NACÍ ODRADEK.

[Avance del texto publicado como Je suis né Odradek en el número 505 de artpress, número especial con motivo del 50 aniversario de la revista parisina]

 

61vHHTrzCOLUn día de septiembre de 1996, me coloqué un sombrero de paja en la cabeza y. sin mayor preparación previa, salí de mi casa del barrio del Guinardó, en Barcelona. En menos de cinco minutos me planté en la plaza más cercana, en un discreto y acogedor rincón urbano, no demasiado conocido en mi ciudad: la plaza Rovira.

Ya desde buena mañana, había estado conviviendo con la muy perecquiana idea de probar a escribir una Tentativa de agotar la plaza de Rovira. Y nada más llegar a ésta, puse manos a la obra, es decir, no perdí ni un segundo de mi tiempo. Me senté en la terraza del café Valls, y comencé a practicar la escritura topográfica, estilo Perec. Llegué a sentirme transportado por momentos a París, al café de la plaza de Saint-Sulpice, donde Perec intentó inventariar todo lo que podía ver desde una mesa del bar, ya no sólo lo que oficialmente estaba inventariado (la iglesia con sus Delacroix, las estatuas de Bossuet, Fénelon y compañía), sino todo aquello en lo que nadie reparaba, “lo que pasa cuando no pasa nada, sólo el tiempo, la gente, los coches, las nubes”, todo lo que aparentemente carece de importancia.

Sabía que Perec no ignoraba que entera aquella plaza no podría meterla en su cuaderno y que, por tanto, siempre quedarían muchas cosas por abarcar, pero tampoco ignoraba que la Tentativa iba a ser una aventura fascinante. Sabía esto aquella mañana y, por consiguiente, no esperaba en modo alguno llegar a introducir a la plaza Rovira completa en el cuaderno que llevaba en el bolsillo, pero tampoco creía que fuera a fracasar demasiado en mi intento. Y, de hecho, hoy en día, algunos de aquellos datos que anoté orientan a los estudiosos del barrio.

De aquel inventario, modesto y parcial, de aquel inventario de  lo que estaba más a la vista en la recoleta plaza en aquel día de septiembre de 1996 quedaron, entre otros, estos datos: dos farmacias (sorprendente para una plaza tan pequeña), cuatro sucursales de banco, la estatua del arquitecto Rovira (sentado en un banco de la plaza a la manera de Pessoa en la rua Garret, de Lisboa), un buzón de correos, una fuente de agua fresca, un cartel que anunciaba el próximo partido del equipo de fútbol del barrio (el histórico Club Deportivo Europa), una casa de okupas (con el lema “resistir es vencer”), una pequeña sala de arte, 16 jubilados diseminados aquella mañana por los diversos bancos, un quiosco de helados y otro de prensa, una churrería, una tocinería, una droguería, un tipo estrafalario, (feliz o loco, que cantaba a voz en cuello La Traviata), una ferretería, tres bares (el Comulada, el Valls y una sandwichería-pizzería), una parada de taxis, una peluquería, 22 árboles, 2 sitios de venta de cupones de ciegos, 12 farolas, un clochard que le daba animada conversación política a la estatua del señor Rovira (que, por supuesto no le llevaba jamás la contraria), un colmado, un estanco, una frutería, una puerta tapiada, 2 cabinas de teléfono, un cielo azul.

Sólo falta, me dijeron los jubilados, el antiguo cine Rovira, con su techo descapotable, que permitía en verano ver películas y al mismo tiempo examinar el cielo estrellado.

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Tres años después, en septiembre de 1999, volví de nuevo a la plaza con la idea de intentar de nuevo abarcarla, agotarla, inventariarla en su totalidad si era posible. Anoté los no excesivos cambios que se habían registrado en el lugar.  Seguían allí las 12 farolas, la estatua del señor Rovira a la que siempre alguien daba conversación, las 2 farmacias, las 4 sucursales de banco, la fuente de agua, el cartel que anunciaba el próximo partido de futbol del Club Deportivo Europa, la sala de arte, la ausencia del cine Rovira, la casa de los okupas, la churrería, la ferretería, la droguería, los dos bares, la parada de taxis, la peluquería, el clochard (aunque no estaba seguro de que fuera el mismo), el colmado, el estanco, la frutería, la puerta tapiada, el cielo azul. No estaba el quiosco de helados, faltaba uno de los sitios de venta de cupones de los ciegos, la sandwichería-pizzería tenía nombre de pronto y se llamaba café Flanders (recordé que, en aquel lugar, ocho años antes, había existido una peculiar y maravillosa lavandería), había desaparecido ya la tocinería y habían colgado entre los árboles una contundente pancarta antifascista.

No había, pues, muchos cambios, aunque en el ínterin había ocurrido, a lo largo de aquellos tres años, parte de la historia de uno de esos dramas sórdidos de los que apenas se entera la ciudadanía: a Victor Erice, el gran director de cine, le habían impedido rodar en aquella plaza la adaptación de una gran novela de Juan Marsé, El embrujo de Shanghái. El productor de aquel proyecto cinematográfico acusó a Víctor Erice de ser muy lento preparando el guion, y puso como ejemplo lo mucho que se había demorado, a lo largo de días y horas, sentado en el bar Valls de la plaza observando la vida en aquel cuadrado urbano y tratando de impregnarse de la atmósfera única que dominaba aquel enclave central del barrio. Le impidieron a Erice poner en marcha lo que muy probablemente habría podido ser una obra maestra. Tal vez a esos sórdidos pequeños dramas silenciosos se refería Perec cuando hablaba de inventariarlo todo, incluso lo que pasa cuando parece que no pasa nada y un productor mezquino impide que, en una de las plazas más recónditas y casi olvidadas de Barcelona, alguien lleve a cabo algo de lo que andamos bien escasos: nada menos que una obra maestra del cine.

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