Destartalada y fantasmal, la ciudad (no sólo por la crisis pandémica) se ha vuelto rematadamente triste, ajada, como si hubiera recuperado su color gris de postguerra. Barcelona es hoy un espacio de aire inequívocamente grosero, a años luz de antiguos esplendores. Al mirarla, se descubre enseguida una especie de mancha anticuada que se le ha adherido al paisaje, como el olor del tabaco a una camisa que lavamos un día.
Por poco que la observemos, se hace evidente la mancha, el poshlost, esa especie de sombra adherida que puede adoptar las más diversas formas, entre ellas las del “ángulo muerto” que capta Jordi Amat en la psicología del personaje central de El hijo del chófer, su remarcable libro.
La ciudad vive inmersa en ese “momento de abandono” del que habló el otro día Jaume Plensa. Lleva adherida esa sombra, pero también otros “ángulos”, pues a fin de cuentas la palabra rusa poshlost, debido a que no tiene un término concreto en otras lenguas europeas, está abierta a las más variadas acepciones.
Aplicado a la literatura, el concepto poshlost fue introducido por Gogol y estudiado a fondo por Nabokov, para quien al principio tan sólo significaba “algo falso, pretencioso, vulgar, de mal gusto”, términos que acabó descartando porque sólo le indicaban una clasificación de valores en una cultura determinada, mientras que lo poshlost lo veía más intemporal y con muchos matices.
Gracias a estar abierta a tantas acepciones, en la Barcelona de hoy lo poshlost puede significar también algo adocenado, cursi, pesebrista, hortera, trillado. El paisaje urbano muestra cada día un mayor proceso de regresión, y el centro se parece a un aeródromo de bloques de hormigón, con toques de metafísica ciclista y tendencia suicida a la ratafía: lo más parecido a un espacio sombríamente folklórico, de muy mal gusto municipal.
Barcelona tiene poder, decía la canción. Pero ahora lo que tiene es poshlost. Y se ha vuelto urgente, en el campo cultural, saber detectarlo, operar al estilo de Turguénev, que se volvió experto en combatir a las abusivas manchas de la retórica kitsch que predominaba en el terreno literario y que, apoyándose en elogios gastados, era capaz de llamar gran poeta ó gran novelista a todo aquel que simplemente se definía en sintonía con una supuesta “alma rusa”.
Y no lo olvidemos: fue precisamente leyendo a Turguénev que Nabokov se sintió impulsado a decirle a su editor neoyorquino que lo que le cautivaba de la civilización norteamericana era justamente ese toque del viejo mundo (le recordaba quizás la Rusia de su infancia), “ese aspecto anticuado que se le adhiere pese al duro exterior brillante, a la agitada vida nocturna y a los lavabos último modelo, las publicidades refulgentes y todo lo demás”. La recreación novelística de esa civilización de aspecto anticuado tardaría años en abordarla Nabokov, pero finalmente, con su trayecto de moteles, lo hizo en Lolita, novela vapuleada en los últimos tiempos por señoras poshlost, todas originarias –no por casualidad– de la regresiva, apelmazada, Barcelona de ahora.