mosqueteros, D’Artagnan, Vittorio Gassman bajo la luz de una farola en el Grec, los artículos de La horma de mi sombrero (Ed. Alfaguara, 1997), Marsella, el afrancesamiento de un parisino más cercano a Boris Vian que a Sartre, los descendientes elegidos (VilaMatas, Ordóñez), el perfume flatulento de la gauche divine, el amor por Simenon, María Casares y Albert Camus, todo observado a través de un estilo que alterna la lucidez, la ternura, la precisión, la ferocidad, una concepción más periodística que novelística de la memoria y un rictus gruñón que le sirve para protegerse de la estupidez y los elogios que tanto incomodan a los tímidos (Bernard Frank: “ Le plus souvent, l’admiration est une paresse de l’esprit, on admire pour ne pas comprendre ”).

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