En el cuento de Ray Bradbury titulado Hasta nunca suena un golpe suave en la puerta de una cocina que da a un jardín. Cuando la señora O´Brian abre, se encuentra con su mejor inquilino, el señor Ramírez, acompañado de dos policías. Después de treinta meses de estancia allí, su mejor inquilino ha sido descubierto y, por no tener papeles legales, va a ser devuelto al otro lado de la frontera. El señor Ramírez está allí para despedirse de la señora O´Brian. “Adiós, señora, se ha portado usted bien conmigo. Adiós, señora. Hasta nunca”, le dice. Cuando ella se queda sola y entra en su casa y sus hijos le reclaman la comida, se queda de pronto muy pensativa. “¿Qué te pasa, mamá?”, le preguntan. “Que me acabo de dar cuenta de que no veré nunca más al señor Ramírez”, les dice.
Así termina éste en apariencia sencillo cuento mínimo. Siempre que me encuentro con ese cuento de Bradbury no puedo dejar de pensar en un joven mexicano que pasó hace treinta años por Barcelona y del que apenas recuerdo algo de él, salvo que narraba muy bien cómo su padre en Tijuana calentaba previamente con las manos las cervezas excesivamente frías que a veces le servían. Sólo me acuerdo de esto y de que, en una de las dos noches que con amigos comunes nos vimos, jugamos al billar en el bar Velódromo nada menos que con Eric Clapton, de paso por la ciudad. Pero no recuerdo casi nada más de él, tampoco mucho de Clapton, la verdad. Físicamente, ya no tengo ni idea de cómo era ese mexicano, salvo que llevaba bigote y era bajo y hablaba de literatura. Nunca, por otra parte, supe su nombre. Si le recuerdo todavía hoy es sobre todo porque, al despedirnos, en la puerta del bar Velódromo, nos dijo algo a los amigos que me quedó grabado para siempre y que el reencuentro con el breve relato de Bradbury me hace siempre volver a recordar. “Adiós, amigos. Me voy a Tijuana y allí me quiero perder. ¿Se dan cuenta de que ya no nos volveremos a ver nunca más?”, nos dijo. Y se perdió en la noche para siempre.
Nunca hasta aquel día se me había ocurrido pensar que a veces uno se despide de alguien y no sabe –o lo sabe demasiado bien- que no volverá a ver a esa persona nunca más en la vida. Es triste a veces, y es raro. Todos tenemos algo de esa señora O´Brian, que se queda estupefacta en su casa americana cuando descubre que no volverá a ver al señor Ramírez. En cierta ocasión dediqué un libro a una amiga que se llamaba Carmen, y le escribí para bromear: “Para Carmen, que fue a su casa y no volvió”. Y así fue. Me despedí de ella esa noche y no volví a verla en mi vida. Fue a su casa y ya no volvió, y ya no la podré volver a ver nunca más. Todos hemos pasado por experiencias parecidas. Es triste a veces, y es raro. En El hacedor escribe Borges: “Hay una línea de Verlaine que no volveré a recordar. Hay una calle próxima que está vedada a mis pasos. Hay un espejo que me ha visto por última vez…”
Cada día nos despedimos de alguien a quien no veremos nunca más. “¡Hasta nunca, señora O´Brian!”, que decía el señor Ramírez. Como siempre estamos peligrosamente despidiéndonos, hay días en los que me despido de todo el mundo y, cuando de pronto me quedo solo, decido retardar mi regreso a casa para evitar que me ocurra lo de la amiga que no volvió. Voy entonces a bares extraños y hablo con desconocidos y desconocidas y de todos luego me despido diciéndoles: “¡Hasta nunca, señora O´Brian, hasta nunca!”. Son simples precauciones que tomo para evitar que el vacío de cualquier desaparición, por ínfimo que sea, se agrande en cualquier momento, en cualquier noche de éstas.