“Vamos a lo de Bazlen”, me dijo Zolla, de improviso. “A Vittoria [Cristina Campo le gustaría escuchar qué piensa sobre su Williams”. Se trataba de una selección de poemas de William Carlos Williams, que aparecería varios años después, y Bazlen era entonces un consultor fantasma de Einaudi. Ese día lo vi por primera vez.
“El primo Bobi”: para mí ese nombre flotaba, desde hacía algún tiempo, en las conversaciones de Giorgio Settala(a quien llamábamos el Hombre-Mochila por el magnífico saco montañés, de estilo colonial, que encajaba con él). Cada vez que se mencionaba al primo Bobi, el tono cambiaba, como si se entrara en una zona indomable, atractiva pero esquiva, distinta a cualquier otra. ¿Qué cosa hacía el primo Bobi? Nadie podía decirlo. Pero ciertamente estaba un paso más allá de todos. Incluso del mismo Settala, que, sin embargo, no podía seguirlo. Settala era un socialista fiel, de los viejos tiempos (principios de la década de 1950), obediente al punto de pagar una parte de sus escasas ganancias como pintor al partido. Algo que el primo Bobi despreciaba. Este fue el primer dato preciso que tuve de él.
Más tarde descubrí que mi hermano Gian Pietro conocía y frecuentaba a “el primo Bobi”. Entonces no era ni inasible ni imposible de localizar, como hacían ver las palabras de Giorgio Settala. Pronto se convirtió en la persona que más quería conocer en ese lugar ignoto llamado Roma.
¿Qué esperaba encontrar en Bazlen? Exactamente lo que era, me di cuenta. Entre otras cosas, una suerte de huracán silencioso que, incluso por su total ausencia del escenario, tenía el poder de curvar y aplanar aquella geografía preestablecida que entonces constituía no solo la literatura sino, en una concatenación que parecía inquebrantable, también el cine, la política, la pintura, el teatro, la moda y todo lo demás. No faltaban talentos –de hecho, después de unas décadas, casi da miedo pensar en esa imponente profusión, si se mira la insignificancia de lo que siguió–, pero algo faltaba. Y quizás lo esencial. Bazlen fue lo esencial para mí.
Bobi vivía en el primer piso de via Margutta 7. Una habitación de una casa de huéspedes, además de otra habitación, donde nunca puse un pie; tal vez era un pequeño cuarto de trastos. El teléfono estaba en el pasillo. La habitación de Bobi daba la impresión de un orden perfecto, sin ser particularmente ordenada. A la izquierda una cama, donde se desarrollaban las funciones más importantes: leer, escribir, dormir. Unas cuantas pilas de libros, algunos permanentes, otros de paso. La diferencia se reconocía de inmediato. Una pequeña mesita en el medio. En un rincón, una hornilla para el café. Bobi llevaba su suéter noruego marrón oscuro, descolorido por el tiempo, que me agradó de inmediato. No era un hombre idóneo para los preámbulos. Inmediatamente habló de la traducción, de Williams, del estilo de Cristina Campo. Era una de las rarísimas personas cuyas palabras quedaban grabadas en la mente de quienes las escuchaban no solo por lo que decían sino por el timbre, el tono, cierto gesto implícito. Daba por cierto que la traducción era muy hermosa, y era la pura verdad. Pero también quería algo más. Williams no debía aparecer únicamente como el Dichter, el poeta. Dichter es una palabra que, en alemán, pesa mucho más que poeta. Es la creatividad en su significado más amplio, abarcador y subyugante. Toda la literatura alemana ha sido elevada y perseguida por esta palabra, que solo tuvo la oportunidad de encarnarse plenamente en un hombre y una obra: Goethe.
