El caso es que me atraen las chimeneas. Esta mañana he visto en foto la que Robert Louis Stevenson hizo construir para darle color escocés a su casa de la isla de Samoa. No me lo esperaba. Cada día me divierto más descubriendo cosas que no esperaba. ¡Cómo son los escritores! En la Polinesia, en pleno Pacifico Sur, Stevenson necesitaba que una chimenea le recordara el hostil clima de Edimburgo.
Una vez fui a Bournemouth, al sur de Inglaterra. Y vi las dos chimeneas de la casa de Skerryvore en la que Stevenson, en estado febril, escribiera El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde. Enterarme de que, sesenta años después de publicarse el libro, la aviación nazi arrasó por completo Skerryvore, lo interpreté como una forma muy bestia por parte de míster Hyde de regresar a la casa de las dos chimeneas. Muy bestia y nada sutil, aunque estimula saber que Hyde Hitler borró la casa, pero no el libro escrito en ella. Me recuerda esto a una amiga a la que no importaba que lo que escribía pudiera ser demolido, pues lo que permanecería –decía– sería la sensación de que un día, en algún lugar, se construyó algo.
De niño, cuando comencé a saber qué significaba construir algo por el solo placer de construirlo, dibujaba casas, todas con chimeneas humeantes, que era mi modo de expresar que el ambiente familiar era el adecuado y que estaba a gusto en casa. La puerta principal y las ventanas indicaban el interés por relacionarme con los demás. Y, aunque no podía saberlo, el camino que desde la puerta iba a las afueras del dibujo, llevaba a la escritura. Y ésta a la libertad.
Con los días, a veces todavía, la imagen de la libertad la identifico con la chimenea pintada de blanco del barco al que en 1939 subió Nabokov con su familia en dirección a Nueva York. En el relato que éste escribió sobre su huida de la atormentada Europa, contaba que en Saint-Nazaire, a medida que se acercaban al puerto, iban distinguiendo, “entre los confusos ángulos de techos y paredes, una blanca y espléndida chimenea de barco que asomaba por detrás del alambre de ropa tendida, a la manera de ese elemento único que, una vez localizado dentro de la compleja ilustración, ya no podrás dejar de verlo”
Cuando, años después, The New Yorker le iba a publicar el relato de su huida de Europa (relato que después cerraría sus memorias), la revista, que era famosa por su manía de modificar las narraciones de sus colaboradores, quiso cambiarle el color de la chimenea. Nabokov se negó alegando que no pensaba renunciar a ser absolutamente fiel a la visión que tenía de su pasado personal. Esa negativa del escritor siempre libre que fue Nabokov es la misma del heroico granjero que en el relato Yo y mi chimenea, de Hermann Melville, se opone a que remodelen su casa y derriben la inmensa chimenea, alegando que destruirían –es la misma encrucijada en la que se encuentra actualmente la literatura– lo más esencial de su finca. Le preguntaban que entendía por lo más esencial. “Sin ese gran fuego la casa perdería su espíritu”, decía el granjero, el héroe de nuestro tiempo.