JORDI LLOVET TENÍA RAZÓN por Pau Luque (El País)

relóMás de una década después de su publicación, Adiós a la universidad de Jordi Llovet, un ensayo que constataba y lamentaba el declive de las humanidades, sigue plenamente vigente. La combinación de extrema burocratización de la universidad y la lógica perversa de la productividad –hija de la economía de mercado– ha perjudicado a todas las disciplinas. Pero si hay una que ha sufrido de forma inclemente la tediosa y arbitraria montaña hecha a base de agencias de acreditación, la obsesión por la cuantificación de los “productos académicos” y los opacos rankings de revistas académicas ha sido la disciplina humanística.

Vayamos por partes. La cuantificación de los objetivos que un humanista tiene que satisfacer ha llevado a una exacerbación de una situación familiar en el mundo de los deportes de élite: la competitividad desbocada a la hora de producir. Se trata del famoso publish or perish. En el ámbito que yo mejor conozco, el de la llamada filosofía analítica, puedo jurar que los académicos serían capaces de vender a su propia madre a cambio de un argumento lógicamente válido y, sobre todo, original.

Y es que si hay algo que esta competitividad ha incentivado en el ámbito de las humanidades ha sido, sin lugar a dudas, una absurda búsqueda de la originalidad. Y no es sólo que sea dudoso que en el año 2023 pueda haber nada estrictamente original en el dominio de las humanidades (por la sencilla razón de que nuestro objeto de estudio es tan viejo como lo somos nosotros). El problema es que se incentiva una idea de originalidad que nos transforma en mercenarios académicos. A modo de ejemplo anecdótico: un filósofo estadounidense, que enseña y hace investigación en una gran universidad de la costa este de Estados Unidos, predica que hay que buscar alguna cosa que nunca haya sido dicha por nadie antes en tu disciplina. Una vez lo hayas encontrado, y por más tontería que te pueda parecer, tienes que pensar argumentos que te sirvan para sostenerla en un artículo académica. Es la manera de escalar en la cadena trófica de las humanidades cuantificadas: transformarse en un mercenario de la investigación no de las buenas ideas –o como mínimo de las ideas en las que uno cree– sino de las que ofrezcan una mejor retribución en términos académicos.

Por otra parte, la burocratización de la universidad comporta una alteración de la función y el órgano típica de todas las instituciones maduras. Las humanidades académicas fueron creadas para tratar de dar cierto respaldo económico y un buen grado de estabilidad laboral a los humanistas. Esta era su función. Con el tiempo, la propia supervivencia de la institución se acaba convirtiendo en la función principal de la institución. Y así es como los departamentos de humanidades tienden a producir académicos, no humanistas.

Hay que señalar, como ya lo hacía Llovet en su libro, que el humanismo europeo, tal vez el periodo dorado de las humanidades, no era un fenómeno académico. El humanismo europeo se cultivó fuera de las universidades. No me atrevería a afirmarlo con mucha seguridad, pero es posible que, debido al anti-intelectualismo burocrático que domina la universidad, las humanidades estén migrando de la academia: son ya cada vez más las librerías, fundaciones, medios de comunicación, bibliotecas, festivales o editoriales que imparten talleres o cursos, clubs de lectura, graban podcasts, organizan debates, mesas redondas o discusiones donde predomina, hasta donde yo he podido ver, el espíritu de la moral humanista. No se busca “producir”, sino divulgar –en el sentido más noble de la palabra– conocimiento; no se incentiva la competencia, sino la conversación, quizá porque, como decía Leopardi, se piensa hablando; no se idolatran las jerarquías de los rankings y los números vacíos, sino las palabras. Quizá estoy sesgado por mi propia experiencia, pero diría que estos espacios constituyen una especie de reducto para las aptitudes humanísticas y, con frecuencia, erigen incluso un muro de desconfianza hacia la moral moralista.

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