Bobi quería que Williams se mantuviera alejado de todo esto tanto como fuera posible. Era un médico yanqui, que visitaba a sus pacientes con su maletín; y mientras tanto, de él fluían ciertos versos, a veces como los de un erudito chino, a veces como los de un astuto modernista. Bastaba con no acentuar el Dichter. En resumen: no había nada que cambiar. Quizás solo releer y aligerar, allí donde existiese la sospecha de una belleza demasiado evidente. Todo esto dicho en pocas palabras, al sesgo, como si Cristina ya lo supiera.
Yo estaba encantado. No había nada nuevo ni sorprendente en lo que decía Bobi, pero el subtexto parecía enorme y no coincidía con lo estático y reluciente de Cristina. “Tengo dos manos”, decía ella a menudo. “Una es Hofmannsthal, la otra es Simone Weil”. No podía actuar de otra manera. Su territorio, un templo, ya estaba trazado. Bobi lo intuía, lo aprobaba, no tenía nada que objetar, pero también miraba más allá. ¿Adónde? No estaba claro, pero yo estaba allí para descubrirlo. Después de ese día comenzamos a vernos solo los dos, cada vez más a menudo. Y siempre afuera, en lugares dispares, dentro y fuera de Roma. Nunca he aprendido más que en aquellos paseos improvisados.
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Todo lo que Bobi decía sobre los libros era lo que más me atraía, me exaltaba y me hacía reflexionar, tratando de conectar los conceptos, a veces muy lejanos. Pero había algo, quizás más importante, que sostenía sus palabras. Con él, por primera vez, tuve la impresión de alguien que había logrado deshacerse de todas las ideas al uso (y había muchas, entonces, y pesadas, difíciles de mover). Y esto después de pasar por ellas, pero en un tiempo remoto, como enfermedades infantiles. Había otra forma de respirar, obviamente, y con él esto se sentía, sin necesidad de mencionarlo. Y una extraña euforia irracional que lo invadía todo.
Lo que más me importaba eran los libros. Quería saber qué estaba pensando Bazlen, tan alejado de nuestro entorno. Muy pronto me habló de dos escritores cuyos nombres apenas yo conocía, en cuanto parisinos y surrealistas rebeldes: René Daumal y Roger Gilbert-Lecomte. Por la forma en que lo dijo, parecía que habían tratado el surrealismo como un obstáculo ya viejo al nacer. Buscaban algo más, y lo habían probado en sí mismos, con ejercicios y apuestas, ya en la veintena. Habían ido directamente al objetivo. También habían publicado una revista de corta vida, Le Grand Jeu, porque en ese momento era casi una obligación hacerlo. Pero sobre todo se habían centrado en cosas que los jóvenes de mi edad, a principios de los sesenta, aún estaban lejos de abordar: el Vedanta comparado con Spinoza, Guénon, el estado de vigilia. Si uno buscaba un buen punto de partida, no había nada mejor.
Fue un alivio y un cambio brusco de perspectiva. Guénon ya era una obsesión mía (y no puede ser de otra manera, cuando uno se le acerca) y el Vedanta fue la primera epifanía india que poco a poco se me fue apareciendo. Pero también importaba la mezcla: el París de aquellos años, la fiebre de las vanguardias y la decisión de abandonarlas. Daumal y Gilbert-Lecomte fueron sobre todo una forma de atravesar todo, iniciada por ellos y luego suspendida. Habían muerto muy jóvenes.
Pero también esperaba el nombre de un solo escritor, cercano o lejano, que hiciera aflorar en Bazlen aquel tono concluyente suyo. Fue Strindberg. Parecía que no se trataba de lo que ahora es, un clásico moderno, sino de una persona viva, quizás de paso por Roma. La palabra para él, recuerdo, era “sobrecalentado”. Strindberg implicaba que la temperatura de repente fuera abrasadora. Podía decir una enormidad sobre todo, sobre las mujeres, sobre la ciudad como persecución, sobre la mezquindad. Pero siempre quedaba un rastro ardiente en las palabras.
