Iñaki Uriarte comentó en sus Diarios que, cuando escribía una reseña negativa, se sentía en la obligación, por una extraña coherencia interna con él mismo, de cogerle ojeriza al criticado. A veces, leo estas palabras como una sátira de la forma habitual de operar de ciertos críticos nacionales. En otras me hace pensar en Enrique Lihn, que suponía que el odio que algunas personas manifestaban hacia él se explicaba por haberlas visto durante treinta años sin haberlas saludado jamás. No está mal pensado, aunque la verdad es que el odio de los otros tiene tantos recodos y misterios que cualquier interpretación que hagamos del mismo puede llegar a parecernos verosímil. Roberto Merino, cronista chileno que fue quien dejó constancia de las palabras de Lihn, recordaba con simpatía al poeta argentino Godofredo Iommi por una causa aparentemente banal: porque en el invierno de 1980 (en esos días Merino tenía dieciocho años y no le conocía nadie) le saludó con entusiasmo al cruzarse con él en una calle de Valparaíso. A mí, con mucha más edad, me tocó vivir una experiencia parecida en lo gratificante cuando, consciente de ser un completo desconocido para todo el mundo en Manhattan, casi no podía dar crédito de pronto a que alguien, desde la otra acera de la Sexta Avenida, estuviera gritando mi nombre: eran Valeria Luiselli y Álvaro Enrigue enviándome un alegre saludo que logró que me sintiera de repente como alguien que llevaba toda la vida en Nueva York.
Volviendo a Roberto Merino: nunca pudo superar cierta antipatía hacia Jorge Tellier porque éste en 1979 fue muy maleducado con él en una calle de Santiago cuando les presentaron. Algo también por el estilo me ha sucedido con escritores con los que en mi primer tropiezo con ellos, me ha tocado vivir un evidente desencuentro. Y es curioso comprobar cómo esas experiencias, casi todas del pasado, inciden todavía hoy en mi apreciación de lo que, a través del tiempo, voy leyendo de ellos, lo que me lleva a suponer que de un modo parecido, con gesto reciproco, operan muchos críticos a la hora de acercarse a los libros de autores de los que sólo recuerdan un gesto frío en el pasado. En estos casos, los prejuicios y la ojeriza previa se imponen desde primera hora a la lectura objetiva de lo que éstos escriben.
Por supuesto, hay otros mundos y otros odios. A la pregunta de por qué creía que eran tan detestados los judíos, George Steiner contestó: “Porque su identidad étnica e histórica perdura desde hace cinco mil años. El misterio de esa supervivencia es lo que despierta el odio en el no judío, un cierto sentido de lo abominable, y más con todo eso de que el judío ha firmado un pacto con la vida”.
Steiner dio con una respuesta de notable espectro metafísico que explica con valentía lo que puede que habite en el fondo mismo de la manifestación de nuestro odio más supremo: la supervivencia de los otros. Hago una pausa y quedo pensativo. ¿Y no es la supervivencia de un escritor lo que tanto se les atraganta a sus enemigos, a sus odiosos odiadores?