Sobre Dyer y su último libro.

«Aunque el final sea único, las formas de experimentarlo suelen ser muy variadas. Ahí está la etapa final de Turner que prefigura el impresionismo lo menos 40 años, aunque ahí intervenga el azar. “Si ahora sus formas nos parecen tan abstractas es porque estaban inacabadas”, apunta. Pero también el poco frecuente fulgor final de un Beethoven sordo; la recuperación creativa de Jean Rhys, tras décadas de silencio, o la forma en la que paulatinamente los escritores se van dando por vencidos tras haber gozado de un éxito masivo –“a quien los dioses desean destruir, primero lo llaman prometedor”-. O incluso aquellos que deciden dejar de escribir, lo que le permite a Dyer mencionar a Enrique Vila-Matas y su Bartleby. “He acabado escribiendo muchos más libros de los que nunca había imaginado . Y claro que a veces he pensado que estaba acabado, pero he solucionado mis dudas poniéndome a escribir un nuevo libro”.

                                       Elena Hevia (El Periódico)

geoff dyer

 

                     Philipp Engel sobre

Los últimos días de Roger Federer

                              de Dyer

«Geoff Dyer la crisis de los 60 lo pilló en confinamiento. Apartado de su cotidianidad, el escritor de 64 años se preguntó si, después de haber publicado ensayos brillantísimos sobre jazz, fotografía, Tarkovski y arte, además de novelas y crónicas de sus numerosos viajes, de los físicos y de los otros, no había dado ya lo mejor de sí mismo: «Espero vivir más de 60 años, pero si traducimos los antiguos sesenta años de esperanza de vida a los días de la semana, ahora es un domingo por la mañana temprano», escribe en el irresistible Los últimos días de Roger Federer (Random House), un libro antológico en todos los sentidos. Como subraya por Zoom Dyer desde su casa de Los Ángeles: «No es un libro enciclopédico, ni un repaso exhaustivo de personajes relevantes, sino de personalidades que, en algún momento de mi vida, han sido particularmente importantes para mí».

El tenista suizo, su favorito, no es más que un punto de arranque, ligado a que Dyer también le ha dado siempre a la raqueta hasta que se le acumularon las lesiones. Después de una última operación, su médico sentenció que «ahora no hay nada con garantía. Ahora todo es Zara. Nada dura para toda la vida, ni siquiera la vida». Abrumado por la posibilidad de que igual ya no podría escribir todos los libros que le quedaban por escribir, Dyer decidió reunirlos todos en uno, que se disfruta como todos los demás. No sólo porque la curiosidad insaciable de Dyer abarca todos los ámbitos, sino porque lo hace sin atisbo de academicismo, con humor tronchante y privilegiando la experiencia como forma de conocimiento. Su mirada nunca será la de un mojigato que no ve más allá de la pantalla de su Mac. En ocasiones, se puede estar en desacuerdo con sus atrevimientos, pero nunca en cómo los expresa. «Por supuesto», confirma, «un libro no es un estado policial».

Ya se sabe que la vida profesional de los deportistas de élite está marcada por el punto máximo de su rendimiento físico. Pero, aunque luego vayan sobrados de millones para afrontar el vacío, los hay que no se resisten a patéticos regresos a la arena mediática, como Björn Borg o el futbolista George Best que, para Dyer, significó un regreso fundacional: «Era la primera vez que oía que alguien se retiraba y luego volvía a retomar la actividad que había dejado. En el caso de Best, la rutina de dejar el alcohol y luego renunciar a intentar dejar el alcohol acabó conformando el patrón de su vida», escribe. Y en directo, añade que la idea del retorno innecesario siempre le ha fascinado: «Cuando alguien ya tiene una gran reputación, se espera de él que produzca más libros, discos o cuadros, y a menudo el aumento de su producción coincide con el derrumbe de la calidad».

En literatura, el prestigio puede ser una trampa para los lectores. Para Dyer, Martín Amis, uno de sus escritores más venerados de su generación, también fue una revelación: «Podría haber dicho cosas mucho más duras sobre algunos de sus libros, de Perro callejero, por ejemplo, aunque fue él, para darle cierto crédito, el que despertó en mí esta alarma de decir: ¡caramba, hay autores con una carrera fantástica y que luego viven un cierto declive!».

Lo curioso es que, según recoge Dyer en su libro, Amis acuñó el maravilloso concepto de nobelidad al describir a José Saramago: «Es lo que sucede cuando la magnanimidad se convierte en una segunda naturaleza, como si no sólo te prepararas una taza de té por la mañana, sino que te preparas una taza de té Nobel para tomar con tus huevos Nobel y unas lonchas de bacon Nobel».

Otra perla dyeriana: «Mejor ser pomposo que solemne; el primero al menos posee la insinuación redentora de lo ridículo, y dado que el autobombo intencionado siempre se percibe como una autohumillación, es fundamentalmente una cualidad cómica».

Hay ejemplos más tremendos de decadencia literaria, como la de Friedrich Nietzsche, que abrazó la locura en forma de caballo en aquella famosa esquina de Turín. En su caso, el reconocimiento brilló por su ausencia. «Antes de volverse loco, se preguntaba: ¡Cómo es que escribo libros tan fantásticos y nadie se da cuenta!», comenta Dyer. El enfrentamiento entre el filósofo y Richard Wagner ocupa también parte de Los últimos días de Roger Federer. Curiosamente, Dyer no es muy fan de El ocaso de los Dioses, la ópera que se considera como lo más en el arte del declive: «Soy sensible a esa romántica atracción por las ruinas, pero me atrae más la versión menos orquestada de todo eso. Me inclino más por el colapso individual de Nietzsche que por Wagner. Las sinfonías de Beethoven son fantásticas, pero ahí también me interesan más sus sonatas más privadas».

Buena parte de Los últimos días de Roger Federer tiene música de fondo. ¿Quién no ha tenido sensaciones encontradas al asistir a un recital de los éxitos de antaño? Le cuento que la última vez que cedí a la nostalgia, acudiendo a ver a uno de esos grupos que no pude ver en mi juventud, lo primero que detecté entre el público fue un peluquín. El grupo se había convertido «en su propia banda de homenaje». Dyer pone en su libro a Dylan de ejemplo recurrente: «Estaré escuchando a Dylan […] hasta el fin de mis días» […]. Pero tampoco me tomaría la molestia de ir a verlo esta noche, ni mañana ni cualquier otra noche, aunque estuviera tocando gratis en un local al final de la calle. (…) La gente no va para ver a Bob Dylan, sino para haberlo visto». En directo, añade «vi a Miles Davis tocar, pero seguro que hubo otras 5.000 ocasiones en las que hubiera sido mejor verlo que cuando le vi yo».

La pintura también es un lienzo en blanco para las disquisiciones dyerianas sobre la quizás no tan inevitable caída. Si De Chirico terminó su carrera «falsificando sus propios cuadros», es decir sin añadir nada de valor a su legado, «la disolución del mundo físico en las obras de Turner (…) se vio, en su momento, como señal de que sus habilidades disminuían gradualmente, un síntoma de ‘decrepitud senil'». Hoy, en cambio, son un preludio de la abstracción, obras avanzadas a su tiempo y a la miopía de sus contemporáneos. Así pues, todavía queda esperanza de brillar en el último tramo de su carrera, aunque sea ante la incomprensión del mundo.

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