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En Roma, todo el que llega no es un turista, sino un peregrino. Entre los que debemos contar los no pocos expatriados que pasaron por Roma inmediatamente después de la guerra, años de potencial felicidad y segura desenvoltura (también podrían haber sido W. H. Auden, instalado después en Forio, Ingeborg Bachmann o Muriel Spark o Gore Vidal). La ciudad exigía sólo unos pocos dólares y ofrecía magníficos palacios en ruinas para alquilar al precio de miserables apartamentos suburbanos. El mar estaba cerca y de fácil acceso. La cocina era mediterránea y no necesitaba definirse como tal.
Todos eran observados y aceptados, pero siempre con ironía, porque se les consideraba seres incompletos, que necesitan ir en busca de algo que ya debían tener por nacimiento, y no lo tenían. Civis Romanus sum es un sentimiento que luego se expandió hacia la catolicidad, pero ya sin apoyarse en las armas. Bastaba una sonrisa lateral o esa reducción a la crudeza de cualquier cosa, que acabó por cumplirse en los versos de Giuseppe Gioachino Belli.
Bazlen no era ni turista ni peregrino. Si iba en busca de algo, era más bien hacia el Oriente, esa parte de la tierra en la que el espíritu romano no había logrado ejercer mucho su poderío militar y, en última instancia, su disolvente sarcasmo. Y además, no estaba claro dónde comenzaba o terminaba aquel Oriente. Más bien, era el lugar de quienes se habían desembarazado del deseo de fijarse una meta, como quieren todos los peregrinos.
Quizá era esta, la no-ubicación de Bazlen, la soltura que lo hacía inexpugnable, como ya me había parecido en las palabras de mi primo Giorgio Settala.
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En los cuadernos que publiqué por primera vez en 1970 se encuentran frases y fragmentos donde escucho la voz de Bazlen incluso antes de leer lo escrito. Eran palabras incorporadas en él, no pensamientos superpuestos a él.
No apuntes con vistas a publicación, sino notas dirigidas a él mismo, quizás para desarrollarlas algún día. A menudo ya suficientes, como esta a propósito de Inglaterra: “Raspar: utilitarios (por ejemplo, Huxley)”. O de la muerte: “Laotzú, el único que no muere, se va”. O también: “Es un mundo de muerte, una vez se nacía vivo y poco a poco se moría. Ahora nacemos muertos – algunos logran cobrar vida poco a poco”. Pero aquí el ojo se detiene. Ya no es una nota a la espera de desarrollarse. Son palabras definitivas. Aquellas donde, en un mínimo espacio, Bazlen marcaba la diferencia entre el mundo en el que nació (la última era burguesa, donde se contaba cada paso y el último era la muerte) y aquel anónimo del momento en el que se encontraba escribiendo.
Pero, ¿qué significaba “cobrar vida poco a poco”? Era lo que Bazlen siempre había intentado, su única actividad constante. Era necesario poder reconocerla, pero no imposible. Y sobre todo reconocer aquel “poco a poco”, la laboriosa elusión de algo desconocido, que seguía atrayendo. De lo contrario, se volvía a caer en la dura observación: “Ahora nacemos muertos”.
Un día, se le escapó a Bazlen, casi a regañadientes, la respuesta a una pregunta que yo no le había hecho, pero que podría haberle hecho, como cualquier otra, al ser una pregunta-atajo: “¿Qué podría intentar un escritor en este momento?” “O lo minúsculo o lo inmenso… O Jules Renard (el Diario) o el todo”. Palabras dichas como en fuga.
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La obra culminante de Bazlen fue Adelphi. Definible con una frase que me dijo el día en el que me habló de ella, cuando Adelphi aún no tenía su nombre: “Solo haremos los libros que nos gusten mucho”.
No se necesitaba más. Pronto hubo una oficina en el patio de un palacio en via Morigi, de un austero estilo milanés, donde Luciano Foà estaba sentado permanentemente, junto a la secretaria Donata. Durante algún tiempo, Claudio Rugafiori vivió en un ático del palacio. Claudio y yo éramos los dos “mutantes”, como nos había llamado Bazlen. Luego estaba el dúo Colli-Montinari, con sus fieles, ya puestos a prueba por Colli para la Enciclopedia de Autores Clásicos de Boringhieri, una óptima escuela. Colli y Montinari significaron ante todo la edición crítica de Nietzsche, con más de tres mil páginas inéditas y un cambio radical en el enfoque. Esa edición fue la columna vertebral de Adelphi, y los efectos pronto se vieron, primero en Francia que en Italia, siempre cautelosa ante Nietzsche. Sergio Solmi era el visitante vespertino, que susurraba sus pasiones, siempre anheladas y generalmente desatendidas hasta entonces. Se hablaba mucho de personajes, cuerpos y pesos, además de libros. Estaba implícito que esos libros fueran aceptables para Bazlen, cuando no habían sido sugeridos por él. Después esos nombres y títulos aparecían en hojas amarillas de papel de seda. Era el programa hipotético de Adelphi, aún no dividido en series. Excepto por un caso, los Clásicos, que tenían una robusta articulación desde el principio. Y era la parte de Adelphi que menos interesaba a Bazlen. Lo daba por sentado.
Para él lo esencial eran los que llamaba libros únicos, y podían tomar la forma de novelas, memorias o ensayos o, en resumen, cualquier otro género. Pero siempre debían provenir de una experiencia directa del autor, vivida y transformada en algo relevante, solitario y autosuficiente. Cada uno de estos libros era un caso en sí mismo, por lo que la consecuencia inmediata podría ser que se distinguiera del resto también por su apariencia física. Hablamos de ello durante mucho tiempo e intentamos seguir esa línea en varias direcciones. Después, y apenas lo notamos, el proyecto se inclinó hacia una forma que mantuviera unidos los libros únicos; luego, hacia el diseño de una serie, que en cierto punto comenzamos a llamar Biblioteca Adelphi. Hoy esta serie cuenta con más de setecientos títulos y es la primera imagen que, para muchos lectores, identifica a la editorial. La unicidad se había transformado en pluralidad, pero esa pluralidad aún tenía algo de singular, porque nacía de una sola cabeza. Bazlen murió en 1965 y solo pudo ver la copia terminada del número uno de la Biblioteca, La otra parte, de Alfred Kubin, un libro que le gustaba mucho no solo porque era el Kafka más bello antes de Kafka, sino porque “la otra parte” era el mismo lugar donde se ubicaría Adelphi.
Una editorial está hecha de “sí”, pero aún más de “no”. Y esos “nos” pueden venir de muy cerca, de algo que podemos asimilar a nosotros mismos, si la mirada no puede reconocer las pequeñas discrepancias fatales. Bazlen sabía esto más que nadie. Esto es lo que se condensa en una frase de sus Notas sin texto: “El peor enemigo es el enemigo que tiene nuestros argumentos”. Emboscada que se manifiesta en todas partes, y aún más en las cosas que nos importan. Esto también sucedió en Adelphi, y la ocasión fue un libro de Bettelheim, The Informed Heart, que Adelphi terminó publicando más tarde en 1965 con el título Il cuore vigile. La editorial diseñada por Bazlen también podría ir en su contra. No se opuso, a pesar de que el libro había sido precedido por una destructiva carta suya en la que iba descubriendo, uno a uno, los distintos pasajes con los que la pareja Bettelheim, de benevolente amigo, podía transformarse en el “peor enemigo”.
Eran años en los que se hablaba obsesivamente de la masa (incluso más que hoy). Y una parte del libro de Bettelheim, la que Bazlen desaprobaba, era una especie de manual para distanciarse de la espantosa masa. Ya esto, con su ostentación de buenos sentimientos, irritaba a Bazlen: “¿Por qué digo que la reacción contra la masa es una banalidad? Porque se ha convertido en eso. Quienes fueron los primeros en comprender el peligro de las masas y que, para denunciarlo, encontraron las primeras palabras, que eran suyas, y las dijeron con su propio tono y acento, no fueron triviales, por supuesto. Pero esas palabras se han gastado, y ahora están en boca de un rebaño antirrebaño que reacciona contra el mundo prefabricado con reacciones prefabricadas, en nuestro caso con una terminología prefabricada que me parece más peligrosa que la de la masa. El peligro para nosotros ya no es la masa, con la que no tenemos nada en común; el peligro es la masa antimasa con la que queremos o no queremos algo en común… ¿Quiénes son los Bettelheim? Los Bettelheim son una masa que ha comprendido los peligros que presenta la otra masa. Usan palabras que estaban bien en la boca de algunos individuos, pero que en demasiadas bocas de demasiados Bettelheim se han convertido en palabras de masa. Los Bettelheim ni siquiera están superficialmente más vivos que los Bettelheim, y tampoco son superficialmente más inteligentes que los Bettelheim, sino que sus palabras siembran la misma muerte que las palabras de los otros”.
También hay una señal segura para entender dónde ya está funcionando el proceso de masificación de la antimasa. Bazlen no se oponía al libro en su conjunto (al contrario, apreciaba la parte sobre los campos de concentración), pero no quería que apareciera como el número uno en la serie Ensayos, entonces en preparación (y por eso no lo fue): “Si no quiero que el primer libro de Ensayos sea el de Bettelheim, no es por lo que dicen, lo cual es al menos razonable, sino por ciertas palabras que espero que Adelphi nunca publique (a menos que sea para tomar una posición en contra), palabras como integrado o ajustado”. Creo que hemos respetado su deseo.
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Bazlen no hablaba de mitos, por lo que recuerdo. La palabra en sí estaba prohibida, incluso en los años en que nos veíamos. Y antes se había asociado a visiones desagradables (la Roma imperial, la inmensa farsa del fascismo). Sin embargo, lo que Pound había definido y descrito como mito en uno de sus destellos de deslumbrante y definitiva lucidez, se correspondía punto por punto con lo que Bazlen pensaba y con todo lo que decía. No hacía falta una palabra más: “Creo que la humanidad tiene una especie de fundamento permanente, es decir, creo que el mito griego surgió cuando alguien que había pasado por una exquisita experiencia psíquica intentó comunicarlo a los demás y le era necesario protegerse de las persecuciones. Estéticamente hablando, los mitos son explicaciones de estados de ánimo. Podemos detenernos aquí o profundizar, pero es cierto, no obstante, que esos mitos son inteligibles en un sentido vivo y luminoso solo para aquellos a quienes les ocurren. Quiero decir que conozco a uno que entiende a Perséfone y Deméter, otro que entiende a Lauro, otro que (por así decirlo) ha conocido a Artemisa. Para ellos estas cosas son absolutamente reales”.
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Solo una vez Bazlen me pidió un favor: que encuadernara su copia de El abandono a la divina providencia de Jean-Pierre de Caussade. El libro, en verdad, se estaba deshaciendo por el uso excesivo. Lo hice encuadernar en verde marroquí. Atractivo, pero no estoy seguro de que a Bazlen le haya gustado.
Sin duda era el libro que más había frecuentado, junto con el I Ching, del que quedan numerosos hexagramas en sus diarios. Pero Bazlen nunca había observado la liturgia o el dogma católico, y decir I Ching equivalía a nombrar toda China, como había aparecido, hace miles de años, en las grietas del caparazón de algunas tortugas. Era esta quizás la respuesta a la pregunta inapropiada de Montale, quien se preguntaba si Bazlen había sido un místico. Palabras pronunciadas por quien había pilotado su vida por la autoprotección y una cierta pusilanimidad. Bazlen, en cambio, la había fundado en un irremediable no saber, expuesto a las olas en todas direcciones. Esa fue su manera de estar vivo.
* Estos fragmentos pertenecen a Bobi, el libro póstumo de Roberto Calasso (Adelphi), 2021.